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– Eso es, es a ti a quien le da vueltas la cabeza y no a la roca.

– Claro…

Estás totalmente aturdido.

– ¡Tú no eres una piedra! -dice el hombre con un tono categórico.

– Claro que no soy una piedra -reconoces-. ¿Ahora puedo bajar?

– ¡Eres mucho menos sólido que esta piedra! ¡Estoy hablando de ti!

– Claro… -Te dispones a bajar.

– Espera. Subido sobre esta piedra ves mucho más lejos que cuando estás abajo, ¿no es cierto?

– Naturalmente.

– En ese caso, ¿qué ves a lo lejos? Si miras todo recto hacia delante, ¿qué ves?

– ¿El horizonte?

– ¿Qué tiene que ver el horizonte? Siempre se ve, ¿no? Te estoy hablando de lo que hay encima del horizonte, mira bien…

– ¿Qué quiere que mire?

– ¿No ves nada?

– ¿Se refiere al cielo?

– Fíjate mejor.

– No puedo.

Le dices que no ves bien, estás deslumbrado, sólo ves muchos colores.

– ¡Eso es! ¡Ahí están todos los colores que queramos, qué magnífico cielo! ¡La esperanza está delante de nosotros, ahora parece que por fin has abierto los ojos!

– Entonces, ¿puedo bajar? -preguntas, cerrando los ojos.

– ¡Mira un poco más el sol! Si esta vez miras fijamente al sol, descubrirás, escucha bien lo que te digo, descubrirás milagros. ¡Milagros inimaginables!

– ¿Qué milagros? -preguntas, tapándote los ojos.

El tipo te agarra la mano, tienes la sensación de que te sostiene un poco, sólo oyes el viento que sopla dulcemente en tus oídos, y te dice:

– ¡Qué luminoso es este mundo!

El hombre separa tu mano que te tapa los ojos y ves en el cielo un agujero sin fondo de color azul oscuro; empiezas a sentirte aturdido.

– Estás aturdido, ¿no es cierto? Cuando un hombre ve un milagro, siempre se siente aturdido, de lo contrario, no sería un milagro.

Dices que quieres sentarte.

– ¡Tienes que perseverar! -ordena.

Dices que ya no puedes más.

– Tienes que perseverar, pase lo que pase; todo el mundo lo hace, ¿por qué tu no? -te reprocha.

Ya no aguantas más de pie, te caes bocabajo sobre la piedra y pides ayuda, tienes ganas de vomitar.

– ¡Abre la boca! ¡Grita todo lo que tengas que gritar! ¡Llama a quien quieras!

Sigues las órdenes de ese tipo y gritas con todas tus fuerzas. Sigues sintiendo náuseas, y acabas vomitando sobre esa piedra sólida un líquido amargo.

La justicia, el ideal, la moralidad y los principios más científicos, las responsabilidades que te incumben, tu trabajo intelectual y tus esfuerzos físicos, las revoluciones ininterrumpidas, los sacrificios sin fin, Dios o los salvadores, los héroes o los hombres modélicos, el Estado y el Partido que lo domina, todo eso está edificado sobre la piedra.

Nada más abrir la boca, has gritado y caído en la trampa de ese tipo. La justicia que buscas es él; mientras te has lanzado a un combate encarnizado a todos lados, también has gritado sus eslóganes, has perdido tu propio lenguaje, todo lo que has repetido como un loro sólo eran palabras de lorito, has sido reeducado, han borrado tu memoria, has perdido tu cerebro y te has convertido en el discípulo de ese maestro. Has tenido que creer en él, has pasado a ser su criado, su cómplice, te has sacrificado por él, y a ti te han sacrificado como ofrenda a su altar cuando ya no te han necesitado, te han enterrado o incinerado con él para realzar su brillante imagen. Tus cenizas deberán dejarse llevar por su viento hasta que él repose definitivamente en paz y todo haya terminado. Entonces serás como esas innumerables motas de polvo y desaparecerás sin dejar huella.

21

Lin salía del cobertizo, situado a la entrada del gran edificio, con la cabeza gacha empujando la bicicleta. Esos últimos días, lo evitaba constantemente. Él le cerró el paso con su bicicleta y levantó expresamente la rueda delantera para chocar con la de Lin. Ella alzó la vista y le dirigió una sonrisa forzada, como si quisiera pedir perdón, como si lo hubiera arrollado ella.

