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Fue Lin la que le salvó la vida. Una mañana, poco después de llegar al trabajo, ella pasó varias veces por el pasillo. Su despacho estaba enfrente; se dio cuenta de que ella le hacía una señal y salió. La siguió hasta el final del pasillo, a un hueco de la escalera. Allí, tras asegurarse de que nadie podía verlos, Lin se paró y le dijo en voz baja que volviera a su casa lo más rápidamente posible y que se preparara, porque las guardias rojas de su entidad iban a registrar la habitación de Lao Tan.

Bajó a toda velocidad, saltó sobre su bicicleta y llegó empapado en sudor al patio. Amontonó todas sus cosas sobre la cama, o en el suelo, y luego examinó a toda prisa los cajones de la mesa de Lao Tan. Descubrió una vieja fotografía de grupo en la que él llevaba un uniforme de estudiante de antes de la Liberación. Todos los estudiantes tenían en sus gorros la insignia del Guomindang, un sol blanco con doce ángulos sobre un fondo azul. Rebujó la fotografía y fue a tirarla al fondo de la fosa del retrete público, fuera del patio. Cuando regresó, el coche de su institución llegaba.

Cuatro guardias rojos entraron en la habitación. Lin estaba entre ellos. Ella sabía que él escribía, pero no había leído sus manuscritos. Lo amaba y le daba igual lo que escribiera. Por supuesto, no había venido por los manuscritos; lo que le preocupaba era que pudieran ver las numerosas fotos que había tomado de ella. No estaba desnuda del todo, pero, aun así, eran muy sugerentes. Las tomó antes y después de hacer el amor con ella en los bosques de las Ocho Grandes Vistas. Una sola de aquellas fotos habría bastado para afirmar que la relación entre ellos no era la normal entre dos colegas o incluso dos camaradas revolucionarios. Lin era la hija menor de un viceministro y estaba casada. Su marido era un militar de una familia de antiguos revolucionarios que trabajaba en un departamento de investigación del ejército. Estudiaba la fabricación de misiles o de armas nuevas. En cambio, a él no le interesaban en absoluto los secretos de la Defen sa Nacional. Sólo amaba perdidamente a aquella bella mujer, y Lin era todavía más activa y efusiva que él.

Lin adoptó voluntariamente una actitud relajada y comentó:

– ¡Es muy pequeña tu habitación, no hay sitio ni para sentarse!

Ella ya había estado allí, por supuesto, un día en el que Lao Tan no estaba. Llevaba un vestido con un generoso escote. El bajó la cremallera en su espalda y pudo abrir el vestido para besar sus senos. Ella no tenía el mismo aspecto que ahora, con su uniforme y las dos pequeñas coletas sujetadas con un elástico para reemplazar su grande y larga trenza, peinado estándar de las mujeres soldado y estilo de las guardias rojas de aquella época.

– ¡Prepáranos un poco de té, estamos muertos de sed!

Lin dejó voluntariamente la puerta abierta y se quedó en el umbral abanicándose con un pequeño pañuelo. Quería que los vecinos, que observaban desde las ventanas, pensaran que no habían ido a registrar su casa, e intentaba que pareciera que simplemente habían venido a hacerle una visita.

Él preparó té para todos. Ellos dijeron «No hace falta, no es necesario», pero eso rompió el ambiente tenso y solemne que se creaba en aquel tipo de sesiones. Además, como todos los protagonistas de esta escena ya se conocían, daba la sensación de que estaban entre iguales, a pesar del brazalete de guardia roja que llevaban en el brazo, testimonio de su origen de clase. El jefe, Danian, un pequeño tipo regordete, a menudo jugaba a ping-pong con él durante la pausa del mediodía; se conocían bien. Su padre era el comisario político de una división del ejército. Llevaba el viejo gorro de su padre, amarilleado de tanto lavarlo, también tenía un cinturón del ejército que ya no se llevaba en aquella época, lo que le daba un aspecto revolucionario heredero de sus ancestros.

