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Llamó a la puerta de la oficina de correos de la cabeza de distrito durante media hora, y a las ventanas que daban a la calle, hasta que se encendió la luz y alguien vino a abrirle. El explicó que venía de la escuela de funcionarios y que tenía que telegrafiar un documento oficial. Le había costado mucho redactar el texto del telegrama, ya que había tenido que utilizar una fraseología pomposa que respetaba los reglamentos acerca del personal enviado al campo, al mismo tiempo que intentaba que su compañero, con el que no había tenido contacto desde hacía años, comprendiera que se trataba de una situación urgente, que tenía que encontrarle lo más rápidamente posible una comuna popular en la que se pudiera instalar, y que le enviara también lo antes posible un documento oficial en el que lo aceptaran como campesino; todo ello intentando no despertar las sospechas del funcionario de correos.

En el camino de vuelta, pasó delante de una estación que sólo tenía algunas salas rudimentarias y unas bombillas de luz amarillenta que iluminaban el desierto andén. Dos meses antes, el delegado del ejército lo designó para ir a la estación, junto a una docena de jóvenes considerados como los más resistentes, a recibir y ayudar a un nuevo grupo que iba a llegar de su institución: empleados, funcionarios y familiares -ni los ancianos, ni los enfermos, ni los niños habían podido librarse. Llegaron en un convoy especial de varias docenas de vagones, y la estación estaba repleta de todo tipo de muebles, bártulos, maletas, mesas, sillas y armarios roperos, también había grandes tinajas de verduras saladas; parecían refugiados. El delegado del ejército habló de «evacuación como previsión de una guerra», ya que los enfrentamientos fronterizos entre China y la URSS en Heilongjiang traían un olor a pólvora cada vez más fuerte a Beijing, e incluso las escuelas de funcionarios habían transmitido «la orden número uno de movilización en estado de alerta», firmada por el Vicecomandante en Jefe Lin Biao.

Una tinaja grande se rompió al descargarla del tren y el líquido que se derramó esparció por todas partes un olor de verduras en vinagre. El anciano, que trabajaba como guarda del patio trasero de la institución y se sentía orgulloso de su origen de clase obrera, empezó a soltar una sarta de insultos sin que se supiese a quién iban dirigidos exactamente, pero nadie lo detuvo. De todas maneras, ya no había forma de recuperar su reserva de verduras saladas para el invierno. Todos vigilaban sus bienes, envueltos en una bufanda para defenderse del viento invernal, sentados en silencio sobre las maletas y bultos, esperando que los llamaran para que los destinasen a un pueblo cercano a la escuela de funcionarios. Los niños, que tenían la cara amoratada debido al frío, se quejaban a los adultos, pero no se atrevían a llorar demasiado fuerte.

Los más de trescientos carros movilizados por varias comunas populares se agolpaban frente a la estación provocando los rebuznos de los burros, los relinchos de los caballos, los chasquidos de los látigos y una animación mayor todavía que en un día de mercado. Unos campesinos, subidos a sus carros o escurriéndose entre la multitud, sostenían en la mano la hoja de papel que les habían distribuido y gritaban con todas sus fuerzas los nombres de las personas que habían de recoger. Un pequeño coche estaba bloqueando el paso de las carretas y sus mulas, y no podía avanzar ni retroceder. El delegado del ejército, Song, que llevaba una insignia bermellón en el casco, un distintivo rojo en el cuello y un abrigo militar sobre los hombros, salió del coche y se dirigió al andén. Subió a un baúl de madera e intentó dar órdenes a diestro y siniestro. El delegado del ejército había empezado su carrera como corneta y ahora dirigía la escuela de funcionarios. Aunque no tenía una gran experiencia revolucionaria, se podía considerar que había estado en el campo de batalla. Sin embargo, no lograba que se movieran los carros de los campesinos y el desorden era cada vez mayor.

