– No lo había pensado… -dices tú.
De pronto quieres mostrarte cariñoso con ella, agarras sus grandes senos con tus manos.
Con los dedos, te acaricia el dorso de la mano.
– Eres tierno -dice ella.
– Tú también, tierna Margarita.
Sonríes.
– ¿Te vas mañana? -preguntas.
– Deja que lo piense… Todavía puedo quedarme, pero tendré que cambiar el billete de regreso a Francfort. ¿Cuándo vuelves a París?
– El próximo martes. Es un billete de tarifa reducida. Es difícil cambiarlo, sólo pagando un suplemento.
– No, yo debo volver como muy tarde este fin de semana -dice-. El lunes una delegación china viene a Alemania para negociar con mi empresa. Yo soy la intérprete. No soy libre como tú, tengo un jefe.
– En ese caso, todavía tenemos cuatro días -dices después de contarlos.
– Mañana… No, ya ha pasado una noche, sólo faltan tres días -dice ella-. Después iré a telefonear a mi jefe para pedirle unos días de fiesta y para cambiar mi billete. Luego pasaré por mi hotel a recoger mis cosas.
– ¿Y tu jefe?
– Ya se las arreglará. De todos modos, mi trabajo aquí ya ha terminado.
Afuera ya es de día. Algunos pedazos de nubes permanecen pegados a la punta de los blancos rascacielos cilíndricos. La cima de las colinas está inmersa en la bruma. Sobre sus laderas, la vegetación parece totalmente negra, como si fuera a llover.
5
Está en su casa, en Beijing; no sabe cómo ha vuelto. Ya no consigue encontrar la llave de su apartamento para abrir la puerta. Está preocupado; tiene miedo de que los vecinos lo reconozcan. Escucha unos pasos que vienen de arriba, se vuelve con rapidez y finge que está bajando. El hombre que viene del piso de arriba lo roza con su hombro en el recodo de la escalera; se vuelve y lo reconoce: -¿Has regresado?
Es Lao Liu, su jefe de sección de la época en que trabajaba de redactor, mal afeitado, como cuando lo sometían a los interrogatorios de acusación y de persecución durante la Revolu ción Cultural. Había defendido a su antiguo jefe y seguramente él debía de guardar un buen recuerdo de esa vieja amistad. Le explica que no consigue encontrar su llave. Lao Liu deja escapar un profundo suspiro:
– Han requisado tu apartamento y se lo han dado a otro inquilino.
Entonces recuerda que precintaron su apartamento hace mucho tiempo.
– ¿Puedes encontrar algún lugar donde pueda esconderme? -pregunta él.
Visiblemente incómodo, Lao Liu responde:
– Hay que pasar por la oficina de gestión de los alojamientos. Es difícil. ¿Cómo es que no has avisado antes de venir?
Dice que ha comprado un billete de ida y vuelta, que no pensaba… Habría tenido que pensarlo, no obstante, ¿cómo podía estar tan atolondrado? Quizá, después de pasar tantos años en el extranjero, ha debido de olvidar las penalidades que pasó en China. Alguien está bajando la escalera. Lao Liu se apresura a salir del edificio y finge que no lo conoce. Él sigue inmediatamente sus pasos para que no lo vuelvan a reconocer, pero cuando llega abajo y sale a la calle, Lao Liu ha desaparecido. El polvo vuela en el aire, se ha levantado un viento de arena como el que sopla en Beijing al principio de la primavera. Sin embargo, en ese instante, no sabe si estamos en primavera o en otoño. Va vestido con poca ropa, tiene frío y recuerda de repente que Lao Liu murió hace tiempo, al tirarse de la ventana del edificio en donde trabajaba. Tiene que huir enseguida de ahí y tomar un taxi hacia el aeropuerto, pero se da cuenta de que confiscarán inmediatamente sus papeles en la aduana, ya que ha sido declarado enemigo público. Ignora por completo cómo ha ocurrido y más aún por qué no puede ir a ningún sitio de esa ciudad en la que pasó la mitad de su vida. Entonces llega a una comuna popular de las afueras y quiere alquilar una casa en el campo. Un campesino que lleva una pala lo conduce a un tinglado cubierto por una tela plástica y le señala con la pala una hilera de hoyos cementados. Probablemente han cavado en la tierra reservas de coles para el invierno, están revestidas, ya es un progreso, piensa. En la época en que se sometía en el campo a la reeducación por el trabajo, llegó a dormir en el suelo, sobre la tierra batida recubierta de paja, cada uno pegado al de al lado, disponiendo de un espacio de unos cuarenta centímetros, menos ancho que esas fosas, que sólo acogen a una sola persona, y que son mayores que los nichos cimentados del cementerio, donde reposan los ataúdes de su padre y de su madre; no se puede quejar. Una vez en el interior, se da cuenta de que bajo la escalera hay otro nivel, otra hilera de hoyos; si debe alquilar algo aquí, será mejor alquilar el nivel inferior, estará más insonorizado, dice que su mujer va a cantar. ¡Ha venido con una mujer!… Se despierta, es una pesadilla.
