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Cuando evocas esos recuerdos con Sylvie, no es como con Margarita; ella no tiene la paciencia de escucharte contar esas historias y no le interesa tu pasado. Se preocupa de sus asuntos, de sus amores, de sus sentimientos, que cambian a cada instante. Si dices más de tres palabras sobre política, te interrumpe. Nunca ha sufrido por su origen racial y sus amantes son generalmente extranjeros: un árabe, un irlandés, un húngaro con sangre judía, un judío israelí, y recientemente tú, si es que ella te considera su amante, aunque prefiere tenerte como amigo, su amigo no sexual. Por supuesto, también ha tenido amigos o compañeros sexuales franceses, pero dice que le habría gustado marcharse de Francia e ir a un país lejano, un país cálido, como Indonesia o Filipinas, o quizá Australia. Le hubiera gustado estar en un lugar donde pudiera ponerse morena, quedarse en una playa que tuviera muchos días de sol, empezar una nueva vida; pero ha vuelto a caer en la rutina. Se ha quedado embarazada -no de ti, claro-; es la tercera vez que aborta. Al principio quería tenerlo, una mujer siempre debe tener hijos, pero ¿qué quería el hombre? Éste no respondió de forma muy clara, y, en un momento de rabia, abortó. Después el hombre dijo que hubiera preferido que no abortara, que habría querido al niño. ¿Y ella lo habría tenido que criar? No es que no quisiera tener niños, pero primero debía tener una familia estable, y todavía no había encontrado al hombre adecuado para eso; por esta razón se atormentaba. Sus tormentos eran profundos, los fundamentales de todos los seres humanos: la contradicción entre la libertad y el límite. En otras palabras, ¿dónde se encuentra el límite de la libertad? No tenía ningún problema para ganarse la vida, vivía en el último piso de un edificio de seis plantas, un pequeño apartamento que sus padres le habían comprado. Por la ventana se veía una gran extensión de tejados rojos sobre los que se erguían las chimeneas y, a lo lejos, el tejado puntiagudo de una iglesia completaba el panorama; era París, tan fascinante. Los días de lluvia empujaban a la melancolía; en su habitación era imposible no tener ganas de hacer el amor.

Sus tormentos parecen profundos. No es que le falte un hombre a quien amar y que la ame; no, los hombres no le faltan. Los hombres también la aman, al menos durante un tiempo, y a veces incluso vuelven cuando están con otra mujer. Dice que ella no es una puta -quiere que lo tengas claro-, al contrario, le gustaría hacer en serio algo que tenga sentido, o algo interesante, algo de tipo artístico o traer al mundo a un niño, un niño al que se dedicaría por completo, o una creación espiritual; éste es el fondo del problema. Pero ¿a qué vale la pena dedicarse totalmente? En realidad, no hay nada más aparte del amor; pero es muy difícil administrarlo, ya que no sólo depende de ella.

Cuando follas con ella, se entrega por completo; pero tú, cuando ya estás satisfecho, se acabó. A ella le parece muy frustrante.

Por supuesto, en este mundo hay muchos hombres que hacen bien el amor, pero a ella no le gustan particularmente; ¿qué es lo que busca a fin de cuentas? El máximo de amor y de placer, como sueño o ideal, es una utopía. Esto lo entiende perfectamente, por eso está triste. Su tristeza también es profunda, una profunda tristeza humana, una tristeza infinita, imposible librarse de ella.

Le gusta tanto el arte como el amor de los hombres, pero no puede hacer arte, porque requiere dedicación exclusiva y le parece una estupidez. No es lo suficientemente tonta como para dedicarse por completo al arte; ella quiere vivir de forma artística y no convertirse en una obra de arte que se ofrece para el placer de los demás. De hecho, ella es justamente una obra de arte, con su capacidad de seducción de mujer a la que ningún hombre puede resistirse. Sin embargo, no es un juguete entre sus manos. Al contrario, ella disfruta con los hombres y cree que el amor sólo vale la pena cuando se transforma en placer; lo malo es que el amor lo único que hace es deprimirla.

