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Los aplausos estallaron en la sala. Había conseguido desbloquear la situación de enfrentamiento con los guardias rojos; se había convertido en el dirigente que necesitaban las masas desorientadas.

El secretario del comité del Partido había perdido todo su poder de disuasión y se convirtió en el punto de mira de las fuerzas presentes. Incluso aquel dirigente del Comité Central, que lo manejaba desde atrás, se puso a salvo cortando todo contacto. Era imposible localizarlo por teléfono, y el camarada Wu Tao, que había aplicado las «directivas inapropiadas», se convirtió en un chivo expiatorio dentro del juego político.

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No sabías qué había sido de Margarita; ella, que te empujó a escribir este libro de mierda. Ya no podías ir hacia adelante ni hacia atrás, no podías hacer nada. A nadie le interesaban esas viejas historias, esos sufrimientos que hasta tú encontrabas aburridos. Al final de todas las cartas que escribía, trazaba una estrella amarilla de seis puntas después de su firma; no podía olvidar que era judía, mientras tú intentabas borrar justamente las huellas del sufrimiento.

La llamaste por teléfono más de diez veces, pero siempre te salía el contestador automático, que soltaba largas frases en alemán de las que sólo entendías una palabra: Peter… Sólo una invitación a dejar un mensaje, pero nunca te volvió a llamar. En su última carta decía: búscate a una chica alegre. Ella no podía vivir contigo, dos sufrimientos juntos sería demasiado doloroso, tenía ganas de tener una familia estable, quería tener un hijo, ser madre, ¿un niño judío de padre chino podía ser feliz? En sus cartas en chino, se dejaba algunos trazos en bastantes caracteres, eran difíciles de comprender, estaba claro que no eran de alguien del continente, no escribía tan bien como hablaba. Cuando hablaba en chino, el lenguaje fluía, era familiar, sensual; hasta las palabras que empleaba cuando hablaba de sexo eran tan naturales, que conseguía hacerte sentir su dulzura y su humedad. Sus cartas eran más frías, te empujaban lejos de su cuerpo y de sus sentimientos y los toques de burla sólo te entristecían. Esto es lo que entendías al leerlas: ya tenía más de treinta años, no podía errar por el mundo contigo. La próxima vez, ¿os veríais en París o en Nueva York? ¿Un Ulises eterno, una Odisea moderna? Sólo podías considerarla una aventura pasajera, una entre tantas otras. Lo que tú querías de ella, ya te lo había dado, y se acabó. Ella no podía convertirse en tu mujer, debíais quedaros en eso, en amigos, y cada uno seguir su camino. Ser amigos para siempre era posible, pero ella no tenía ninguna intención de convertirse en tu amante. Por lo tanto, búscate una francesa, haz el amor con ella, satisfará tus fantasías, te inspirará, pero no evocará tus sufrimientos. No te costará mucho encontrar a ese tipo de mujer, una puta como tú quieres, mientras que ella, lo que deseaba era la paz y la tranquilidad, una familia que le pudiera endulzar la vida. En todo caso, no buscaba más sufrimiento, y si no conseguía librarse del suyo era porque le faltaba seguridad, y eso tú no podías dárselo.

No consigues encontrar a la mujer que te escuche hablar del infierno terrestre. Nadie quiere escuchar tus verdades caducas, prefieren ir a ver las películas de terror o de catástrofes de Hollywood, con sus fantasmas fabricados. Si escribieras una historia de sadismo, quizá conseguirían algo de excitación en el momento de hacer el amor, puede que llegaran al orgasmo, pero nadie querría hablar contigo, tendrías que hablar a solas.

Así que mejor que continúes con este análisis, esta rememoración y este diálogo contigo mismo.

Debes encontrar la ponderación, ahogar la ira que has acumulado, avanzar tranquilamente, para contar esas impresiones mezcladas, esos recuerdos que te vienen continuamente, esos pensamientos en los que no ves nada claro y descubres hasta qué punto todo eso es difícil.

Buscas un modo de descripción muy sencillo, quieres recurrir al lenguaje vacío de adornos para exponer la vida tal como es, totalmente contaminada por la política, pero tampoco es fácil. Te gustaría librarte de la política que se filtra por todos los lugares y se pega íntimamente a la vida de las personas, tanto en el lenguaje como en los actos, y de la que nadie podía librarse en aquella época. Te gustaría describir al individuo mancillado por esa política, pero no quieres entrar en los detalles de esa política repugnante, y para eso tienes que volver al estado en que «él» se encontraba en aquella época -y, si quieres transmitirlo exactamente tal como fue, todavía es más difícil. Muchos de los hechos que se amontonan en sucesivas capas de tu memoria corren el riesgo de parecer exagerados. Tienes que evitar adornar la historia, no te apetece contar historias de sufrimiento. Sólo debes describir las impresiones y el estado de ánimo de entonces; para hacerlo, debes borrar de forma meticulosa tus ideas actuales y dejar de lado lo que piensas hoy en día de todo aquello.

Su experiencia se acumula en los pliegues de tu memoria. Qué hacer para desplegarlos capa tras capa y separarlos uno a uno con el fin de poder estudiar por separado y con una mirada fría todo lo que ha vivido: tú eres tú, él es él. Y a ti te cuesta mucho volver a sentir lo que «él» sentía entonces. Hoy casi no lo reconoces, no tienes que colocarle tu seguridad y tu satisfacción actuales, debes guardar cierta distancia, contener tus emociones, para examinarlo mejor. No debes confundir tu furia con su vanidad y su estupidez; tampoco debes ocultar su miedo y su cobardía. Todo eso es tan difícil; no lo ves nada claro. Tampoco debes caer en su autoestima y su masoquismo, sólo debes observar y escuchar atentamente y no dejarte llevar por los sentimientos. Debes dejar que salga de tu memoria el «él», ese niño, ese adolescente, ese hombre que no se ha hecho adulto, ese superviviente que soñaba a plena luz del día, ese discípulo de la extravagancia, ese tipo que cada día se hacía más astuto, ese «tú» del pasado, que era perverso pero todavía no había perdido su capacidad intuitiva, que mantenía aún algunos sentimientos de compasión. No debes arrepentirte ni justificarte por «él». Sin embargo, cuando lo observas y cuando lo escuchas, sientes una tremenda tristeza, y no debes dejar que este sentimiento te afecte. Cuando descubras ese «él» disimulado bajo su máscara, para poder observarlo, deberás transformarlo en ficción, en un personaje sin ninguna relación contigo, que esperaba que lo descubrieras. Sólo esa narración podrá darte el placer de escribir y solamente así la curiosidad y el deseo de buscar aparecerán de forma espontánea.

No tienes que hacer de juez ni tampoco debes considerarlo una víctima. La ira y el dolor que perjudican al arte deben ceder su espacio a la observación. De todos modos, lo que realmente cuenta no son tus juicios de valor o su justa indignación, ni tu tristeza o su dolor, sino el propio proceso de observación.

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