Hacía tiempo que no había tenido ese tipo de pesadillas y, cuando tenía alguna, ya no tenían nada que ver con China. En el extranjero había encontrado a mucha gente que llegaba de allí y que a menudo le decían: «Deberías volver, darte una vuelta. Beijing ha cambiado mucho, ya no reconocerías aquello, ¡hay más hoteles de cinco estrellas que en París!». De eso estaba seguro. Y si alguien le decía que hoy en día era muy fácil hacer fortuna en China, tenía ganas de decirle que, si era tan fácil, por qué no la hacía. Y si le preguntaban si pensaba en China, contestaba que sus padres estaban muertos los dos. ¿Y la nostalgia del pueblo natal? También la había enterrado. Ya hacía diez años que había dejado su país y no quería recordar ese pasado con el que pensaba que había roto por completo.
Ahora es un pájaro libre. Es una libertad interior, no tiene ninguna preocupación, es libre como el aire, como el viento. Y esta libertad no se la ha concedido ningún dios, él es el único que sabe el precio que tiene que pagar por ella y el valor que tiene. Tampoco piensa unirse de nuevo a una mujer; la familia y los hijos suponen para él una carga demasiado pesada.
Con los ojos cerrados, deja que su mente divague. Sólo cuando cierra los ojos deja de notar la mirada de los demás y no se siente vigilado; con los ojos cerrados es libre, puede dejar que sus pensamientos vaguen, a veces incluso hasta en las profundidades de una mujer, hasta en ese lugar maravilloso. Una vez, visitó una cueva calcárea perfectamente conservada del Macizo Central de Francia, en la que los visitantes entraban en fila india en unos pequeños coches eléctricos unidos por un cable, protegidos por una barandilla metálica. Unas luces de color naranja iluminaban la cueva, que tenía las paredes llenas de ondulaciones y las estalactitas con forma de tetas goteaban sin parar. Esa oscura cavidad natural parecía un gigantesco útero de una profundidad increíble. En ella se sentía minúsculo, como un espermatozoide, un espermatozoide estéril, que se contentaba con pasear por allí, aprovechando su libertad después de apaciguar el deseo.
De niño, en una época en la que el deseo sexual todavía no se había manifestado en él, viajó a lomos de una oca, después de leer un cuento que su madre le había comprado, o incluso llegó a recorrer por la noche el palacio de los duques de Florencia montado sobre un cerdo de cobre, como el que apretaba en sus brazos el huérfano de un cuento de Andersen. También recordaba que la primera vez que sintió la dulzura, femenina no fue con su madre, sino con una sirvienta de su familia que llamaban mamá Li. Ella era la que lo bañaba desnudo en un cubo mientras él jugaba con el agua. Luego lo abrazaba y lo apretaba contra su cálido pecho para llevarlo a la cama, antes de aliviarle las comezones y de acunarlo para que se durmiera. Esta joven campesina se lavaba y peinaba sin pudor delante del pequeño. Recordaba sus gruesos senos blancos, que colgaban como peras, y sus cabellos negros relucientes, que le llegaban hasta la cintura. Ella los desenredaba con un peine fino de hueso y los enrollaba en un gran moño que se hacía en la cabeza después de haberla envuelto con una redecilla. En esa época su madre iba a rizarse el cabello a la peluquería y no debía de ser tan complicado para ella peinarse. La escena más cruel de su infancia fue cuando vio cómo pegaban a su madre Li. Su marido vino a buscarla y quería llevársela a la fuerza, pero ella se agarraba a las patas de la mesa y no se soltaba. El hombre le arrancó el moño, la golpeó en el suelo, haciendo que cayeran sobre las baldosas las gotas de sangre que salían de su frente hinchada. Su madre no consiguió pararlo, y de ese modo supo que mamá Li había huido de su pueblo, porque no soportaba los malos tratos que recibía de su marido. Le dio a su esposo unas monedas de plata envueltas en un tejido azul impreso, un brazalete de plata y todo el dinero que había conseguido ahorrar de su sueldo durante varios años, pero no pudo comprar su libertad.