– ¡Salgamos juntos! -dijo él.

Pero Lin no tenía la intención de montarse en la bicicleta, como hacían antes, y dejar una cierta distancia entre ellos, para seguirlo a un lugar en el que no hubiera nadie. De hecho, durante esa gran revolución, todos los parques estaban cerrados por la noche. Caminaron uno al lado del otro empujando la bicicleta durante un buen rato, pero no sabían qué decir. Los muros que rodeaban las calles estaban cubiertos de eslóganes de los estudiantes rebeldes que recubrían los eslóganes de las viejas guardias rojas de sangre pura, tapando frases como «Eliminar a todos los monstruos». Todas las críticas se dirigían hacia los altos cargos políticos.

«¡Inclinad la cabeza ante las masas revolucionarias, Yu Qiuli debe reconocer sus crímenes!»

«¡Tan Zhenlin, ha llegado tu hora!»

Lin ya no llevaba el brazalete e intentaba esconder su cara, envuelta en un pañuelo grisáceo de grandes franjas, para no llamar la atención; también vestía ropa sencilla de algodón y de un color gris azulado, con la intención de pasar desapercibida entre la gente. Había perdido todo su encanto. Los restaurantes cerraban pronto por la noche, no había ningún lugar adonde ir y no podían decir nada; dos seres caminaban bajo el viento frío empujando sus bicicletas, dejando claramente algo de distancia entre ellos. Algunos trozos de dazibaos, levantados por el viento de arena, volaban bajo las farolas.

Estaba un poco emocionado, confrontado con ese combate a vida o muerte para conseguir algo de justicia, pero que claramente estaba acabando con su historia de amor con Lin, lo que le causaba una profunda tristeza. Seguía teniendo ganas de mantener su relación con ella, pero se preguntaba cómo abordar ese asunto y dar la vuelta a la situación con igualdad, para que se tratara únicamente de recibir el amor que Lin le despertaba. Quería mostrarle su solicitud y le preguntó por sus padres. Ella no respondió y continuaron caminando en silencio, sin saber qué decirse. Lin fue la primera que dijo algo.

– Tu padre parece tener problemas por su pasado.

– ¿Qué clase de problemas? -preguntó con cierta extrañeza.

– Sólo quiero que lo tengas en cuenta -respondió Lin en tono neutro.

– Nunca ha sido miembro de ningún partido -replicó de inmediato, siguiendo una especie de instinto de protección.

– Parece ser que… -continuó Lin antes de detenerse.

– ¿Parece ser que qué? -preguntó, parando en seco.

– Sólo he oído rumores.

Lin siguió empujando su bicicleta sin mirarlo. Todavía creía que estaba por encima de él, siempre advirtiéndolo de algún peligro, protegiéndolo para que no hiciera tonterías. Pero él comprendió que si actuaba así ya no era por amor, era como si sospechara que le había ocultado su origen. Esa protección no estaba exenta de desconfianza. Por eso argumentó:

– Antes de la Liberación, mi padre era responsable de una sección del banco, también trabajó de jefe de departamento en una sociedad naviera y fue periodista en un periódico comercial privado, ¿qué tiene eso de malo?

También hubiera podido recordar que, cuando era niño, su padre escondía en el fondo de una cómoda, en una caja de zapatos llena de monedas de plata, un pequeño libro intenso, Sobre la nueva democracia de Mao, pero no lo dijo; era inútil. Se sintió de nuevo agraviado, más por su padre que por sí mismo.

– Dicen que tu padre era un directivo de alta categoría…

– ¿Y qué tiene que ver? También ha sido un empleado auxiliar; luego lo despidieron, hasta estuvo una temporada sin trabajo, antes de la Liberación. ¡Nunca ha sido un capitalista y jamás ha representado al patronato!

Estaba indignado, pero de inmediato sintió su debilidad, ya no había forma de recuperar la confianza de Lin.

Ella continuaba en silencio.

Se detuvo ante un gran eslogan que acababan de pegar, dejó apoyada la bicicleta y preguntó a Lin:

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