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La sonrisa se borró del rostro de Cabeza Gorda. La radio de la habitación de al lado emitía esta vez otra ópera revolucionaria modelo creada bajo la directiva de la esposa de Mao, El destacamento femenino rojo: «¡Adelante, adelante, la responsabilidad revolucionaria es grande, el rencor de las mujeres es profundo!».

El ideal grandioso de la camarada Jiang Qing, que nunca obtuvo la simpatía de los veteranos del Partido debido a su deseo de participar en los asuntos políticos, estaba teniendo lugar en aquel momento.

– ¿Cómo es posible que tu vivienda esté tan mal insonorizada? -preguntó Cabeza Gorda.

– Es mejor cuando la radio de al lado está encendida.

– ¿No tienes radio en tu casa?

– Confiscaron la del viejo Tan, que vive conmigo, y continúa aislado en nuestra institución.

Permanecieron durante un tiempo en silencio, escuchando las palabras de la ópera que salía de la vivienda de al lado.

– ¿Tienes algún juego de ajedrez? ¡Juguemos una partida! -propuso Cabeza Gorda.

Tan tenía un juego de ajedrez chino de hueso. Lo sacó de una caja de cartón que tomó del montón de cosas que había colocado en el rincón de la habitación. Luego apartó los platos y el alcohol que había dejado en la mesa y colocó el juego.

– ¿Cómo se te ocurrió pensar en ese libro? -preguntó, volviendo a su conversación mientras avanzaba un peón.

– Cuando los periódicos empezaron a criticar a Wu Han, mi padre me hizo volver a casa y me dijo que estaba pidiendo la jubilación…

Cabeza Gorda movió una pieza y bajó el tono, hablando intencionalmente con ambigüedad. Su padre era profesor de historia, también tenía un título de personalidad demócrata.

– ¿Has visto el libro de Wu Han? ¿Todavía se puede encontrar? -Avanzó otra pieza.

– Lo teníamos en casa y mi padre me lo hizo leer, pero después lo quemó, ¿quién se atreve hoy en día a esconder ese tipo de libro? Sólo me permitió llevarme el Zizhitong/ian de encuadernación tradicional. Es una edición de la época de los Ming, lo único que mi padre me ha dejado en herencia. Este libro lo recomendó el viejo Mao a sus altos funcionarios, si no, no me habría atrevido a guardarlo.

Cabeza Gorda pronunció el nombre de Mao con un tono de voz casi inaudible, a toda velocidad, luego continuó el juego.

– ¡Tu padre es realmente perspicaz! -exclamó él, sin saber si expresaba admiración o pena.

Su padre no fue tan inteligente, ¡era tan ingenuo!

– Era demasiado tarde, le negaron la jubilación, lo criticaron argumentando unos problemas de su pasado -explicó Cabeza Gorda quitándose las gafas, descubriendo unos ojos sin brillo y de miope. Aproximó la cara muy cerca del tablero y dijo:

– ¡Qué mala jugada has hecho!

Él, de un movimiento, barrió las piezas y exclamó:

– ¡Imposible divertirse, nos están dando por culo a todos!

Cabeza Gorda se quedó de piedra al escuchar estas palabras groseras, luego se echó a reír. Y los dos rieron hasta que les saltaron las lágrimas.

¡Tened cuidado! Si alguien hubiera denunciado vuestra conversación, habría bastado para que estuvierais en peligro de muerte. El miedo se esconde en el corazón de todos, pero no se puede nombrar, no se puede poner al desnudo.

Cuando cayó la noche, salió al patio a vaciar el cubo de la basura, lleno de restos de carbón y de la cena. Comprobó que las puertas de sus vecinos estaban cerradas y Cabeza Gorda aprovechó para montarse en su bicicleta. Vivía en un dormitorio colectivo, todavía estaba siendo objeto de una investigación y, a pesar de la advertencia que le había hecho su viejo padre, ya era demasiado tarde. Cuando el ejército llegó poco después para proceder a la depuración de las filas de clase, la famosa frase que soltó mientras charlaba en su dormitorio fue considerada como un crimen de alta traición, y lo enviaron a una granja de reeducación por el trabajo, en la que estuvo cuidando búfalos durante ocho años.

