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El viento de marzo. ¿Por qué de marzo? ¿Y por qué el viento? En el mes de marzo, todavía hace mucho frío en la gran llanura del norte de China. Esos terrenos, que se extienden más allá del horizonte y que signen el antiguo cauce del río Amarillo, son de tierras salinas, alcalinas y cenagosas. En ellos se instalaron las granjas para los condenados al laogai. Si el trigo sembrado en invierno no se secaba, empezaban a salir los primeros brotes en primavera, que daban una cosecha apenas un poco mayor que las semillas sembradas. Una directiva suprema del Líder supremo transformó esas bases rurales del laogai en «escuelas de funcionarios del 7 de mayo». La policía militar de las granjas se llevó a los presos que trabajaban allí hacia las mesetas desérticas de Qinghai, y dejó esos terrenos a los funcionarios y empleados de los organismos de la capital roja, víctimas de la depuración de la Revolución Cultural.
«¡Las escuelas del 7 de mayo no son refugios fuera del alcance de la lucha de clases!» Un delegado del ejército vino de la capital para transmitir esa nueva directiva. La lucha, esta vez, estaba dirigida contra la llamada camarilla del «16 de mayo», un enorme grupo de contrarrevolucionarios que se habían infiltrado en todos los niveles de las organizaciones de masa. Cualquier hombre que encontraban de la camarilla era tachado inmediatamente de contrarrevolucionario activo. Él fue uno de los primeros en sufrir el ataque, pero ya no era la época del principio del movimiento, en la que se «barría a todos los monstruos y ogros», en la que cualquiera que fuera objeto del ataque se apresuraba a reprocharse a sí mismo cualquier actitud por miedo. En aquella época se convirtió en un zorro y era capaz de morder. Sabía enseñar los dientes y parecer terrible, ya no podía dejar que una jauría de perros de caza se le echara encima. La vida -si se podía llamar vida a aquello- le había enseñado a convertirse en un animal salvaje, pero, como mucho, era un zorro cercado por los cazadores: al menor paso en falso, se arriesgaba a que lo cortaran en pedazos.
Durante los recientes años de conflicto general, lo que era bueno un día era malo al día siguiente, y, si se quería castigar a alguien, siempre se podía lanzar contra él cualquier acusación. En cuanto un individuo era acusado, siempre se le podía reprochar algo, con lo cual, se convertía en un enemigo. Era lo que se llamaba la lucha de clases, una lucha a vida o muerte. Los representantes del ejército lo señalaron como un objetivo importante para investigar y lo situaron en su punto de mira, para que las masas, una vez movilizadas, dispararan contra él. Conocía perfectamente ese proceso, y antes de que la desgracia absoluta le llegase, sólo podía intentar sobrevivir el mayor tiempo posible. La víspera del día en que el instructor político decidió que tenían que hacer una investigación sobre sus posibles actividades, todos bromeaban con él. Comían juntos en el comedor del trabajo el mismo potaje de maíz y las mismas tortas de harina mixta, [8] dormían todos juntos en un gran almacén sobre el suelo cubierto de una capa de cal y encima otra capa de paja como colchón, formando una cama colectiva larga, con cuarenta centímetros de ancho para cada uno, ni más ni menos, medido al milímetro, tuvieran el grado que tuviesen, tanto si eran los dirigentes como los ordenanzas, gordos o flacos, viejos o enfermos. La única diferencia era que los hombres y las mujeres estaban separados. Las parejas que no tenían hijos a su cargo no podían vivir juntos. Todos estaban bajo la dirección de un delegado del ejército, y, como todos los efectivos militares, estaban divididos en escuadras, pelotones, compañías y batallones. Los altavoces empezaban a sonar a las seis de la mañana. Había que ponerse en pie y acabar de arreglarse en menos de veinte minutos. Luego tenían que colocarse en fila india delante de una pared en la que había colgado un retrato del gran Líder. Allí «pedían las instrucciones de la mañana» y cantaban las citas al son de la música. Mientras enarbolaban en la mano El Libro Rojo, debían gritar tres veces «Larga vida» y luego ir al comedor a comer el potaje. Después se reunían para estudiar durante media hora Las obras de Mao y, al fin, salían a labrar la tierra con la azada al hombro. Todos compartían la misma suerte, ¿para qué luchar?
