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En la mochila que dejó la joven había un carné de estudiante con el apellido de Xu, como ella había dicho, pero el nombre era Qian. También había pequeños diarios y octavillas que denunciaban la situación. Probablemente iba a Beijing a poner una denuncia. Sin embargo, aquellos documentos se difundían públicamente. Quizá sólo fuera a Beijing a refugiarse. Demostró que tenía mucho miedo de que la reconocieran cuando le puso en las manos la mochila que contenía sus papeles, pensó.
Como no tenía ningún medio de saber qué le había ocurrido, sólo podía buscar las novedades de aquella ciudad en los dazibaos pegados en las calles y en las octavillas. Recorrió en bicicleta la avenida Chang'an, desde Dongdan hasta Xidan, luego fue a la estación que está más allá de Qianmen, volvió a la puerta de detrás del parque Beihai, examinando uno a uno los dazibaos que denunciaban los enfrentamientos armados que estaban teniendo lugar en otras ciudades y provincias. Leía todo tipo de denuncias, incidentes sangrientos, fusilamientos, torturas atroces, a menudo acompañadas de fotos de cadáveres. Tenía la sensación de que Xu Qian estaba siendo víctima de todos aquellos dramas; lo pasaba fatal.
En la mochila también había la camisa de cuello redondo, sin mangas, adornada con pequeñas flores amarillas, que conservaba su olor, junto con sus braguitas arrebujadas, manchadas de sangre, y otros objetos que le dejó, haciendo que naciera en él un dolor difuso. Como si fuera por fetichismo, no paraba de sacar y examinar los objetos de la mochila. Luego se le ocurrió quitar la tapa de plástico de El Libro rojo y encontró una nota en la que estaba escrita una antigua dirección, calle de los Grandes Hombres, que había cambiado su nombre por el de calle de la Estrella Roja, probablemente la dirección de su tía. Salió de casa corriendo, luego reflexionó un poco y volvió a su habitación para volver a meter en la bolsa las cosas que había puesto en la mesa y llevárselas consigo. Tan sólo dejó la ropa que la joven llevó aquella noche.
Pasadas las diez de la noche, llamó a la gran puerta de un edificio cuadrado. Un mozo robusto le cerró el paso y le preguntó secamente:
– ¿A quién busca?
Él explicó que quería ver a la tía de Xu Qian, pero el mozo se frotó las cejas con aspecto hostil, pensó que era un guardia rojo de sangre pura. Su entusiasmo cayó por los suelos y dijo fríamente:
– Sólo he venido a dar una noticia, tengo algo para su tía.
Su interlocutor le dijo entonces que esperara y cerró la puerta. Algo más tarde, el joven regresó con una mujer de mediana edad. Ésta lo miró de arriba abajo y le invitó con amabilidad a que dijera lo que había venido a decir. El sacó el carné de estudiante de Xu Qian y dijo que quería explicarle algo.
– Entre, por favor -dijo la mujer.
En la vivienda, la habitación principal del ala central estaba bastante desordenada, pero conservaba el estilo de un salón de un alto cargo.
– ¿Usted es su tía? -preguntó él.
La mujer hizo un vago signo con la cabeza y le señaló el largo sofá.
Él le explicó que su sobrina -al menos la que creía que era su sobrina- no consiguió subir al transbordador, porque dejaron a todos los de la ciudad en el muelle. La tía sacó de la bolsa el montón de octavillas y se puso a ojearlas. El explicó que la situación era muy tensa en la ciudad, que hubo disparos, se perseguía a la gente por la noche y que seguramente Xu Qian debía de pertenecer a la facción atacada.
– ¡Qué rebelión es esa! -exclamó la tía colocando las octavillas sobre la mesita de té. De hecho, su frase también podía pasar por una interrogación.
Él explicó que estaba muy preocupado, que temía que le hubiera ocurrido algo a Xu Qian.
– ¿Usted es su novio?
– No -respondió, aunque tuvo ganas de decir que sí.
Después de un instante de silencio, él se levantó:
– Sólo he venido a prevenirla; pero, por supuesto, espero que no le haya ocurrido nada.
– Me pondré en contacto con sus padres.
– Yo no tenía la dirección de sus padres -dijo él con cierta audacia.
– Escribiremos a su casa.
