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Esperaba que no fuera ella la que estaba inclinada en la barandilla. Se volvió para caminar hacia la puerta de embarque. La señal roja parpadeaba en el panel de salidas. Oyó de nuevo un grito estridente y desesperado, un largo «Hermano…». Seguro que era ella; pero no se volvió y cruzó la puerta.

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Sus recuerdos vuelven con el contacto de su piel húmeda y tibia, que se contorsiona sin cesar. Sabes que no es ella; no es aquel cuerpo delgado y ágil que estaba totalmente a tu merced, sino una carne sólida y robusta, que se pega estrechamente a ti; es tan ávida, tan desenfrenada, que hace que tú también agotes por completo tus fuerzas.

– ¡Sigue contando! Háblame de esa joven china, de cómo te aprovechaste de ella antes de abandonarla.

Tú dices que ella es una mujer hecha y derecha, mientras que aquella chica sólo era una niña que quería ser mujer, y estaba lejos de ser tan desvergonzada y ávida como ella. -¿No te gusta? -pregunta ella.

Tú dices que sí, por supuesto, es justamente con lo que siempre has soñado, esa falta de límites, ese placer de ir hasta el final.

– ¿También querías transformarla para que fuera así?

– ¡Sí!

– ¿Para que se corriera también como una fuente?

– Sí, exactamente.

Jadeas removiéndote.

– ¿Para ti todas las mujeres son iguales?

– Claro que no.

– ¿Qué diferencia hay?

– Es otro tipo de excitación.

– ¿En qué era diferente?

– Había una mezcla de afecto y de compasión.

– ¿No has gozado con ella?

– Sí, pero de otra manera.

– Y ahora ¿sólo sientes deseo carnal?

– Eso es.

– ¿Y quién te la chupa ahora?

– Una alemana.

– ¿Una puta para pasar la noche?

– No.

Pronuncias su nombre: ¡Margarita!

Ella ríe, toma tu cabeza entre sus manos y te besa. Sentada a horcajadas sobre ti, ha dejado de apretarte con sus piernas alrededor de tu cuerpo y ha inclinado su rostro para separar el cabello que cae sobre sus ojos.

– ¿No te has equivocado de nombre?

Su tono de voz es muy raro.

– ¿No te llamas Margarita? -preguntas un poco indeciso.

– Sí, te lo he dicho yo misma hace un rato.

– Me lo dijiste cuando me preguntaste si me acordaba de ti.

– De todos modos, yo te lo dije.

– Si querías que lo adivinara, podrías haber esperado un segundo más.

– Estaba impaciente y tuve miedo, de que no te acordaras -reconoce ella-. A la salida del teatro había algunos espectadores que querían hablar contigo. Yo me sentí un poco incómoda.

– No tenías por qué, eran amigos.

– ¿Por qué no han venido a beber una copa con nosotros? Se han ido enseguida, no han hablado casi nada contigo.

– Quizá porque había una extranjera. No querían molestar.

– ¿Desde ese momento pensaste en acostarte conmigo?

– No, pero se te notaba que estabas muy excitada.

– Yo he vivido varios años en China, entiendo tu obra de teatro. ¿Crees que los de Hong Kong también consiguen entenderla?

– No sé.

– Hay que haber pagado un cierto precio para eso.

Adopta una postura grave al decir esas palabras.

– Una alemana llena de gravedad -dices riendo para relajar el ambiente.

– No, ya te lo he dicho, no soy alemana.

– De acuerdo, una judía.

– Una mujer -dice con lasitud.

– Todavía mejor.

– ¿Por qué mejor?

De nuevo vuelve a adoptar un tono extraño.

Tú dices que nunca has estado con una judía.

– ¿Has estado con muchas mujeres? -pregunta mientras por sus ojos pasa un relámpago.

– Debo reconocer que he estado con unas cuantas desde que salí de China.

Confiesas, inútil mentirle.

– ¿Cada vez que vas a un hotel como este, te acompaña una mujer? -pregunta de nuevo.

– No tengo esa suerte. Además, es el teatro en el que se representa mi obra el que paga esta habitación -le explicas riendo.

