– ¿Qué edad tenía cuando murió? -preguntas a Sylvie.
– Era mayor que yo…, nueve años. Tenía más de treinta y ocho años.
– No era muy mayor. ¿Nunca se casó? -preguntas.
– No. Vivió con un hombre, pero luego se separaron.
– ¿Cómo murió?
– No lo sé. Cuando hacía cuatro días que había muerto, su madre me telefoneó para hablarme de aquella cinta que grabó. Se la pedí, pero me dijo que no quería dármela; entonces le dije que mi voz también estaba y que quería guardarla como recuerdo.
– ¿No le preguntaste a su madre cómo murió?
– Su madre no me dijo gran cosa, sólo que se había suicidado. No quiso verme. Me conocía, pero me envió la cinta por correo; mi dirección estaba en la agenda de Martina.
Te muestra una fotografía de Martina, una joven con los ojos y la boca muy marcados; está riendo, con la boca totalmente abierta. Si se compara con los ojos marrón claro de Sylvie, ella tiene una mirada mucho más profunda, quizá debido al maquillaje. La foto fue tomada en España, donde pasaron un verano, unos diez años antes. Junto a Martina está Vincent, su compañero en aquella época, delgado, con los ojos hundidos, sin afeitar; tenía un microbús. Sylvie también estaba con un chico muy guapo, Jean; está detrás de ella en la foto. Entonces Sylvie acababa de entrar en la universidad, Jean tenía dos años más que ella. Según lo que él comentaba, ella era su primera amante de verdad. Ella prefería creerlo, a pesar de que él ya hubiera tenido relaciones sexuales antes. Te muestra también un álbum en el que hay otra fotografía de Martina, un año antes de su muerte, con la comisura de sus labios hacia abajo; ya parece una mujer marchita. Sylvie dice que era mucho más guapa de lo que salía en las fotos, desprendía una especie de seducción de mujer madura, una especie de lasitud triste.
Le cuesta explicar qué sentía por Martina; podían hablar de todo entre ellas, pero se distanciaron bastante durante unos años. Después del regreso de España, Sylvie estaba harta de Martina. Dice que ya no la aguantaba. Con Jean llevaban una tienda de campaña. Una noche llovió mucho, la tienda estaba fatal, no conseguían dormir. Martina les dijo que fueran al microbús. Subieron delante y se apoyaron el uno contra el otro para intentar conciliar el sueño. Martina quiso que ella se acostara detrás, con ella, pero cuando lo hizo, se puso a hacer el amor con Vincent. Ella se sintió incómoda y fingió dormir. Luego, sin saber muy bien cómo ocurrió, Martina pasó a la parte de delante, y dejó a Vincent junto a ella, medio dormida; fuera llovía. Cuando empezaba a amanecer, oyó que Martina y Jean estaban haciendo el amor, mientras Vincent deslizaba una mano bajo su camiseta. Ella también hizo el amor con él; la lluvia caía con fuerza sobre el microbús, todo era muy natural. Al día siguiente se hospedaron en un hotel. Vincent pidió una habitación para todos, con una cama adicional. Martina dijo sonriente que la cama grande sería para Vincent y ella. Sylvie no se negó, Jean no dijo una palabra. Era la primera vez que ella oía a Jean gritar mientras hacía el amor y ella también gritó. Fue a partir de ese día cuando empezó a chupársela a los hombres.
La vida es así; Martina y Vincent se separaron, no amaba en absoluto a aquel hombre. ¿Cuánto tiempo estuvo con Jean? No se lo preguntó, pero ella ya no lo amaba, dejó de interesarse por él y empezó a tener otros amigos.
– ¿Quieres que continúe? -te pregunta ella en un tono ligeramente burlón. Dice también que le gustaría saber si, cuando grabó aquella conversación, Martina ya había decidido suicidarse y por qué no se lo contó. Ahora no la odiaba por eso, ya formaba parte del pasado. Aquel sentimiento a la vez destructivo y excitante ya no le daba vértigo. ¿Era una idea absurda de Martina o una trampa de Vincent? Pero ella cayó de lleno. No odiaba a nadie, probó la embriaguez y la amargura; la culpabilidad y el placer estaban más allá de la moral. No podía explicar claramente lo que sentía por Martina y, además, ella era la única persona con quien podía hablar con sinceridad.
– Vosotros, los hombres, no podéis entender los sentimientos entre dos mujeres; no lo interpretes mal.