El día en que se libró del trabajo manual para redactar la autocrítica que le habían impuesto, era como si tuviera la peste; los demás tenían miedo de que les contagiara y nadie se atrevía a hablar con él. Pero no sabía qué era lo que habían descubierto de él para obligarle a la autocrítica. Un día, al entrar en la letrina al aire libre, le cerró el paso a un tipo con el que tenía una buena relación y, mientras desataba su pantalón para fingir orinar, le preguntó en voz baja: «Oye, ¿qué les pasa conmigo?».
El tipo se puso a tosiquear, con la cabeza gacha, absorto en su ocupación, sin mirarlo. Él no pudo hacer otra cosa que irse de allí: lo vigilaban hasta en los lavabos. El tipo que tenía el honor de ser el encargado de la vigilancia estaba detrás de la pared aparentando mirar al vacío.
Durante la reunión que organizaron para ayudarlo -una pretendida ayuda-, utilizaron la presión de las masas para que reconociera sus errores, pero la palabra error tenía el mismo sentido que la de crimen. Las masas eran como una jauría de perros que se precipitan para morder obedeciendo al látigo de su amo, tomando como única precaución no recibir ningún latigazo. Ya había entendido con claridad la naturaleza de esa cosa infalible que son las masas en movimiento.
Las intervenciones, preparadas con anterioridad, eran cada vez más incisivas y violentas. Previamente se recurría a las Citas del Presidente Mao para confrontarlas con sus palabras y sus actos. Dejó sus cuadernos de apuntes sobre la mesa para tomar nota de todo, expresando claramente con aquel gesto voluntario que, si un día la situación cambiaba, no perdonaría a nadie. Con todas las maquinaciones tramadas por los movimientos políticos los años anteriores, los hombres se habían convertido en jugadores y canallas de la revolución, la suerte decidía quién sería el ganador y el perdedor, aunque a los ganadores se les consideraría héroes y a los perdedores, fantasmas rencorosos.
Apuntaba rápidamente, esforzándose para no perderse el más mínimo detalle, sin ocultar que esperaba que llegara el día en que pudiera devolver ojo por ojo y diente por diente. Un tal Tang, un hombre calvo y con aspecto senil precoz, estaba pronunciando un discurso; enrojecía progresivamente, utilizando los aforismos del venerable Mao acerca de la lucha contra los enemigos. Él dejó deliberadamente su bolígrafo sobre la mesa para clavar los ojos en aquel hombre; la mano de aquel tipo empezaba a temblar mientras sostenía El Libro Rajo. Seguramente, llevado por la fuerza de la inercia, no conseguía contenerse, hablaba cada vez con mayor entusiasmo y soltaba saliva al hablar. De hecho, aquel hombre también estaba aterrado; hijo de una familia de terratenientes, no pudo participar en ninguna organización de masas y quería aprovechar esa ocasión para manifestarse y adular a la dirección con su servicio meritorio.
Sólo podía elegir a un ser débil como Tang, que buscaba sobrevivir en medio del terror, para soltar unas maldiciones, tirar su bolígrafo y declarar que no asistiría más a aquel tipo de encuentros hasta que se hubieran aclarado sus acusaciones. Luego salió del local de la reunión, una era pavimentada de cemento. Excepto algunos jefes de compañía y de pelotón designados por el delegado del ejército, buena parte del centenar de hombres de la compañía que asistían a aquella reunión eran de la misma facción que él. Como en el ambiente no se percibía aún la posibilidad de una condena inmediata, se arriesgó a comportarse de esa manera para intentar asentar las posiciones de su facción. Por supuesto, sabía que eso no impediría que hicieran todo tipo de conjeturas sobre los delitos que debía de haber cometido y que tenía que escapar de aquella escuela de funcionarios antes de caer en sus redes.