De una ciudad a otra, de un país a otro, en lugares que cambian más que los nidos de las aves de paso, aprovechas esos momentos de felicidad furtiva, vuelas todo lo que puedes, sólo caerás si tu corazón te abandona, por fin eres un pájaro libre, buscas tu felicidad volando, ya no tienes que atormentarte.
Han reservado un salón de un restaurante para vosotros. Allí decenas de personas brindan, hablan, ríen, intercambian direcciones, aunque no haya más que una o dos posibilidades entre diez de volverse a ver, pues el mundo realmente es demasiado grande. La joven enérgica de grandes ojos que hace de protagonista en tu obra quiere que le escribas algo en el cartel que anuncia el espectáculo. Después de su nombre, haces una raya y escribes: «Una mujer muy buena». Ella entorna los ojos y pregunta con astucia:
– ¿Buena en qué?
– Buena en su libertad -dices.
Todos te aclaman, pero ella levanta los brazos y se vuelve, plantada sobre su bella y sólida cintura. Un hombre joven, un poco imprudente, te pregunta:
– ¿Qué piensa usted del matrimonio?
– Que el que no se ha casado acabará haciéndolo.
– ¿Y el que ya lo está? -pregunta el mismo joven.
– Tendrá que volverse a casar para ver otras cosas -respondes.
Todos vuelven a aplaudir. Pero el joven te pregunta mirándote a los ojos:
– ¿Tiene usted muchas amantes?
– El amor -respondes- es como el sol, el aire y el vino.
Todos vienen a brindar contigo; esos jóvenes no hacen ceremonias ni siguen las normas de educación establecidas, ese ambiente está lleno de vida.
– ¿Y el arte? -pregunta con voz tímida una chica que está cerca de ti.
– El arte sólo es un modo de vida.
Tú explicas que vives el momento presente, que no buscas la inmortalidad, que las lápidas están para que las vean los vivos, que a los muertos les da igual. Has bebido demasiado, empiezas a divagar. Hacer teatro es buscar la felicidad; cuando se hace hay que aprovechar al máximo. Dices que estás muy contento de haber trabajado con ellos, que se lo agradeces a todos.
Tu asistente de dirección, alto y delgado, muy comedido, es mayor que el grupo de jóvenes y toma la palabra en nombre de todos para decirte que les gusta mucho esa obra que escribiste hace diez años, que no ha pasado de moda en absoluto, ya que sigue siendo actual, y que esperan que vuelvas para estrenar otra de tus obras de teatro. No quieres decepcionarlos, le dices que el mundo no es tan grande, que Hong Kong se ve en los mapas al primer golpe de vista, que seguro que tendrás la ocasión de volver muchas veces; pero tú sabes que el pájaro que sale de su jaula nunca quiere volver. Tu mente vuela hacia las altas planicies áridas del centro de Francia. Desde lo alto de un acantilado abrupto, contemplas las iglesias y sus tejados en punta que destacan en medio de los pueblos que están en plena montaña. Lejos de la gran carretera, una francesa desnuda está tomando el sol tumbada sobre la hierba para ponerse morena. Se tapa los ojos con un brazo y su cuerpo refleja los rayos de luz. El viento transporta los gritos de las águilas que planean a media altura por el acantilado, vuelan con las alas desplegadas; son águilas que han comprado en Turquía para soltarlas aquí, en Francia, donde ya hace tiempo que esas aves rapaces se extinguieron.
Necesitas contemplar, lejos del dolor, el corazón descansado, las imágenes que has dejado en tus recuerdos oscuros, encontrar luces un poco más brillantes, para poder valorar el camino que has recorrido.
Todavía son jóvenes; te preguntas si lo que has vivido les puede ocurrir a ellos. Es su problema, tienen su propio destino, no puedes cargar con el sufrimiento de los demás, no eres ningún salvador, sólo puedes salvarte a ti mismo.