La tía no tenía ninguna intención de darle las señas. Él sólo Herir:…
– Puedo dejarle mi dirección y el número de teléfono de mi unidad de trabajo.
La señora le dio un papel para escribir. Luego lo acompañó a la puerta y le dijo antes de cerrar:
– Ahora que conoce el lugar, no dude en volver.
Era una forma educada de agradecerle lo que había hecho.
Cuando volvió a su casa, se tumbó en la cama y se puso a recordar todos los detalles de aquella noche. Quería que cada frase que pronunció Xu Qian, el sonido de su voz en la oscuridad y los movimientos de su cuerpo se hubieran grabado en él.
Llamaron a la puerta; era Lao Huang, un funcionario que pertenecía a su facción y que nada más entrar le preguntó:
– ¿Qué ha sido de ti? He venido a verte varias veces, no has ido al trabajo, ¿qué has estado haciendo? ¡No puedes continuar viviendo así, sin preocuparte por nada! ¡Han sacado a los funcionarios uno tras otro para acusarlos, se ha armado un gran lío en la asamblea!
– ¿Cuándo? -preguntó él.
– ¡Esta tarde, han llegado a las manos!
– ¿Ha habido heridos?
Huang explicó que la banda de Danian golpeó al tesorero de la sección de finanzas, y le rompió las costillas a patadas porque venía de una familia de capitalistas. Amenazaron a todos los funcionarios que apoyaban su facción. Huang no tenía un buen origen de clase, ya que era hijo de un pequeño empresario, aunque fuera miembro del Partido desde hacía veinte años.
– ¡Si no podéis proteger a los altos cargos que os sostienen -dijo Huang muy alterado-, vuestra organización va a caer en picado!
– Hace tiempo que me he retirado de la dirección, ahora estoy casi todo el tiempo fuera, en misión -dijo él.
– Pero esperamos que vengas a apoyarnos, el gran Li y los suyos no saben cómo protegernos. Todos venimos de la antigua sociedad; ¿quién no ha tenido problemas en su familia o en las personas cercanas? Han convocado para mañana una asamblea para juzgar a Lao Liu y a Wang Qi. Si no los paráis, ningún alto cargo querrá mantener sus lazos con vosotros. No es mi opinión personal, Lao Liu y los demás altos cargos me han encargado que venga a verte, nosotros confiamos en ti, te apoyamos, ¡debes venir y enfrentarte a ellos!
Los dirigentes también hacían pactos entre bastidores, la lucha por el poder había llegado a un punto en que nadie podía sobrevivir sin unirse a un clan o una facción. Los funcionarios que apoyaban su facción lo habían elegido y de nuevo debía estar en primera línea.
– Mi mujer también me ha dicho que venga a verte, nuestro hijo todavía es joven, si nos etiquetan ahora, ¿qué será de él? -le preguntó Huang, con una mirada ansiosa.
Conocía a la mujer de Huang, ya que trabajaba en el mismo sector que él. No podía quedarse parado, quizá porque había perdido a Xu Qian, que se quedó retenida en el muelle y que, aunque sólo fuera en su imaginación, había sido víctima de los últimos ultrajes. De cualquier modo, volvió al combate. La compasión, o al menos la simpatía que sentía hacia los que habían perdido el poder y estaban amenazados, ese humanismo, le hizo de nuevo perder la cabeza, despertando los sentimientos heroicos inherentes en él. Quizá también porque no le habían roto los huesos, no tenía que conformarse con la derrota. Aquella misma noche fue a ver al pequeño Yu para convencerlo de que había que proteger a los altos cargos que los apoyaban y Yu fue de inmediato a ver al gran Li. Pasó toda la noche sin dormir, contactando con otros jóvenes.
A las cinco de la mañana llegó a la calle donde vivía Wang Qi y encontró su casa. La gran puerta de estilo antiguo, con roblones remachados, estaba cerrada; en la callejuela había una tranquilidad absoluta, no pasaba nadie por allí. A la entrada de la calle ya estaba abierto el tenderete que servía desayunos. Bebió un tazón de leche de soja hirviendo y comió un buñuelo recién salido de la freidora; no aparecía nadie conocido en la calle. Tomó otro tazón de leche de soja y otro buñuelo, y por fin vio al gran Li que llegaba en bicicleta. Lo llamó haciendo un ademán. Li puso el pie en el suelo y le estrechó con vigor la mano, como a un viejo amigo.