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Cuando las guardias rojas se marcharon, él se quedó observando la habitación llena de baldosas rotas y de tierra. Se dio cuenta de que cuando un drama de aquel tipo te caía encima, ya era demasiado tarde. En aquel momento decidió quemar sus manuscritos y sus diarios, enterrando para siempre su lirismo, sus recuerdos de infancia, su narcisismo y sus ilusiones de adolescente, así como su sueño de hacerse escritor.

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No hay nada que tenga menos sentido que hablar de la Revolución Cultural a oscuras, con la luz apagada y junto a una mujer a quien puedes tocarle la piel; sólo una judía con un cerebro alemán y que habla chino puede encontrar eso interesante.

– ¿Continúo? -preguntas tú.

– Te escucho -dice ella.

Le hablas también de una redactora de mediana edad que trabajaba en el mismo despacho que tú. Un dirigente político vino a buscarla y le dijo que tenía una llamada telefónica de la sección de seguridad. Unos minutos más tarde, ella regresó, ordenó lo que había en la mesa y explicó, mientras recorría el despacho con una mirada impasible, que debía volver a su casa porque su marido se había suicidado con el gas. Como el encargado de la sección ya había sido apartado de su servicio y el jefe, Lao Liu, había sido calificado de ajeno a la clase e infiltrado en el Partido, sólo podía pedir permiso al personal que había en aquel momento en el despacho. Al día siguiente llegó antes de la hora de empezar el trabajo y escribió un dazibao en el que explicaba que no aprobaba la actitud de su marido, quien, según ella, «había roto voluntariamente con el pueblo y con el Partido».

– Para, es demasiado triste -te dice ella al oído.

Tú dices que a ti no te apetece en absoluto continuar.

– Pero, dime una cosa, ¿para qué hacían eso?

– Había que encontrar a los enemigos. Sin el pretexto de los enemigos, ¿cómo habrían podido llevar a cabo su dictadura?

– ¡Eso es el nazismo! -dice ella enfadada-. ¡Deberías escribir todo eso!

Dices que no eres un historiador y que tienes suerte de no haber sido devorado por la historia, inútil pagarle todavía un tributo.

– Entonces escribe tu experiencia personal, lo que tú has vivido. Hay que escribir todo eso, ¡tendrá un gran valor!

– ¿El valor de un documento histórico? Llegará el día en el que se abrirán miles y miles de toneladas de archivos; lo que yo haya escrito sólo será un montón de viejos papeles que no servirán para nada.

– Sin embargo, Solzhenitsin…

La interrumpes para decirle que tú no eres un combatiente, un abanderado.

– Pero un día, eso cambiará, ¿no crees? -pregunta ella.

Necesita creerlo.

Tú dices que no eres profeta, que tienes los pies en la tierra y no esperas que te reciban con vítores si algún día vuelves; de hecho, no crees que puedas volver allí algún día vivo, no puedes perder el tiempo que te quede.

Te pide dulcemente perdón, dice que ha despertado tus recuerdos, que, para ella, comprender tu sufrimiento es lo mismo que comprenderte a ti. ¿No lo entiendes?

Dices que sales del infierno, que no tienes ganas de volver.

– Pero debes hablar de ello, eso te hará bien.

Su voz se ha vuelto más dulce, le gustaría consolarte.

Tú le preguntas si ha jugado alguna vez con gorriones, o si ha visto a los niños hacerlo. Se les ata a la pata un hilo fuerte y se sujeta un extremo con la mano. El pájaro echa a volar con todas sus fuerzas mientras lo sujetan. Acaba cerrando los ojos y muere ahorcado con el hilo. Dices también que cuando eras pequeño cazaste una mantis religiosa. Tenía unas patas largas y finas, un cuerpo verde y unas pinzas que blandía como sables; esos bichos parecen arrogantes, pero en la mano de un niño, si éste le ata un hilo a la pata, se la arranca muy rápido al tirar un poco del hilo. Le preguntas si ella también ha vivido esas cosas.

– ¡Pero los hombres no son gorriones! -protesta.

