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Unos jóvenes isleños modernos han entrado. Algunos llevan cola de caballo; todos son chicos. La acomodadora de alta estatura y de pelo rubio les hace tomar asiento cerca de vosotros. Uno de ellos dice algo a la acomodadora. La música está demasiado alta, la chica se inclina para poder oírlo, poco después suelta una carcajada, mostrando unos dientes de un blanco resplandeciente bajo los neones. Luego les acerca otra pequeña mesa redonda. Está claro que esperan a más gente. Dos chicos se acarician las manos, tienen un aspecto totalmente distinguido. Al poco, piden la bebida.

– ¿Crees que después de 1997 los homosexuales podrán reunirse así? -te pregunta ella al oído acercándose a ti.

– En China no sólo era imposible que los homosexuales se reunieran en algún lugar, sino que si descubrían a uno de ellos, lo enviaban al laogai, o incluso lo podían fusilar.

Tú ya has visto los informes de la policía de la época de la Revolución Cultural, que más tarde se publicarían como documentos internos.

Ella se echa atrás en su asiento y no dice nada más. La música continúa igual de alta que antes.

– ¿Qué te parece si vamos a dar una vuelta? -sugieres.

Ella empuja el vaso que no ha apurado y se levanta. Salís. La pequeña calle está demasiado iluminada por las luces de neón. Pasan muchas personas por ahí, y circulan en medio de una animación incesante por los distintos bares. También hay algunas pastelerías y cafeterías más distinguidas.

– ¿Y estos bares, continuarán existiendo? -Está claro que habla de después de 1997.

– ¿Quién sabe? Aquí tienen talento para los negocios, lo único que quieren es conseguir dinero. Esta nación es así, no tienen el mismo espíritu de arrepentimiento que los alemanes -dices tú.

– ¿Crees que los alemanes tienen espíritu de arrepentimiento? Después de lo que ocurrió en Tiananmen en 1989, han continuado sus negocios con China como si no hubiera pasado nada.

– ¿Podemos dejar de hablar de política? -preguntas tú.

– No puedes huir de eso -dice ella.

– ¿Podemos huir al menos un poco? -insistes intentando ser lo más educado posible, esbozando una sonrisa.

Entonces te sonríe después de haberte mirado de hito en hito; luego dice:

– Bueno, vamos a comer, tengo hambre.

– ¿Occidental o chino?

– Chino, por supuesto. Me gusta Hong Kong, siempre es tan vivo, y se come muy bien y barato.

La llevas a un pequeño restaurante con buena iluminación, muy animado, lleno hasta los topes. Ella habla en chino con el camarero regordete. Pides algunas especialidades y directamente un viejo vino de Shaoxing. El camarero trae una botella sumergida en un cubo de agua caliente; luego, después de colocar la botella y poner unas ciruelas confitadas en las copas, le dice a ella: «Habla chino realmente así…». Levanta el dedo pulgar y añade: «¡Es raro, muy raro!».

Se siente feliz. Comenta:

– En Alemania estoy demasiado sola. De todas formas prefiero China. En invierno en Alemania hay demasiada nieve. Al volver a casa, en la calle no hay nadie, cada uno se encierra en su casa; por supuesto, no son como en China, son grandes, no hay todos los problemas que has mencionado. En Francfort vivo en un ático, pero tengo una planta entera para mí sola. Si vienes, podrás quedarte en mi casa, tendrás tu propia habitación.

– ¿No me quedaré en tu habitación? -aventuras tú.

– Sólo somos amigos -dice ella.

A la salida del restaurante, la calzada está cubierta de charcos, tú caminas por la derecha, ella por la izquierda. Estáis separados durante el camino. Tus relaciones con las mujeres nunca son fáciles. No sabes por qué fracasan ni por qué acaban enfriándose. Probablemente ya no tienes remedio. Es más fácil acostarse con una mujer que conocerla, tan sólo consigues tener encuentros fortuitos, para apaciguar un poco tu soledad.

– Ahora no tengo ganas de volver al hotel, paseemos un poco -dice ella.

Un bar da a la acera. Su gran ventanal apenas está iluminado por unas velas colocadas sobre las pequeñas mesas llenas de hombres y mujeres.

