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– ¿Quién te ha dicho que traigas el fusil? -preguntó Lao Tao, el responsable de la milicia, en claro tono de reproche.

– ¿No es una formación de emergencia?

– ¡Sí que lo es, pero nadie ha dicho nada de una actividad armada!

El joven no parecía comprender la diferencia entre las dos cosas y preguntó:

– ¿Qué hay que hacer entonces? Hemos traído todos los fusiles de la milicia.

– ¡No salgáis con las armas por cualquier sitio! ¡Dejadlas en la oficina de armamento y esperad las órdenes en el patio!

Así supo que las milicias de todo el distrito, desde la cabeza de distrito hasta los pequeños pueblos y aldeas, debían proceder en conjunto, a las doce de la noche, a «una gran escucha y un gran registro»: esta orden urgente la había dado el comité revolucionario del distrito. Las casas de los que estuvieran dentro de las cinco categorías: terratenientes, campesinos ricos, contrarrevolucionarios, malos elementos y elementos derechistas eran los principales objetivos de esta «gran escucha» y, al menor movimiento sospechoso, había que hacer un registro profundo. Hacia medianoche, el jefe del comité revolucionario, Liu, y el responsable de la milicia, Lao Tao, fueron al patio y pronunciaron un discurso haciendo un llamamiento a la lucha de clases, luego distribuyeron las tareas de los asistentes. Las milicias se pusieron en camino una tras otra, y la tranquilidad volvió a la estancia. Los perros del pueblo fueron los primeros en ladrar, luego les siguieron muchos otros que respondían al eco.

Sentado sobre la cama de plancha de madera, Lu se quitó los zapatos, estiró las piernas y le preguntó por su familia. El le explicó solamente que su padre también había ido al campo, pero no dijo nada de su intento de suicidio. Añadió que su tío paterno también había tenido un alto cargo en la guerrilla. En aquel momento todavía no sabía lo que le ocurrió a ese viejo veterano revolucionario: nada más ingresar en un hospital militar con síntomas de gripe, le pusieron una inyección y dio su último suspiro unas horas más tarde. También añadió que conocía muy poco a la gente del pueblo y los lugares de la comarca, y le agradeció el interés que mostraba por él. Lu meditó un poco antes de decir:

– Queremos que la escuela del burgo vuelva a funcionar, para enseñar los conocimientos básicos y unas mínimas nociones de lectura, tú podrías ser el profesor de la escuela.

Lu explicó que, en su infancia, su familia era muy pobre, pero tuvo la suerte de que el viejo profesor de la escuela privada del pueblo lo acogiera en sus clases gratuitamente, por pura generosidad, y de ese modo consiguió estudiar un poco, lo que luego le sería de gran utilidad en su vida.

Dos o tres horas transcurrieron de ese modo, el ruido volvió al patio y a las habitaciones, las milicias volvían una tras otra con su botín. No detuvieron a ningún contrarrevolucionario, pero al registrar las casas de los elementos que pertenecían a las cinco categorías encontraron un poco de dinero en efectivo y algunos cupones de cereales. También descubrieron in fraganti a una pareja de adúlteros. El hombre era el herrero de la cooperativa de artesanía del burgo y la mujer era la esposa de Boca Torcida, el farmacéutico de la botica de medicina tradicional: su marido se había marchado a la cabeza de distrito, pero en la habitación oyeron muchos gemidos, comentaban los milicianos que los sorprendieron; estuvieron con la oreja pegada a la ventana durante un buen rato. Se reían a carcajadas al contar aquella escena.

– ¿Y dónde están? -preguntó desde fuera Lao Tao.

– Están acurrucados en el patio.

– ¿Vestidos o desnudos?

– La mujer está vestida, pero el herrero está como vino al mundo.

– ¡Decidle que se ponga un pantalón!

– Sólo se ha traído unos calzoncillos. No le hemos dado tiempo de vestirse. Nos dijeron que deberíamos detener inmediatamente a los que cometieran algún delito, de lo contrario podrían no reconocer los hechos.

En la habitación, Lu ordenó:

– ¡Decidles que escriban una autocrítica y soltadlos!

Segundos más tarde, un miembro de las milicias gritó:

– ¡Secretario Lu, el herrero dice que no sabe escribir!