Entre el mediodía y el atardecer, consiguieron que todos los carros desaparecieran. Sin embargo, las maletas y los muebles, que era imposible transportar, permanecieron amontonados sobre el andén de la estación. El delegado del ejército le encargó, junto a algunos de sus compañeros, que se quedara vigilando las cosas. Los otros se cobijaron del viento en la sala de espera y él se protegió del frío con los armarios y maletas que amontonó. Luego compró una botella de aguardiente y dos panecillos de harina de maíz, endurecidos por el frío, antes de meterse en su rincón cubierto con una lona, desde donde contemplaba las luces amarillentas del andén. Pensó que necesitaba una mujer. Si tuviera mujer e hijos estaría en la misma situación que los que tienen una familia y podría alojarse en una casa de campesinos. De todas maneras, se cultivaban tierras por todas partes, al menos podría tener una casa y marcharse del dormitorio colectivo, donde todos se espiaban, y donde ni siquiera podían hablar en sueños, por miedo a que alguien pudiera escucharlos.

Volvió a pensar que, en las escuelas y las industrias, un año antes de que las controlase el ejército, siempre había conflictos armados. Recordó la noche que pasó, con una estudiante que no sabía dónde refugiarse, en un pequeño albergue bajo un dique del Yangzi. «Nosotros estamos predestinados a ser una generación sacrificada…»; la joven que se había atrevido a escribir eso en su carta debía de estar totalmente desesperada.

Era una época en la que no había guerra, pero los enemigos estaban por todas partes. Se creaban muchas líneas de defensa, aunque nadie pudiera defenderse. Estaba en un callejón sin salida. La única esperanza que le quedaba era encontrar un alojamiento en algún pueblo y una mujer. Pero también estaba a punto de perder incluso esa posibilidad.

Se apresuró a volver al pueblo antes del alba. El matrimonio Huang pasó toda la noche en vela esperándolo. Después de vestirse, encendieron la estufa de carbón importada de Beijing. La habitación se había calentado. La mujer de Huang cocinó pasta y le ofreció un tazón de sopa. No lo rechazó. No había cenado y había pedaleado con todas sus fuerzas durante cuarenta kilómetros. Tenía un hambre canina. Miraron cómo se tragaba el gran tazón de sopa de tallarines. Antes de salir, les hizo un ademán de mano y les dijo que nunca había estado en su casa. Y ellos repitieron: «Por supuesto, nunca has venido, nunca». Había hecho cuanto estaba en su mano, el resto era una cuestión de suerte.

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– ¿Nunca te persiguieron como a un auténtico enemigo? -suelta ella mientras remueve el café con una cucharilla pequeña.

– Siempre me libré por los pelos. ¿Qué otra cosa se puede decir?

– Pero ¿cómo lo hiciste? -pregunta con cierta indolencia.

– ¿Sabes lo que es el mimetismo? -dices esbozando una sonrisa en los labios-. Cuando un animal se enfrenta al peligro, sólo tiene dos opciones: o finge que está muerto, o se muestra como un enemigo terrible. Sea como sea, nunca puede perder la calma. Al contrario, debe permanecer impasible y a la espera del mejor momento para conseguir salir del apuro.

– Entonces, tú eres un zorro astuto -dice con una dulce sonrisa en los labios.

– Eso es -reconoces-. Cuando estás rodeado de perros salvajes, debes ser más astuto que un zorro, si no quieres que te hagan pedazos.

– Los hombres son como animales. Tú y yo somos animales. -Una especie de dolor atraviesa su voz-. Pero tú no eres un animal salvaje -dice ella.

– Si todos se volvieran locos, tú también te transformarías en un animal salvaje.

– ¿Eso es lo que tú crees que eres? -pregunta.

– ¿Por qué me preguntas eso?

Ahora te toca a ti hacer alguna pregunta.

– Por nada en concreto. Sólo por saberlo.

Ella baja la mirada.

– A veces, para mantener tus principios, no te queda otra opción que huir.

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