– ¿Entramos? -preguntas tú-. ¿O vamos a la orilla del mar?, será más romántico.

– He nacido en Venecia y he crecido a la orilla del mar -replica ella.

– Entonces podemos decir que eres italiana, es una ciudad maravillosa, con un sol deslumbrante.

Tienes ganas de volver a calentar un poco el ambiente, dices que has ido a la plaza San Marcos, que a medianoche las terrazas de los cafés y de los restaurantes estaban llenas, que del lado del mar, una orquesta tocaba al aire libre. Todavía recuerdas que era el Bolero de Ravel, su tema repetitivo flotaba en la noche. Las jóvenes chicas que paseaban por la plaza llevaban en la muñeca, en el cuello o sobre los cabellos un círculo de plástico fosforescente que los vendedores ambulantes vendían por las calles. Se las veía ir de un lado a otro. Bajo los puentes de piedra, las parejas de enamorados estaban sentadas o tumbadas en las góndolas tranquilamente. Algunas llevaban incluso delante una lámpara con una vela y se deslizaban por la superficie negra del mar. En Hong Kong, en cambio, no hay gusto por lo refinado, sólo es un paraíso para comer, beber e ir de compras.

– Pero todo eso sólo se monta para los turistas -dice ella-. ¿Estabas de viaje?

– En aquella época no podía permitirme ese lujo, me invitó una asociación de escritores italianos. Una vez allí, me dije que sería maravilloso encontrar a una veneciana para quedarme en aquella ciudad.

Ella interrumpe.

– Es una ciudad muerta, sin el menor aliento, sólo vive para el turismo, no tiene más vida que esa.

– Sea como sea, allí la gente vive muy feliz -dices.

Añades que cuando volviste al hotel, en plena noche, las calles estaban casi vacías, pero dos jóvenes italianas continuaban divirtiéndose ante el hotel. Bailaban alrededor de un radiocasete que había en el suelo. Las miraste un buen rato y te sonrieron. Hablaban en italiano, pero, aunque tú no entiendas italiano, viste claramente que no eran turistas.

– Tuviste suerte de no entender lo que te decían; intentaban ligar contigo -dice ella fríamente-, eran prostitutas.

– No estoy seguro -reflexionas un momento-. De todos modos, eran muy cálidas y adorables.

– Los italianos son todos cálidos. Difícil decir si son adorables.

– Exageras un poco, ¿no? -preguntas.

– ¿No les hiciste ninguna señal? -replica.

– No habría tenido suficiente dinero -dices.

– Yo tampoco soy una puta-dice.

Tú dices que es ella la que ha empezado a hablar de Italia.

– Nunca he vuelto.

– Bueno, no hablemos más de Italia.

Le echas una mirada, muy desanimado.

Una vez en el hotel, subís a la habitación.

– No hacemos el amor, ¿de acuerdo? -dice ella.

– De acuerdo, pero no podemos partir en dos esta gran cama.

Intentas ocultar tu desengaño.

– Podemos dormir cada uno en su lado, o charlar tranquilamente.

– ¿Hablar hasta que amanezca?

– ¿Nunca has dormido con una mujer sin tocarla?

– Claro, con mi ex mujer.

– Eso no cuenta, ya no la querías.

– No sólo no la quería, sino que, además, tenía miedo de que me denunciara…

– ¿Por las relaciones con otras mujeres?

– No, era imposible tener otra mujer en aquella época, tenía miedo de que denunciara mis ideas reaccionarias.

– Porque no te amaba -dice ella.

– Ella tenía miedo, miedo de que le ocurriera cualquier desgracia por estar conmigo.

– ¿Qué desgracia?

– Imposible hablar de eso en pocas palabras.

– No hablemos más de eso entonces. ¿Nunca has dormido con una mujer que amaras o que apreciaras sin hacer el amor?

Piensas un poco y dices:

– Sí, alguna vez.

– ¡Eso está bien!

– ¿Qué es lo que está bien?

– Debías de respetarla, respetar sus sentimientos.

– No necesariamente, apreciar a una mujer sin tocarla, si se duerme en la misma cama, es muy difícil.

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