En aquel momento su corazón empezó a latir con fuerza; sintió como se le encendían las mejillas y no pudo controlarse durante bastante rato.
Decidió romper su relación con Lin. La esperó a que acabara su trabajo y salieron juntos del gran edificio; sabía que se arriesgaban a que les viera alguien, tenía ganas de desafiarlos, pero le faltaban fuerzas para ese reto. Caminaron durante mucho tiempo empujando cada uno su bicicleta antes de que le explicara la conversación que había tenido.
– Pero ¿y a ellos qué les importa? -Lin no estaba de acuerdo-. ¡Que digan lo que quieran!
Él le dijo que ella podía tomárselo a la ligera, pero que él no.
– ¿Por qué? -Lin se detuvo.
– ¡Es una relación desigual! -replicó.
– ¿Por qué desigual? No lo entiendo.
– Es normal que no lo entiendas, porque tú lo tienes todo, y yo no tengo nada.
– ¡Pero yo quiero darte lo que pueda!
Dijo que no quería favores, ¡que no era un esclavo! De hecho, le habría gustado hablar de su situación insoportable, de su deseo de llevar una vida transparente, pero no supo explicarse.
– ¿Quién te esclaviza?
Lin se detuvo bajo una farola en la calle, lo miraba fijamente, llamando la atención de los peatones. Él sugirió que lo hablaran en un parque de la colina del Carbón; pero dejaban de vender entradas a las nueve y media y el parque cerraba a las diez. Le explicó al vigilante que saldrían muy rápido, y al final los dejó entrar.
Normalmente, para sus citas, se encontraban en aquel parque en cuanto salían del trabajo. Habían encontrado un bosque apartado de los senderos, desde donde se veían las luces de la ciudad. Lin podía entonces quitarse sus medias de seda, que eran particularmente fascinantes. Este tipo de artículo de lujo sólo lo vendían en las tiendas reservadas al personal que trabajaba para una misión en el extranjero y era imposible encontrarlo en las tiendas normales. Ya no tenían tiempo de subir a la colina, se contentaron con quedarse de pie bajo la sombra de un gran árbol que no estaba lejos de la entrada. Tenía que hablar claramente con Lin, decirle que tenían que poner fin a esa relación. Pero Lin se puso a llorar y él no sabía qué hacer; le tomó la cara con las dos manos y le secó las lágrimas de las mejillas. Sin embargo, Lin lloraba cada vez con mayor desconsuelo. La besó y se abrazaron como amantes, con el corazón roto. No pudo evitar besar su cara, sus labios, su cuello, sus senos y su vientre, cuando se oyó desde los altavoces:
– ¡Camaradas, prestad atención, por favor!
En aquella época, en todos los parques había altavoces estridentes que hacían vibrar los tímpanos de los viandantes cuando los ponían en marcha. Los días festivos emitían sin parar cantos revolucionarios, pero en días laborables sólo funcionaban durante el cierre de las puertas para echar a los visitantes.
– ¡Camaradas, prestad atención, por favor! ¡Es hora de desalojar el parque y cerrar las puertas!
Le rompió las medias bajo el vestido, pensó que sería la última vez. Lin lo estrechó contra ella con fuerza, le temblaba todo el cuerpo. Sin embargo, no sería la última vez; pero dejaron de dirigirse la palabra en el trabajo. En las citas posteriores, antes de separarse, debían fijar un lugar de encuentro preciso, en un punto concreto de un muro, o bajo un árbol que no estuviera iluminado por la luz de las farolas. En cuanto estaban en la calle, primero subía uno y luego el otro en la bicicleta, y respetaban una distancia de unos veinte metros entre ellos. Cuanto más secreta se hacía su relación, mayor gusto le cogía a los amores adúlteros, y veía con mayor claridad que aquello tenía que acabar un día u otro.
12
Te despierta el timbre del teléfono, no sabes si responder o no.
– Debe de ser una mujer, ¿has olvidado alguna cita? Con la cabeza apoyada sobre la almohada, te mira con los ojos adormilados y la cara vuelta hacia ti.
– Deben de llamar de recepción -dices tú.
– Mientras dormías, han llamado a la puerta -te dice con voz cansada.
