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Para ti, en todo caso.

– Eres sincero -dice ella.

Tú se lo agradeces.

– Inútil agradecérmelo, todavía no tengo pruebas, hay que verlo.

– Es la verdad. Ocurrió así; sin embargo, después, me supo mal no haber podido hacerlo, pero ya no la volví a ver.

– Eso quiere decir que a pesar de todo la respetabas.

– No, en realidad tenía miedo -dices.

– ¿Miedo de qué? ¿De que te denunciara?

Dices que no se trataba de tu ex mujer, era otra; ella no pretendía denunciarte, estaba muy decidida a estar contigo, pero tú no te atreviste.

– ¿Por qué?

– Tenía miedo de que los vecinos se dieran cuenta, era una época terrible en China; no tengo ganas de hablar de nuevo del pasado.

– Habla, si hablas te sentirás más aliviado.

Ella parece comprender.

– Es mejor no hablar más de asuntos de mujeres.

Piensas que ella se está comportando como si fuera una buena hermana.

– ¿Por qué esto sería un asunto sólo de mujeres? Tanto los hombres como las mujeres somos todos seres humanos, siempre hay algo más aparte de las relaciones sexuales. Debe de ser también así entre tú y yo.

Ya no sabes de qué debes hablar con ella. De todos modos, no podéis meteros en la cama de inmediato. Examinas con atención un grabado de colores con el motivo cuidado en su cuadrado dorado.

Se quita las horquillas, se suelta el pelo y se desnuda mientras te explica que su padre volvió después a Alemania, que en Italia costaba ganarse la vida mucho más que en Alemania.

No le preguntas por su madre, guardas silencio prudentemente y te esfuerzas en no mirarla, pensando que no volverás a vivir de nuevo el sueño maravilloso de la noche pasada.

Ella entra en el cuarto de baño con un camisón largo. Deja la puerta abierta y continúa hablando mientras deja caer el agua:

– Fue después de la muerte de mi madre cuando empecé a estudiar chino en Alemania. Los estudios de la lengua china están muy desarrollados allí.

– ¿Por qué aprender chino? -preguntas tú.

Ella dice que quería alejarse lo máximo posible de Alemania. Cualquier día, si los neofascistas levantaban cabeza, podían denunciarla. Habla de sus vecinos de la calle en que vivía, aquellos hombres y aquellas mujeres perfectamente civilizados y elegantes, que siempre saludaban con un ademán frío de cabeza al cruzarse con ellos. Cuando se los encontraba durante el fin de semana, limpiando su coche hasta que reluciera, como si fuera un zapato, ella debía pararse un instante para decirles algo, pero ¿quién sabe si un día, si alguna vez el ambiente cambiara, como en Serbia recientemente, no serían los mismos que venderían, cazarían, violarían y también masacrarían a los judíos? Ellos o sus hijos.

– El fascismo no existe sólo en Alemania, nunca has vivido realmente en China, el terror de la Revolución Cultural no tiene nada que envidiar al fascismo -dices con frialdad.

– Pero no es lo mismo, los fascistas cometen un genocidio sólo porque en tus venas corre sangre judía, no es una cuestión de ideología, de punto de vista político. No tienen teoría -argumenta, elevando la voz.

– ¡Teoría de mierda! ¡No entiendes nada de China, tú no has vivido el terror rojo, esa enfermedad contagiosa puede hacer que todo el mundo se vuelva loco! -Ahora empiezas a irritarte tú.

Ella ya no dice nada. Lleva un camisón ancho, el sujetador en la mano, sale del cuarto de baño y levanta los hombros en tu dirección. Se sienta al borde de la cama, con la cabeza gacha; su cara está pálida, se ha quitado el lápiz de labios y el rímel, lo que refuerza su tierna feminidad.

– Perdona, ha sido por el deseo sexual.

Intentas justificarte, luego ríes amargamente.

– Duerme, venga.

Enciendes un cigarrillo, ella se levanta y viene frente a ti, te abraza contra su dulce pecho y te acaricia el pelo, luego murmura:

– Puedes dormir a mi lado, pero no tengo ganas de sexo, sólo quiero hablar contigo.

