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– Casi todos los habitantes de estas montañas son campesinos que cultivan los campos en tiempos de paz, pero en los periodos de conflicto se transforman en bandidos. Aquí no son raras las decapitaciones. He crecido asistiendo a ese tipo de escenas. En aquella época, los bandidos que capturaban mantenían la cabeza erguida mientras esperaban que los decapitaran con un sable, su cara ni siquiera cambiaba de color. No es como ahora, que fusilan a los condenados de rodillas y les retuercen el pescuezo con un alambre. ¡Los guerrilleros eran unos auténticos bandidos! -Estas palabras horribles salieron de la boca de Lu con una pasmosa tranquilidad antes de concluir-: Pero tenían un objetivo político: acabar con los tiranos y repartir las tierras.

Lu no dijo que hoy las tierras que repartieron entre los campesinos habían sido de nuevo confiscadas y que los cereales se repartían per cápita, pero los sobrantes debían entregarse a las autoridades.

– Cuando los guerrilleros necesitaban dinero o víveres, se dedicaban a raptar y a ejecutar a los prisioneros, empleaban los mismos procedimientos violentos que los bandidos. Si alguna vez la mercancía no se llevaba al lugar que habían pactado antes, tomaban a un rehén vivo, lo ataban con las piernas abiertas sobre un bambú joven, estiraban la caña y, a una señal, la dejaban, ¡cortando al hombre en dos!

Si Lu no lo hizo personalmente, al menos lo vio hacer, y ahora quería darle algunos consejos.

– Tú eres un letrado del exterior, no creas que la vida es fácil en estas montañas, no creas que esto es un nido de paz. ¡Si uno no se establece sólidamente, es imposible quedarse en un lugar como éste!

Lu no empleaba el lenguaje oficial de los pequeños funcionarios que sólo querían trepar de escalón en escalón como si se tratara de una carrera. Al contrario, en ese momento estaba liquidando por completo lo poco que le quedaba en la cabeza de las fábulas revolucionarias. Quizá Lu lo necesitara un día e intentaba que fuera tan duro y tan feroz como él, para que se convirtiera en el asistente de este rey de la montaña cuando retomara el poder. Lu le habló de los intelectuales de las grandes ciudades que se habían unido a las guerrillas.

– ¿Qué entienden los estudiantes de la revolución? El viejo tenía razón al decir… -El viejo del que hablaba Lu era Mao-… que el poder nace del fusil. ¿Qué general o comisario político no tiene las manos manchadas de sangre?

El dijo que nunca sería general y que tenía miedo de pelear; pensó que era mejor decir estas palabras de antemano.

Lu respondió entonces:

– A mí no me apasiona el poder, de lo contrario no me habría refugiado aquí. Pero debes defenderte y estar atento para que no vengan a por ti.

Esta regla de supervivencia era la experiencia que Lu había vivido.

– Ve a hacer una investigación social entre la gente del burgo, les dirás que te envío yo. No necesitas una carta oficial, sólo debes decir que te he confiado la tarea de escribir la historia de la lucha de clases en este burgo y escucharás lo que te cuenten. Por supuesto, no te creas todo lo que te digan, y no hagas preguntas sobre lo que está ocurriendo actualmente; aunque les preguntes, no verás nada claro. Déjales hablar de lo que quieran, será como escuchar cuentos, y te darás cuenta de todo poco a poco. En otro tiempo, antes de que los coches pasaran, esto era un nido de asaltadores de caminos. No te fíes del herrero que se arrodilla delante de ti y parece dócil. Si le dejan, te tratará con toda delicadeza, pero, si le empujan, puede cortarte la cabeza con su hacha en cualquier campo. En la calle, la vieja coja que hierve el agua para el té, ¿crees que tiene los pies vendados? Eso no se hacía en estas montañas. Fue rehén de las guerrillas, le quitaron los zapatos en pleno invierno, se le helaron los dedos y se le cayeron, pero era una mujer, por eso no la mataron. Esta casa era suya, fusilaron a su padre, su hermano mayor murió en un campo de reeducación. Sólo le queda un hermano que, según cuentan, se fue al extranjero.

Así te educó el secretario Lu, así te educó también la vida, borrando de golpe la compasión, el sentido de la justicia, la indignación y el impulso que provocaban en ti.