Levantas la cabeza, un rayo de sol da sobre el respaldo de un sillón a través de la colgadura de terciopelo y las cortinas de gasa blanca. Han pasado el periódico por debajo de la puerta. Extiendes la mano para descolgar el auricular, pero el teléfono deja de sonar.
– ¿Hace mucho que te has despertado? -preguntas. -Estaba agotada, has roncado mientras dormías. -Me tendrías que haber despertado. ¿No has dormido nada?
Acaricias sus hombros redondos; ahora su cuerpo te resulta familiar, al igual que su dulce olor.
– He visto que dormías tan bien que he preferido dejarte, ya que hace dos noches que no pegas ojo.
Un velo cubre sus ojos profundos y su mirada se pierde.
– Te ha ocurrido lo mismo a ti, ¿verdad?
Tu mano se desliza por su hombro hacia abajo, agarras sus senos y los aprietas el uno contra el otro.
– ¿Me quieres volver a follar? -pregunta ella con cierto abatimiento, inclinando la cabeza hacia ti.
– ¡No, mujer! Margarita…
No sabes cómo explicarte.
– Ya te has desahogado suficiente; has dormido tranquilamente sobre mi cuerpo.
– Vaya, ¡como si fuera un animal!
– No pasa nada, todos los hombres sois como animales, pero las mujeres necesitamos sobre todo sentirnos seguras. -Se ríe con dulzura.
Le dices que te sientes bien con ella, que es realmente generosa.
– Eso depende de con quién estoy; no mimo a cualquiera.
– ¡Está claro!
Le dices que le agradeces que sea tan buena contigo.
– Sin embargo, tarde o temprano me olvidarás -te dice-. Bueno, dentro de nada, mañana mismo, ya que probablemente deben de ser ya las doce, lo que significa que vuelvo mañana a Alemania, y tú tienes que volver a París. No podremos estar juntos.
– ¡Seguro que nos volveremos a ver!
– Si nos volvemos a ver, será sólo como amigos; no quiero convertirme en tu amante.
Te aparta las manos de su pecho.
– Pero ¿por qué, Margarita?
Te sientas sobre la cama y la miras.
– Tienes una mujer en Francia -dice ella-, es imposible que no tengas pareja.
Su voz chirría. No sabes qué decir. El rayo de sol que daba sobre el respaldo del sillón ha descendido ligeramente.
– ¿Qué hora es?
– No sé.
– ¿Y tú, no tienes pareja? Seguro que sí.
Eso es todo lo que se te ocurre responderle.
– No me apetece continuar esta relación sexual contigo, pero pienso que podemos seguir siendo amigos, e incluso buenos amigos. No pensé que todo podría complicarse tanto de golpe.
– ¿Qué ocurre?
Le dices que la quieres.
– No, no me digas eso, no me lo creo, cuando un hombre hace el amor con una mujer, siempre dice lo mismo.
– Margarita, contigo no es lo mismo.
Te gustaría tranquilizarla.
– Es únicamente porque soy judía. ¿No has salido nunca con una? Tan sólo me has necesitado durante un tiempo, pero no me entiendes en absoluto.
Le dices que te encantaría comprenderla, pero permanece callada; tú le dices muchas cosas, pero sigue sin decir nada, te acuerdas de lo que murmuraba mientras hacíais el amor.
– Has deseado mi cuerpo, no a mí.
Después de decir eso, se encoge de hombros; pero le dices que te encantaría comprenderla, conocer su vida, sus sentimientos, quieres saberlo todo de ella.
– ¿Para poder escribir sobre eso?
– No, para que seamos buenos amigos, ya que no podemos ser amantes.
Le dices que ha despertado en ti muchas sensaciones, no sólo sexuales, creías haber olvidado todos esos recuerdos que ella ha reavivado.
– Creías haberlos olvidado, pero en realidad simplemente no pensabas en ellos. Es imposible borrar el sufrimiento, olvidar esas cosas.
Está tumbada de cara, tiene los ojos muy abiertos, sus ojos parecen de un gris azulado, sin maquillaje; en su pecho destacan los pezones rosa con sus pálidas aureolas. Se tapa con la sábana y te dice que no la mires así. Odia su cuerpo, ya te lo dijo mientras hacíais el amor.