Necesita sumergirse de nuevo en su historia, mientras que tú, tú tienes ganas de olvidar.

Necesita llevar a cuestas el sufrimiento de los judíos y la vergüenza de la nación germánica. En cuanto a ti, necesitas percibir gracias a su cuerpo que todavía estás vivo en este instante.

Ella dice que en este instante no siente nada.

9

Sólo volvió a su habitación de madrugada, cuando acabó el interrogatorio. Los guardias rojos encerraron en la sala de reunión de la institución a su colega Lao Tan, que compartía la habitación con él. Lo aislaron para someterlo a una investigación más profunda, por lo que no pudo volver a su cuarto. Una vez cerró la puerta, levantó una esquina de la persiana y vio que, en el patio, las lámparas de los vecinos estaban apagadas. Volvió a colocar bien la persiana y verificó minuciosamente que no se filtraba nada de la luz del día a través de la ventana. Entonces abrió la puerta de la estufa de carbón, cerca de la cual había dejado un cubo hasta la mitad de agua, luego empezó a quemar sus manuscritos. También quemó una pila de cuadernos de notas y diarios que escribió desde que entró a la universidad. La estufa era pequeña, tenía que arrancar las páginas una a una y esperar a que el fuego las redujera a cenizas antes de sumergirlas en el cubo de agua; eso para evitar que un pedazo de papel que no estuviera del todo calcinado volara al exterior.

De uno de sus diarios se cayó una antigua foto, en la que aparecía con su padre y su madre. Su padre llevaba un traje de estilo occidental y una corbata. Su madre iba vestida con la ropa tradicional estilo manchú. Cuando ella todavía estaba viva, un día que la ayudaba a sacar las ropas de los cofres para airearlas, vio ese vestido chino de terciopelo azul oscuro y de flores de color naranja. La fotografía había perdido color. Su padre y su madre sonreían. Entre ellos, un niño delgaducho, que tenía unos brazos menudos, abría de par en par los ojos, como si esperara que un pequeño pájaro saliera volando de la máquina fotográfica. Sin dudarlo ni un segundo, tiró la fotografía al fuego y miró como rápidamente empezaba a arder. Su padre y su madre se abarquillaban y de pronto tuvo ganas de recuperarla. Demasiado tarde. La foto se enrolló y luego se desenrolló ante sus ojos: las siluetas de sus padres se convirtieron en cenizas, una blanca, otra negra, y el niño delgado de en medio empezó a amarillear…

Tal como iban vestidos sus padres, podían pasar por capitalistas o incluso por compradores a sueldo de algún extranjero. Quemó todo lo que se podía quemar, esforzándose en romper con el pasado, en enterrar y borrar sus recuerdos, porque, por aquel entonces, incluso los recuerdos pesaban demasiado.

Antes de quemar sus manuscritos y sus diarios, vio que a plena luz del día un grupo de las guardias rojas golpeaba hasta la muerte a una anciana, al lado del campo de deportes, cerca del concurrido barrio de Xidan. Era mediodía, la hora de la comida, la avenida estaba llena de gente; él pasaba en bicicleta. Unos diez chicos y unas pocas chicas que llevaban antiguos uniformes militares, con el brazalete rojo cubierto de caracteres negros en el brazo -estudiantes de entre quince y dieciséis años-, golpeaban con los cinturones a la anciana que estaba tumbada en el suelo. Llevaba una pancarta de madera atada al cuello, sobre la que estaba escrito «Mujer de terrateniente reaccionaria»; no podía moverse, pero continuaba quejándose. Los viandantes se mantenían a una cierta distancia y miraban la escena inmóviles, sin que ninguno intentara interponerse. Un policía, que llevaba un casco ancho y las manos protegidas por los guantes blancos, pasaba por allí, pero hizo como que no veía nada. De entre las guardias rojas, una chica con el cabello atado en dos pequeñas coletas, y que llevaba unas gafas de montura de color pálido que realzaban la finura de su rostro, también se puso a girar su cinturón hasta que la hebilla golpeó la cabeza gris espeluznada. La mujer lanzó un grito ahogado y rodó por el suelo protegiéndose la cabeza con las dos manos. La sangre le caía entre los dedos y ya no emitió ningún sonido más.

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