– Tampoco mantis religiosas, claro. El hombre tampoco es un héroe, es incapaz de resistir a la violencia del poder, sólo puede huir.

La habitación está totalmente a oscuras, una oscuridad profunda, casi palpable.

– Abrázame -dice ella con una voz profunda y llena de dulzura, que, tras haberte atormentado, te quiere reconfortar.

Te aprietas a su cuerpo, pegándote a la carne, casi traspasando su camisón, pero no sientes ninguna excitación. Ella te acaricia con sus dulces manos que pasean sobre ti, te ofrece su cuerpo. Tú le dices que estás excitado pero un poco nervioso; con los ojos cerrados, piensas que te gustaría calmarte para poder disfrutar de su ternura.

– Bueno, entonces háblame de las mujeres -te dice dulcemente al oído, como una amante; pegada a ti-. Háblame de ella.

– ¿De quién?

– De tu mujer, se llamaba Lin, ¿no?

Dices que no era tu mujer, que era la esposa de otro hombre.

– Entonces era tu amante. ¿Has estado con muchas mujeres en China?

– Sabes que en China era imposible en aquella época.

Añades que, aunque no se lo crea, ella fue la primera mujer con la que estuviste.

– ¿La amabas? -pregunta.

Dices que fue ella la que te sedujo la primera vez, que no tenías ninguna intención de llegar a nada con una historia imposible.

– ¿Todavía piensas en ella?

– Margarita, ¿por qué me preguntas esas cosas?

– Me gustaría saber qué lugar ocupan las mujeres en tu corazón.

Le dices que, por supuesto, ella era una mujer adorable, recién salida de la universidad, que era guapa y atractiva, que no había muchas mujeres que se maquillaran como ella en China, por aquel entonces. Cuando la conociste, llevaba un vestido muy ajustado y zapatos de cuero con tacón alto, una ropa especialmente provocativa. Como era la hija de un alto dirigente y gozaba de una buena situación, era altiva y caprichosa, pero le faltaba un poco de romanticismo. Tú sólo vivías para tus libros y tus ilusiones. El trabajo rutinario era totalmente insípido para ti, pero, además, siempre había activistas que querían entrar en el Partido para convertirse en aquellos funcionarios que organizaban grupos de estudio de las obras de Mao en horas extras, después del trabajo. Obligaban a todos a que les siguieran y decían que los que no querían participar en aquellos grupos tenían un problema ideológico. Hasta las nueve o las diez de la noche, cuando por fin volvías a casa, no podías ponerte a escribir lo que te diera la gana, ni perderte en tus pensamientos, ante tu mesa de trabajo, bajo la lámpara, frente a tus libros: sólo en aquel momento por fin eras tú mismo.

Durante el día vivías en un mundo diferente y, como te quedabas hasta altas horas de la noche, siempre tenías aspecto de estar medio dormido. Incluso dormitabas durante las reuniones. Quizá por eso, te ganaste el apodo de «el Soñador», pero si te hubieran llamado directamente «el Durmiente», no te habrías ofendido en absoluto.

– El Soñador es un buen apodo.

Ella ríe un poco, su voz vibra en su opulento pecho.

Dices que para ti era una especie de coartada, sin eso hacía tiempo que te habrían «desenmascarado»

– ¿Ella también te llamaba así? ¿Se enamoró de ti por eso?

– Sí, es posible.

Dices que tú también estabas enamorado de ella, que no se trataba sólo de deseo sexual. En aquella época desconfiabas de las chicas que habían cursado estudios universitarios, porque ellas aspiraban a progresar y se esforzaban en parecer totalmente inocentes. Tú tenías claro que tus pensamientos eran oscuros; la breve experiencia del amor que tuviste en la universidad fue suficiente para ti. Si ellas hubieran comentado las cosas extrañas que decías en privado, en una de las habituales confesiones ideológicas que tenían lugar en el Partido o en la Liga de la Juventud, se te habría caído el pelo.

– Aun así, eran mujeres, ¿no?

– No has vivido en ese entorno. No lo puedes entender.

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