– ¡Viva el terror rojo! -gritaba un grupo de las guardias rojas al recorrer la avenida Chang'an en sus nuevas y flamantes bicicletas Eternidad.
Una noche, a eso de las diez, se topó con una de esas patrullas. Acababa de pasar en bicicleta delante de la puerta de la residencia de huéspedes del Estado de Diaoyutai, que estaba vigilada por los militares. Se dio cuenta de que había varias motos con sidecar bajo la luz de una farola de vapor de mercurio. Unos cuantos jóvenes guardias rojas, vestidos con uniformes militares con un brazalete rojo de seda que indicaba «Comité de Acción Unida de las Guardias Rojas de la Capital», cortaban el paso en la carretera.
– ¡Baja!
Casi se cae al frenar en seco.
– ¿De qué familia eres?
– De empleados.
– ¿En qué trabajas?
Precisó la entidad de trabajo a la que pertenecía.
– ¿Tienes tu documento de trabajo?
Por suerte lo llevaba encima. Se lo dio.
Pararon también a otro joven que pasaba en bicicleta. Tenía la cabeza rapada, marca de la humillación a la que se sometía a los «hijos de perra».
– ¡Es mejor que por la noche te quedes en tu casa tranquilo!
Lo dejaron marchar. Nada más subir a la bicicleta, oyó que el joven de la cabeza rapada decía algo, luego los golpes y los gritos, pero no se atrevió a volverse.
Durante varias noches, se quedó hasta el amanecer delante de la estufa. Los ojos se le irritaron por el fuego. Por el día tenía que permanecer alerta ante el posible peligro. Cuando acabó de quemar la última pila de cuadernos, removió las cenizas para que no quedara rastro alguno y echó encima los restos de verduras y medio tazón de tallarines. Estaba agotado, no conseguía mantener los ojos abiertos, pero cuando se tumbaba vestido en la cama, tampoco llegaba a conciliar el sueño. Recordaba que todavía tenía en casa de su padre una fotografía en la que estaba su madre, cuando formaba parte de un grupo de teatro de resistencia y salvación nacional que pertenecía a la YMCA. [6] Tod os llevaban el uniforme militar que debió de darles la compañía cuando fueron a representar una obra de teatro como expresión de apoyo a los oficiales y soldados que resistían contra Japón. En el quepis figuraba la insignia del Guomindang, y si descubrían aquella foto podría tener problemas, aunque su madre estuviera muerta desde hacía mucho tiempo. No sabía si su padre se había ocupado de aquellas fotos, pero tampoco podía prevenírselo por carta.
De entre el montón de manuscritos que destruyó, se encontraba una novela que hizo leer a un viejo escritor famoso. Esperaba una recomendación, o al menos una aprobación, pero, para su sorpresa, el escritor se quedó como el mármol y no pronunció ninguna palabra que pudiera servir de estímulo. Su rostro se ensombreció y le dijo en tono severo: «¡Hay que pensárselo dos veces antes de escribir! No envíes tus manuscritos a cualquier revista, todavía no sabes hasta qué punto eso es peligroso».
De hecho, no tardaría en saberlo. Aquel año, en el mes de junio, cuando la Revolución Cultural acababa de estallar, una tarde, se presentó en casa de ese hombre para preguntarle sobre el movimiento que estaba surgiendo. Nada más entrar, el viejo cerró rápidamente la puerta y le preguntó en voz baja y mirándolo a los ojos:
– ¿Alguien te ha visto entrar?
– No, no había nadie en el patio.
Antes, cuando el viejo enseñaba sus conocimientos a los jóvenes -aunque se diferenciaba de los viejos dirigentes que siempre tenían en la boca los típicos «Nuestro Partido esto», «Nuestro país aquello», ya que era, al fin y al cabo, un hombre célebre de pasado revolucionario-, su voz estaba llena de energía, medida y claridad; pero esta vez, decaído de repente, su voz era áfona, sus palabras permanecían atascadas en el fondo de la garganta:
– Soy un integrante de la banda negra -dijo-, no vengas más a verme. Eres joven, no te busques problemas, tú no has vivido las luchas del seno del Partido…
Antes incluso de que hubiera acabado de saludarlo, el viejo entreabrió la puerta y, en un estado de total inquietud, miró afuera y le dijo:
– Ya volveremos a hablar, dejemos que pase este momento y ya volveremos a hablar, ¡no sabes lo que pasó en el movimiento de rectificación de Yan'an!