Después de esta conversación, el miedo hizo que se evitaran. No se atrevieron a tener el menor contacto entre ellos y tardaron catorce años en volverse a ver. El padre de Cabeza Gorda ya había muerto. Uno de sus tíos, que vivía en Estados Unidos, le ayudó a entrar en una universidad para perfeccionarse. Una vez obtuvo su pasaporte y su visado, Cabeza Gorda vino a despedirse de él. Evocaron aquel reencuentro, el alcohol que se les subió a la cabeza, cómo encontraron las razones secretas que empujaron al viejo Mao a llevar a cabo la Revolu ción Cultural.

– Si esta conversación entre nosotros dos hubiera trascendido -dijo Cabeza Gorda-, no me habrían enviado sólo a pastar búfalos, seguramente ya no tendría la cabeza sobre los hombros.

Luego le dijo que si encontraba un trabajo de profesor en los Estados Unidos, seguramente no volvería.

Aquella noche, catorce años antes, cuando Cabeza Gorda se fue, abrió de par en par la puerta de su habitación para airearla. Luego la cerró, calmó su excitación y su temor tumbado sobre la cama, mirando fijamente el agujero del techo. Era como si se hubiera sentado sobre un hormiguero; la pesada oscuridad parecía animada por un hormigueo constante. Cuando pensaba que el falso techo podía caerle encima en cualquier momento, junto con todos sus insectos, se le ponía la carne de gallina.

28

Volvió el invierno. Ya había cerrado la tapa de la estufa de carbón. Estaba tumbado sobre la cama; sólo tenía encendida la luz de la mesita de noche. La pantalla metálica, colocada sobre la bombilla, dirigía los rayos hacia abajo e iluminaba la manta a cuadros. Con el cuerpo en la oscuridad, observaba el redondel de luz. Parecía un inmenso tablero con los bordes difuminados; la victoria o la derrota no dependía de las figuras, sino del que las movía en la sombra, el jugador. Una figura de ajedrez a la que le gustaría tener voluntad propia y no desea que la coman de forma estúpida debe de estar completamente loca. Tú no mereces ser un peón insignificante, eres una simple hormiga que puede ser aplastada por los pasos de los viandantes. Sin embargo, no puedes abandonar el hormiguero, vives el presente entre las hormigas. «Miseria de la filosofía» o filosofía de la miseria, de Marx a estos sabios revolucionarios, ¿quién habría podido imaginar la catástrofe y la miseria espiritual que engendraría esta revolución?

Oyó unos golpes en la ventana; al principio pensó que era el viento, la ventana estaba cerrada herméticamente con papel encolado y había echado las cortinas. Dos ligeros golpes sonaron de nuevo.

– ¿Quién es? -preguntó, sentándose sobre la cama; pero nada se movió. Entonces salió de debajo de las mantas y fue hasta la ventana descalzo.

– Soy yo -dijo dulcemente una voz femenina.

No conseguía adivinar quién era. Corrió el pestillo de la puerta y la entreabrió un poco. Xiaoxiao la empujó y entró, acompañada de una corriente de aire helado. Se quedó estupefacto al ver a aquella estudiante llegar así a medianoche. Como estaba en calzoncillos, corrió a refugiarse bajo las mantas y dejó que la joven cerrara la puerta. Pero ésta se abrió de nuevo empujada por el fuerte viento. Xiaoxiao tuvo que apoyarse contra ella para volverla a cerrar.

– Echa el pestillo -dijo sin reflexionar. La joven dudó un instante; luego lo echó delicadamente. Él tuvo una corazonada. La muchacha se quitó la bufanda, que le envolvía la cabeza, y dejó aparecer su dulce rostro níveo. Con la cabeza mirando al suelo, parecía jadear.

– ¿Qué te pasa, Xiaoxiao? -preguntó, sentándose en la cama.

– Nada -contestó, levantando la cabeza; todavía estaba de pie al lado de la puerta.

– Debes de estar helada. Abre la tapa de la estufa.

La joven se quitó los guantes de lana, lanzó un suspiro, luego tomó el gancho que estaba cerca de la estufa y abrió la puerta y la tapa con total naturalidad, dejando al descubierto el carbón incandescente. Estaba claro que a esa débil muchacha no la debían de mimar demasiado en casa y que estaba acostumbrada a realizar ese tipo de tareas.

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