Cuando se crearon las guardias rojas, los jóvenes como él, que no pertenecían a las «cinco categorías rojas» también fueron invitados a participar en la reunión. Danian mostró su carácter por primera vez. Sentado a un extremo de la mesa, les dijo a los jóvenes que no estaban cualificados para ser de las guardias rojas «Todos los que asisten hoy a nuestra asamblea de guardias rojas pueden ser considerados como los compañeros de camino de nuestras tropas revolucionarias», luego le dijo a él, llamándole por su nombre: «¡Tú también, por supuesto, eres uno!». Sin embargo, él había leído La historia del Partido Comunista de la Unión Soviética y sabía lo que realmente significaba la expresión «compañeros de camino». En aquella repentina visita de las guardias rojas, si Lin no le hubiera avisado, habrían encontrado sus manuscritos y su suerte habría estado en manos de aquel tipo.

Danian, que todavía no quería romper con él, le dijo sencillamente:

– Hemos venido a buscar pruebas de las actividades reaccionarias de Tan Xinren. Tú no tienes nada que ver con esto. ¿Dónde están tus cosas? Sepáralas de las de él.

El sonrió y respondió:

– Ya esta, ¿puedo ayudaros?

Contestaron a coro:

– Esto no te concierne, ¿dónde está su escritorio?

– Ese de ahí, los cajones no están cerrados con llave.

De pie en su rincón, era lo único que podía decir para defender a Lao Tan, pero al mismo tiempo, ya se había desmarcado de él. Más tarde supo que, mientras él volvía a toda velocidad a su casa, las guardias rojas habían pegado un aviso en la entrada del edificio del trabajo: «¡Abajo el elemento contrarrevolucionario histórico Tan Xinren!». Desde aquel momento, Lao Tan pasó a estar incomunicado en el edificio y perdió su libertad.

Revolvieron las libretas, las traducciones, las cartas, las fotos y los libros en inglés de Tan. Durante su tiempo libre, Tan traducía novelas escritas en inglés, obras de autores de Asia o de África más o menos revolucionarias. Pero una de esas novelas tenía en la portada la imagen de una mujer occidental casi desnuda. Pusieron ese libro aparte. En el fondo del cajón, escondido bajo un viejo periódico, encontraron un sobre blanco que contenía algunos preservativos.

– ¡Vaya con el cerdo, también hace esas cosas! -dijo Danian, blandiendo los profilácticos.

El ambiente era alegre para aquel al que no le concernía. Todos pretendían mostrar que estaban limpios y eran inocentes. Lin y él también se rieron, aunque evitaron mirarse.

Después, durante los interrogatorios contra Tan, le preguntaron sobre la mujer con la que mantenía «relaciones anormales entre personas de sexo diferente», porque sospechaban que debía de formar parte de una red de espionaje. Tuvo que confesar sus relaciones con una viuda. De inmediato las guardias rojas de la entidad de trabajo de esa mujer registraron la casa de ella. Los poemas melancólicos de estilo antiguo que encontraron en los cajones de Tan quizá fueron escritos para ella. Los habían guardado como pruebas evidentes de que él «añoraba su paraíso perdido, y tenía ideas contra el Partido y contra el socialismo».

Al ver que dos baldosas del suelo estaban un poco sueltas, las guardias rojas quisieron arrancarlas.

– ¿Queréis que vaya a pedir una pala a casa del vecino? -preguntó él voluntariamente a Danian para mostrar un cierto interés en el registro. Al mismo tiempo quería tomarles el pelo; si agujereaban el suelo un metro de profundidad, ¡quizá hicieran algún descubrimiento arqueológico! El miedo sólo vino después.

Trajo un pico de casa del vecino, un viejo obrero jubilado. Realmente se pusieron a agujerear el suelo y llenaron la habitación de cascotes y arena, hasta el punto de que se hizo imposible moverse. Poco después acabaron tirando el pico y dándose por vencidos.

Más tarde supo que la sección de seguridad de su institución recibió un informe del comité de vecinos del barrio que señalaba que de aquella habitación provenían sonidos de un emisor de radio. Ese informe sin duda venía del vecino, el viejo obrero llamado Huang. Mientras Tan y él estaban en el trabajo, el viejo jubilado, que se pasaba el día encerrado en casa, debió de oír algún sonido de la radio que habían dejado encendida tras la puerta cerrada con llave y de inmediato pensó que debía de tratarse de un emisor que difundía información secreta. Al permitir encontrar a un enemigo, él probaría su fidelidad hacia el Líder y el Partido. Después del registro, cuando encontró al jubilado en el patio, éste todavía tenía la misma sonrisa en su cara arrugada. La catástrofe le había pasado rozando.

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