– ¿Qué pasó en el movimiento de rectificación de Yan'an? -preguntó estúpidamente.
– Ya te hablaré de eso otro día, ¡ahora, vete, rápido, vete!
Esa escena no duró más de un minuto. Un minuto antes, todavía creía que las luchas dentro del Partido sucedían en lugares remotos; no pensaba encontrarse directamente confrontado.
Diez años más tarde, oyó decir que el viejo salió de prisión; él mismo acabó dejando el campo y volvió a Beijing. Volvió a verlo. Estaba en los huesos, había perdido una pierna y se pasaba el día en una mecedora. En los brazos tenía un gato de pelo largo y negro, y apoyaba un bastón contra el asiento.
– Los gatos viven mejor que los hombres.
El viejo esbozó una sonrisa que dejaba al descubierto los pocos dientes que le quedaban. Mientras acariciaba a su gato, sus pupilas redondas, profundamente hundidas en las órbitas, brillaban con una luz extraña, como los ojos del animal. El viejo no le dijo ni una palabra de lo que había sufrido en prisión. Sólo poco antes de su muerte, cuando fue a verlo al hospital, le confesó que de lo que más se arrepentía en la vida era de haber entrado en el Partido.
En aquella época, al salir de casa del viejo, pensó en sus manuscritos. Aunque no tuvieran nada que ver con el Partido, podrían meterle en muchos aprietos. Sin embargo, en aquel momento no se decidió a destruirlos y los llevó en una bolsa a casa de un amigo, el gran Lu, que conoció en el hospital en el que fue a tratarse de una disentería. El gran Lu era un hombre alto que enseñaba geografía en la escuela secundaria. Estaba enamorado de una guapa muchacha y le pidió que le escribiera las cartas de amor en su lugar. Cuando la joven esposa del gran Lu
se dio cuenta de la superchería, ella no pudo echarse atrás y él continuó manteniendo con la pareja una relación de amistad.
El gran Lu vivía con sus padres en una antigua casa con un patio cuadrangular en el que no era difícil esconder algo.
A mitad del verano, en agosto, el movimiento de las guardias rojas se intensificó. La mujer del gran Lu le telefoneó un día al trabajo y lo citó en una tienda en la que se podía tomar leche y pasteles al estilo occidental. Pensó que se trataba de otra pelea de la pareja y fue a la cita en bicicleta. Al llegar, vio que habían quitado la antigua insignia de la tienda y en su lugar había otra que decía: «Al servicio de los obreros, campesinos y soldados». En la pared, encima de las mesas, había un eslogan en grandes caracteres irregulares: «¡Fuera los engendros apestosos capitalistas!».
Al principio el movimiento de las guardias rojas tenía el objetivo de destruir las «cuatro antigüedades» [7] y surgió de los estudiantes, parecía un juego de niños. El gran Líder les dirigió una carta abierta afirmándoles «Es justo rebelarse», lo que sirvió para aumentar la violencia. De todos modos, él no se consideraba un engendro apestoso, y entró. Todavía vendían leche en la tienda. Antes de que se sentara, la mujer del gran Lu llegó, lo tomó del brazo, como si fuera su novio, y le dijo:
– Ahora no tengo hambre, acompáñame un rato, me gustaría comprar algunas cosas.
Fuera de la tienda, en la calle, ella le comentó en voz baja que las guardias rojas de su instituto habían aterrorizado tanto al gran Lu, que acabó afeitándose la cabeza. Como sus padres tenían su propia casa, aunque no lo consideraban hijo de capitalistas, al menos pertenecía a una familia de pequeños propietarios, y las guardias rojas podían presentarse en su vivienda para registrarla en cualquier momento. Ella le pidió que fuera rápidamente a recuperar la bolsa con sus cosas que había escondido en el depósito de carbón.