No consigues ayudarla. Crees que la comprendes, por eso te esfuerzas por superar tus celos y le dices que vaya a disfrutar con los hombres que ama. Como el diablo seductor que empuja a Eva a la tentación, tú eres la serpiente; pero a ella no le hace falta que la incites, desde hace tiempo se basta a sí misma para ello, ya hace mucho que tiene claro lo que es seducir y ser seducida. En la época en que luchabas por tener derecho a una vida individual, ella era mucho más joven que tú; cuando tú todavía no habías probado el fruto prohibido, ella ya había saboreado la amargura que se siente después de haberse atiborrado; cuando todavía eras un tremendo estúpido o cuando te esforzabas por dejar de serlo, ella ya tenía una inteligencia temible. No podía soportar las injusticias, menos cuando quería sentir una especie de placer masoquista. Atención, sólo lo aceptaba si conseguía placer.

Sin embargo, sobre todo no la tomes por una feminista: igual que tú, no es partidaria de ninguna doctrina: siempre pone mala cara cuando oye esa palabra. No te atreves a hacer comentarios a la ligera sobre este asunto, y, de todos modos, tampoco has sentido nunca la opresión masculina. Si no se es una mujer, no se pueden comprender los tormentos a que están sometidas y el sentido de esta resistencia.

Sylvie no es una feminista, en absoluto. Dice que, de hecho, podría ser una excelente esposa. Ha pasado contigo una maravillosa noche en blanco; de madrugada, te ha preparado el café con unas tostadas doradas y ahora te lleva la bandeja a la cama. Está sentada frente a ti con las piernas cruzadas; también le gusta verte comer con apetito. Su cara sonriente es como el rayo del sol que entra por la ventana cuando se sube la persiana; el cansancio de la noche ha desaparecido. En este instante es una joven adorable, o, mejor dicho, una joven mujer que brilla cuando está de buen humor.

Pero cuando cae en la depresión, te sientes totalmente desamparado; nada de lo que le digas puede reconfortarla. Sabes perfectamente que no puedes casarte con ella, sólo podéis ser amantes o, como ella dice, quizás amigos para toda la vida. Pero no conseguís ser una pareja, y eso a ti también te deprime. Su tristeza es tan profunda que te la contagia; es incurable.

Temes que un día se suicide, como su amiga Martina. La semana anterior a la muerte de Martina, tuvo una charla con ella que grabó en una cinta de casete. Había un viejo magnetófono de bolsillo sobre la mesa mientras hablaban y bebían.

Martina lo había puesto en marcha, pero ella no se fijó. Luego vio la luz roja, la cinta del interior que se movía, y preguntó: «¿Estás grabando?». A Martina le costaba hablar, había empezado a beber por la tarde y, cuando Sylvie llegó a su casa, en la mesa ya había varias botellas vacías. Una cena común para Martina era cerveza como plato principal y cerveza de postre. Martina se echó a reír a carcajadas, y en la cinta se escuchaba su voz, una voz ronca. Sylvie dice que antes su amiga tenía una voz muy bonita, una voz de mezzo soprano. Antes de entrar en el hospital psiquiátrico cantó con un coro el Réquiem de Fauré en la iglesia de Saint-Germain; France-Musique lo transmitió en directo.

Tú nunca has visto a Martina, hacía meses que había muerto cuando conociste a Sylvie. Lo único que queda de ella es esa cinta. Al final de la grabación las pilas estaban gastadas y sus voces, sobre todo la voz grave de Martina, parecían voces de hombres; luego casi no se oían.

Al principio de la conversación no decían nada importante, se escuchaba: «¿Quieres beber un poco más?», «Venga, toma otro trago», «Todavía me queda media botella de vino tinto», «¿No se ha avinagrado?», «No, la abrí ayer…». Luego se oía el ruido de los vasos al brindar y algo que frotaba; debían de estar secando la mesa. Sylvie le explicó que en casa de Martina todo estaba tan sucio y había tanto desorden que casi no se podía entrar; pero antes no era así, fue desde que salió del hospital. Martina decía que detestaba el hospital psiquiátrico, que odiaba a su madre, que fue ella quien la metió allí dentro. En la cinta decía también que encontró a un hombre en la calle y lo llevó a su casa. Después se oían las risas de las dos: la voz aguda era la de Sylvie, la ronca la de Martina. Rieron durante bastante rato, luego brindaron de nuevo. «¿Qué pasó?», preguntó Sylvie. «Le dije que se fuera, pero se quedó hasta el día siguiente por la tarde. Cuando le dije que iba a llamar a la policía, se largó.» Las risas volvían.

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