Su mirada se enternece; se tumba a tu lado. Dice que le gusta tu franqueza, más de lo que le gustas tú.

Dices que la quieres, a ella, no sólo a su cuerpo.

– Entonces está bien.

Es sincera, su cuerpo se aprieta contra el tuyo, sientes que se relaja. Dices que por supuesto que te acuerdas de ella, de aquella noche de invierno. También vino a verte en otra ocasión. Ella dice que pasaba por allí, que al tomar el nuevo cruce de carreteras del paseo periférico vio tu edificio y se acercó sin saber muy bien por qué. Quizá quisiera ver los cuadros de tu casa. Eran muy originales, parecían una especie de sueños negros; fuera el viento soplaba, en Alemania el viento no ruge de ese modo, en Alemania todo es tranquilo y aburrido. Aquella noche tú habías encendido unas velas, el ambiente le parecía un tanto misterioso, a ella le hubiera gustado ver tus cuadros a la luz del día.

– ¿Todos aquellos cuadros eran tuyos?

Tú dices que en tu casa sólo colgabas cuadros tuyos.

– ¿Por qué?

– La habitación era demasiado pequeña.

– ¿También tenías el oficio de pintor? -pregunta otra vez.

– Sin autorización. Las cosas funcionaban así en aquella época -dices tú.

– No entiendo.

Tú dices que es lógico que no lo entienda. Eso ocurría en China. Una fundación artística alemana te había contratado para pintar, pero las autoridades chinas negaron la autorización.

– ¿Por qué?

Dices que era imposible saber por qué. En aquella época te informaste en todos los lugares; pediste a un amigo que fuera a preguntar a la administración pertinente, y le respondieron que tu actividad era la de escritor y no la de pintor.

– Pero ¿por qué razón un escritor no puede también ser pintor?

Le dices que ella no lo puede entender, aunque hable chino; lo que ocurre en China nunca se explica sólo con ayuda del idioma.

– Entonces no hablemos más del asunto.

Ella dice que recuerda muy bien aquella tarde, en la que el sol brillaba en tu habitación y estaba sentada en un sofá contemplando tus cuadros, incluso tenía muchas ganas de comprarte uno. Sin embargo, todavía era estudiante y no tenía suficiente dinero. Fuiste tú quien le ofreciste uno. Ella dijo que no podía aceptarlo, que era tu trabajo de creación. Tú le explicaste que a menudo regalabas cuadros a los amigos, que los chinos no se compraban cuadros entre amigos. Ella dijo que os acababais de conocer, que todavía no erais amigos, que eso le molestaba, y que, sin embargo, si tenías un catálogo, podías darle un ejemplar, o podía comprártelo. Pero le dijiste que en China era imposible publicar un catálogo de cuadros, pero que, ya que le gustaban tanto, ¿por qué no podías regalarle uno? Ella te dice ahora que tu cuadro todavía está colgado en su casa de Francfort, que para ella es un recuerdo muy especial, una especie de sueño, una imagen interior en la que uno se pierde.

– ¿Por qué insististe en que me quedara con uno? ¿Te acuerdas de aquel cuadro? -pregunta.

Tú dices que no, pero recuerdas que querías pintarla a ella, querías que te hiciera de modelo, todavía no habías pintado a una extranjera.

– Era muy peligroso -dice.

– ¿Por qué?

– Por mí no había ningún problema, pero para ti era peligroso. No me dijiste nada. Puede que fueras a hacerlo cuando llamaron a la puerta. Abriste y era un tipo que venía a anotar la lectura del contador de la luz. Le acercaste una silla para que se subiera encima. Anotó el número y se marchó. ¿Crees realmente que vino a mirar el contador? -pregunta.

Tú no respondes, ya no te acuerdas y dices que tu vida en China te aparece muchas veces en pesadillas, quieres olvidarla, pero acaba resurgiendo en tu subconsciente.

– ¿Nunca avisan? ¿Pueden entrar en casa de la gente en cualquier momento?

Dices que era en China, que allí todo era posible.

– Después de aquella visita, no me acerqué nunca más a tu casa, tenía miedo de causarte problemas -dice con dulzura.

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