– ¡Hemos bebido mucho! -dijo Lu-. Mañana por la mañana, cuando se te haya pasado la borrachera, vendrás conmigo a dar una vuelta por la montaña del sur. En la cima había un templo que fue bombardeado por los aviones japoneses. Los japoneses no llegaron hasta aquí, se quedaron en la cabeza de distrito, mientras que los guerrilleros se refugiaron en las montañas. Sólo pudieron destruir el templo. Lo construyó un monje después de la derrota de los Taiping. La rebelión de los Taiping surgió del crecimiento de los bandidos, pero como finalmente no consiguieron resistir a la corte imperial, algún superviviente vino a refugiarse aquí después de la derrota y se hizo monje. Sólo queda una estela rota con una inscripción incompleta, tendrás que descifrarla.

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El mundo cambia cuando se mira a través de un objetivo. Las cosas más feas pueden parecer magníficas. En aquella época, tenías una vieja cámara fotográfica y, durante aquellos años que pasaste en el campo, la llevabas cada vez que ibas a la montaña; era tu otro ojo. Has fotografiado los paisajes, la montaña cubierta de bambúes inclinados por el viento, esa ola verde esmeralda en forma de pluma que quedaba fija sobre el papel por el disparo del obturador. Por la noche revelabas las fotos en tu casa y, aunque perdieras los colores, las sombras y las luces del contraste entre el blanco y negro eran fascinantes; parecía un mundo de ensueño. Utilizabas carretes caducados, más de doscientos metros de película que compraste de saldo en un estudio cinematográfico gracias a un amigo de Beijing; pagaste por todo treinta yuans, casi un regalo. Entonces sólo se hacían documentales sobre las maravillas de la revolución. En las imágenes que mostraban se tocaban gongs y tambores y todos bailaban en un gran entusiasmo general, el Gran Dirigente pasaba revista a las guardias rojas, la bomba atómica explotaba con éxito, la anestesia con acupuntura resultaba muy eficaz, el pensamiento de Mao Ze-dong cosechaba nuevas victorias, a los enfermos se les hacía el trabajo ideológico antes de que les abrieran el pecho o el abdomen, a menos que se escalara el Everest y entonces la bandera roja flotara sobre el techo del mundo. Para todos aquellos documentales se utilizaba una película de un tono más o menos rojo, producto nacional. Tú preferías las fotos en blanco y negro, sin la confusión que traen los colores, y podías contemplarlas durante mucho tiempo sin que se te cansara la vista.

Te pasabas horas mirando aquellas casas de campo en blanco y negro, sus tejados de tejas grises, los estanques bajo la lluvia fina, y una gallina sobre un puente de madera. Te gustaba especialmente la fotografía de aquella gallina negra. Estaba delante de tu objetivo, levantando la cabeza para mirarlo después de haber picoteado por el suelo, sin entender qué era aquel juguete. Lo miraba con un ojo redondo de admiración y su pupila mostraba una gran vivacidad. Lo observaba con detenimiento, con la cabeza levantada. En su mirada veías insondables sobrentendidos.

También tenías una fotografía de unas ruinas que encontraste en un pueblo abandonado. La casa estaba llena de malas hierbas, el tejado hecho pedazos, ya no vivía nadie allí, sólo había escombros; no quedaba la menor huella del Gran Salto adelante. Aquel año les obligaron a entregar todos los cereales que se cosecharon y el pueblo sufrió una hambruna que convirtió a sus habitantes en fantasmas, incluido el secretario de la célula del Partido. Quién hubiera podido imaginar que el Partido no sólo se desentendería por completo de la suerte de la población, sino que llegaría incluso a colocar en la estación de autobuses de la cabeza de distrito a algunos hombres armados para vigilar a los ciudadanos e impedir que se marcharan a mendigar. Además, la cantidad de cereales que tocaban por persona se racionaba en la ciudad, mendigando tampoco se habría conseguido gran cosa. Los niños de cierta edad que vivían en aquellas montañas recordaban cómo intentaban calmar el hambre desenterrando raíces de bejuco. Cuando se las comían, tenían que hacer sus necesidades con el culo a la vista de sus amigos, ayudándose mutuamente a deshollinarse el trasero con un palo. Las costras que formaba el bejuco eran tan duras como las piedras, lo que hacía que su evacuación fuera extremadamente dolorosa. Te lo contaron tus alumnos. Por supuesto, eso no salía en tus fotos, pero la desolación que se podía captar era espléndida. Fijando una imagen con el objetivo, podías transformar una situación catastrófica en un simple paisaje.

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