Ella quiere decir que no es homosexual, que entre Martina y ella nunca ha habido nada de lo que imagináis los hombres y que sabe muy bien lo que tú vas a imaginar. Podría decirte que todavía se siente unida a Martina, que comprende por qué se suicidó. No estaba loca, pero su familia quería curarla como si de verdad lo estuviera. Sin embargo, todo era pura fachada. En realidad, su madre no aguantaba que su hija se convirtiera en una puta, aunque no lo era, nunca lo fue; tan sólo era una mujer que nadie entendía, que nadie quería entender. Eso es todo.
52
– ¡La victoria para el pueblo!
Esto fue lo que gritaron en la tribuna de Tiananmen. Sin embargo, no fue el pueblo quien consiguió la victoria, sino el Partido, el Partido que aplastó de nuevo a un grupo antipartido. Menos de un mes después de la muerte de Alao, el Partido metió en la cárcel a su viuda, Jian Qing, y el pueblo se echó de nuevo a la plaza Tiananmen para celebrar la victoria: ¡El Partido siempre tenía razón! ¡Siempre era glorioso! ¡Siempre grandioso! Y Mao Zedong permanecía inmortal, mientras su cuerpo reposaba tranquilamente en un féretro de cristal y el pueblo iba a contemplarlo.
Muchos altos cargos del Partido fueron rehabilitados, recuperaron sus puestos o incluso los ascendieron, y algunos de los que él protegió, sobre todo la camarada Wang Qi, recordaron lo que había hecho por ellos y le hicieron volver a Beijing, a él, un simple ciudadano. En Dashalan, en una calle estrecha, más allá de Qianmen, se encontró de frente con el gran Li, antiguo compañero con el que se rebeló. Durante los años de control militar, éste fue objeto de varias investigaciones y permaneció aislado durante más de dos años. En ese momento acababa de salir del hospital psiquiátrico donde había estado encerrado durante tres o cuatro años. El gran Li lo reconoció, le tomó la mano con fuerza y se echó a reír, mirándolo fijamente a los ojos. Los de su institución le dijeron que Li se había vuelto loco y que se reía siempre que encontraba a algún conocido. Así era, efectivamente. Estaban en medio de una calle llena de gente, obstaculizando el paso en la estrecha acera; Li no le soltaba la mano, tenía una expresión risueña. Él no quería retrasarse; intercambiaron algunas palabras, apartó la mano y se alejó rápidamente.
A Danian lo detuvieron oficialmente, colocándole unas esposas en las muñecas. Tras la disolución de la comisión de control militar por sus «errores de línea política», lo aislaron y lo sometieron a una investigación, antes de que el nuevo delegado del ejército denunciara sus crímenes en el transcurso de una asamblea general. Era responsable de la muerte de dos personas: sus hombres torturaron y obligaron a hablar a Lao Liu una noche en el sótano del gran edificio de su institución. Le calentaron las tripas con un cable eléctrico forrado de caucho, luego lo llevaron hasta la última planta del edificio y lo tiraron al vacío para que los demás pensaran que se trataba de un suicidio. A una china de ultramar que había vuelto del extranjero también le ocurrió lo mismo. La torturaron con descargas eléctricas y la obligaron a confesar delante de una grabadora que era una espía de Taiwan; también tuvo que delatar las distintas ramificaciones de la red y los nombres de todos los niveles, con el fin de desenmascarar a los altos cargos disidentes. Algo parecido le ocurrió al ex teniente implicado en este complot.
El marido de Wang Qi, que fue acusado de miembro de la banda negra antipartido, volvió al trabajo en el comité central del Partido y entró en una comisión de examen especial de las nuevas bandas antipartido. Wang Qi subió de escalafón; había envejecido, pero todavía parecía más benévola que antes. Durante el control militar a ella también la investigaron y la encerraron sola más de seis meses en un pequeño cuarto de un almacén. En el techo, una bombilla de cien vatios iluminaba el lugar de día y de noche. El interruptor estaba fuera del habitáculo y habían tapado la ventana con un cartón grueso que no dejaba ver si era de día o de noche. Ella tenía que escribir sin descanso las actividades que había llevado a cabo en la época del Guomindang en Beijing, cuando pertenecía al movimiento estudiantil clandestino. Le dijo que se trastornó por completo en aquella época. Cuando cerraba los ojos tenía la impresión de que su cuerpo giraba sin parar y que las piernas estaban por encima de la cabeza. Le explicó que, aun así, su situación era privilegiada, ya que no la torturaron físicamente, ni la humillaron, probablemente debido a su edad y porque algunos de sus antiguos camaradas todavía estaban en funciones en el seno del ejército y seguramente la protegieron.