18
Te das cuenta de que realmente te cuesta hablar de aquella época, te cuesta mucho entender el «él» de entonces. Para evocar aquel pasado, primero hay que explicar el vocabulario que se usaba durante aquellos años y su significado real. Una palabra tan precisa como «partido», por ejemplo, no tenía nada que ver con la que aparecía en la frase antigua que decía «Los hombres nobles se juntan, pero no organizan un partido», frase que de niño solía escuchar en boca de su padre, que se consideraba un hombre noble y distanciado de la política. Más tarde su padre ya no se atrevió a decir eso y cuando pronunciaba la palabra «Partido», se ponía serio, se mostraba respetuoso, le temblaban las manos y el líquido de la copa; de lo contrario, no habría intentado suicidarse. Esa palabra era realmente grandiosa y solemne. Hasta el Estado, en principio tan grandioso y solemne, se encontraba por debajo del «Partido», por no hablar de las diversas «entidades de trabajo» donde todo el mundo tenía que sudar de lo lindo para poder cobrar. El hukou la ración de comida, la vivienda y la libertad personal de cada uno de los integrantes de una entidad estaba bajo el control absoluto de la organización del Partido que la dirigía, y eso, sin contar a los que fueran tachados de enemigos, que recibían un trato especial; por eso el término «camarada» tenía un significado tan importante. Cada uno tenía que encontrar el medio de guardar esa palabra pegada a su nombre, si no, se le podía calificar de «malhechor o monstruo», y, después de ser «depurado» de su «entidad de trabajo», ya sólo le quedaba ir al campo de reeducación por el trabajo.
Cuando el Partido decidía empeñar una nueva batalla, todas las entidades de trabajo se lanzaban a una lucha encarnizada, porque no había nadie que no tuviera miedo de ser también «depurado». Un individuo era o un camarada revolucionario (clasificados en veintiséis niveles diferentes), o un malhechor (divididos en cinco categorías). La autorización de vivir en la ciudad, el hukou urbano (concedido a la población que no se dedicaba a actividades agrícolas y que vivía comprando víveres gracias a los cupones de racionamiento distribuidos cada mes), el envío al campo de reeducación por el trabajo, la vida o la muerte de cada ciudadano, todo eso estaba íntimamente ligado a las medidas políticas, que cambiaban sin cesar, que se tomaban según las peleas a vida o muerte entre unos cuantos miembros en el interior del comité central del Partido (en general, en la Oficina Política y el Secretariado del Comité Central), medidas transmitidas a la base mediante documentos del Partido que estaban fuera del conocimiento de la gente común. De ese modo, el destino de cada individuo era decidido, sin que él comprendiera nada, según un mandamiento muchísimo más infalible que las profecías de la Biblia: los que no están de acuerdo con la norma, si no es muy grave, cometen una falta, pero si es más grave, cometen un crimen. Todo quedaba anotado en la ficha de cada individuo.
En la ficha, evidentemente, no sólo se anotaba el curriculum vitae. Se incluía toda la información referente a los actos y las palabras incorrectas del individuo, su comportamiento político y moral en todos los movimientos pasados, los informes ideológicos y las autocríticas que la propia persona había escrito, así como las conclusiones y evaluaciones que realizaba la organización del Partido de la entidad. Esas fichas estaban guardadas en los archivos que custodiaba el personal confidencial especializado. Pasaban de una entidad de trabajo a otra siguiendo al individuo, pero el interesado nunca podía estar al corriente del contenido, durante toda su vida.
Otro ejemplo: la acción de estudiar no correspondía en absoluto a la definición del diccionario, es decir, adquirir conocimientos o aprender cosas. No, ese estudio tenía la función específica de eliminar todas las ideas que no correspondieran a la ideología que había fijado el Partido en aquella época, erradicar cualquier motivación individual, aunque fuera un pensamiento sencillo, que no concordara con las normas que había fijado el Partido; era lo que se denominaba «luchar a muerte contra cualquier pensamiento egoísta». ¡No bromeaban! La palabra «egoísmo», cuando se unía a un individuo, adquiría el sentido de crimen de orden psicológico y debían destruirlo sin remilgos. Las «escuelas de los funcionarios del 7 de mayo» -escuelas sin parangón ni en China ni fuera de China, antes o ahora, a las que se iba a la fuerza, se estuviera inscrito o no, y de las que no se podía salir- eran el castigo de los que habían recibido algo de educación, todos los que eran cultos y capaces de pensar. El pensamiento quedaba coartado por una vigilancia mutua y el trabajo físico extremadamente pesado. El único pensamiento que el Partido autorizaba era el del Líder Supremo. En aquel momento a cualquier persona, ya fuera funcionario del Partido o simple empleado de un organismo del Estado, si se le mandaba que se «instalara en el campo» con los miembros de su familia en una «escuela de funcionarios», no podía negarse. La «escuela de funcionarios» era como la entidad de trabajo: fijaba las raciones de cada individuo, su empadronamiento y la libertad de tener actividades exteriores. Por lo tanto, era imposible hacer novillos como los niños, y, de todos modos, ¿adonde se podía huir?