– Que alguien anote lo que diga. Luego, que firme con la huella del dedo -ordenó Tao, responsable de la milicia.

– Vamos a dormir -le dijo Lu, mientras se volvía a poner los zapatos. Al salir del cuarto, añadió mirando a Tao:

– ¡No vale la pena ocuparse de estas cosas!

En el patio, la mujer estaba con la cabeza gacha, acurrucada contra una pared, el herrero, en calzoncillos, se golpeaba la frente contra el suelo y repetía sin cesar mirando a Lu:

– ¡Secretario Lu, es usted un buen hombre, mi benefactor, no lo olvidaré nunca!

– ¡Vaya espectáculo que habéis dado, marchaos! ¡Y no lo volváis a hacer!

Dicho esto, Lu salió con él al patio.

Aún no había amanecido, el aire era húmedo, el rocío abundante. La bondad del secretario Lu era realmente tan alta como la montaña, acababa de darle también una oportunidad, pensó. Mientras hubiera en el mundo grandes reyes de la montaña como él, valía la pena vivir.

A partir de ese día, cuando pasaba por la pequeña calle del burgo y encontraba a los funcionarios y dirigentes de la comuna o al único policía de la comisaría, se daban una palmada en el hombro, se saludaban efusivamente o se ofrecían un cigarrillo. Más tarde, el colegio abrió sus puertas y entraron los niños que no habían conseguido acabar sus estudios. Estudiarían dos años. Lo llamaban curso de primer ciclo de secundaria. Se trasladó a aquella escuela que había permanecido desocupada durante varios años. A partir de entonces, los de la comarca le llamaron «profesor». Todas las sospechas y las preguntas que se hacían sobre él parecían haber desaparecido.

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Si hubieras aprendido a mirar el mundo con el rostro risueño del buda Amitabha, serías feliz, la paz reinaría en tu corazón y habrías alcanzado el nirvana.

Comías y bebías con los funcionarios de la comarca, los escuchabas decir sus tonterías, fanfarronear y hablar de mujeres.

– ¿Has tocado a Maomei?

– ¡No digas tonterías, es virgen!

– Venga, dilo, ¿la has tocado o no?

– Ja, ja, ¿cómo sabes que es virgen?

– No sabes lo que dices, ¡la han ascendido a jefa de la milicia popular!

– ¿Cómo fue ascendida? ¡Dilo, hijo de perra!

– Es una digna descendiente revolucionaria de origen impecable, ¡habla con algo más de respeto!

– ¡Joder, si eres tú el que nunca tiene respeto por nada!

– ¿Has bebido demasiado o qué, hijo de perra?

– ¿Quieres pelear?

– ¡Anda, bebe, bebe!

Así es la vida, ¡sólo estábamos contentos después de haber bebido bastante alcohol! Tendrías que hablarles también del medio de conseguir un abeto para fabricar dos baúles y encontrar madera barata a precio de compra oficial, porque un día u otro tendrías que construirte una casa, ya que te habías instalado en ese lugar de forma definitiva. Pero era un proyecto tan lejano para ti que primero te gustaría hacer un huerto, construir una pocilga, ¿acaso se podía vivir sin criar algún cerdo? Mientras dabas conversación y hablabas con ellos de estas u otras bobadas, eras uno más y tu presencia no llamaba la atención.

Contemplaste los relieves de la mesa, no quedaba casi nada en los grandes tazones, habíais acabado con nueve de las diez botellas de alcohol de patata, que quemaba la garganta al tragar, y la décima ya estaba por la mitad. Apartaste a un hombre borracho que se había desplomado bajo la mesa y se apoyaba contra tu pierna, luego apartaste tu taburete y te levantaste, el hombre borracho se tumbó entonces cuan largo era en el suelo y se puso a roncar. En el comedor, todos los invitados habían bebido demasiado; tanto los que estaban en el suelo como los que todavía seguían en la mesa, todos tenían en la cara la misma expresión de idiotas. Tan sólo el dueño de la casa, Lao Zhao, un jorobado, estaba perfectamente sentado a la mesa y bebía a grandes sorbos sonoros su sopa de pollo, para no perder su dignidad como secretario de célula del Partido de la brigada de producción. Además, era un gran bebedor y aguantaba muy bien el alcohol.

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