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La libertad no es un derecho del hombre que concede el cielo, y la libertad de soñar tampoco se adquiere desde el nacimiento: es una capacidad que hay que preservar, una conciencia, sobre todo porque las pesadillas no paran de perturbarla.

– ¡Atención, camaradas, quieren restaurar el capitalismo! Estoy hablando de todos esos diablos malhechores que se encuentran en todos los niveles, desde la cima hasta la base. En el Comité Central también hay. Debemos desenmascararlos sin la menor piedad. Debemos proteger la pureza del Partido. No permitiremos que se ensucie la gloria de nuestro Partido. ¿Se encuentra alguno de ellos entre los que estamos aquí? No me atrevería a decir que no. De entre las mil personas que estamos reunidas aquí, ¿creéis que todos están limpios? ¿No habrá ninguno que esté provocando disturbios por todas partes y pescando en río revuelto? Quieren perturbar nuestro frente de clase. ¡Os ruego, camaradas, que permanezcáis con los ojos bien abiertos y desenmascaréis sistemáticamente a todos los que se opongan al Presidente Mao, al comité central del Partido, al socialismo!

Cuando, en la tribuna, la voz del dirigente vestido de uniforme verde se paró, los asistentes empezaron a lanzar consignas:

– ¡Eliminemos a esos monstruos!

– ¡Juremos defender al Presidente Mao hasta la muerte!

– ¡Juremos defender al comité central del Partido hasta la muerte!

– ¡Exterminemos al enemigo que no se rinde!

Alrededor de él, todo el mundo se desgañotaba; él también tenía que gritar para que lo oyeran los que le rodeaban, no bastaba con levantar el puño. Sabía que, de entre los que habían asistido, todos los que hicieran un gesto distinto a los demás corrían el riesgo de llamar la atención; incluso sentía por la espalda cómo algunas miradas se posaban en él. Sudaba. Por primera vez sintió que era un enemigo, que probablemente podían exterminarlo.

Sin duda pertenecía a esa clase que querían eliminar, pero ¿a qué clase podían haber pertenecido su padre y su madre para que desaparecieran? Su bisabuelo quiso conseguir un título de funcionario, y para eso donó todas las casas de una calle entera, su patrimonio, pero no consiguió ningún cargo oficial. Se volvió loco y acabó quemando la última casa que le quedaba -era en la época del Imperio Manchú, su padre todavía no había nacido. Por otra parte, su abuela materna empeñó todos los bienes que su abuelo había dejado y lo perdió todo antes de que naciera su madre. Nadie, ya fuera del lado de su padre o de su madre, había estado metido en política; sólo su segundo tío paterno había retenido y guardado para el nuevo poder grandes sumas de dinero que iban a huir del banco hacia Taiwan, lo que le sirvió para conseguir el título de personalidad demócrata en recompensa por sus méritos, siete u ocho años antes de ser tachado de «derechista». Todos vivían gracias a sus sueldos, no les faltaba de nada, pero tenían miedo a quedarse sin trabajo. Quizá por eso, acogieron con alegría la llegada de la nueva China, pensando que aquel nuevo Estado sería de todos modos mejor que el anterior.

Después de la «liberación», los «bandidos comunistas» se convirtieron en el «Ejército Comunista», luego en el «Ejército de Liberación», y, por fin, según su nombre oficial, en el «Ejército Popular de Liberación». Cuando entraron en las ciudades, sus padres también se sintieron liberados. Creían que las guerras incesantes, los bombardeos, el éxodo, el miedo de los saqueos habían acabado para siempre.

A su padre tampoco le gustaba el gobierno anterior; había sido algo parecido al responsable de una sucursal del Banco del Estado de esa época, y, según contaba, por la lucha interna que producía el nepotismo, perdió su empleo y trabajó durante un tiempo de periodista en un pequeño diario, que acabó cerrando, por lo que no tuvieron más remedio que vender sus bienes para sobrevivir. Recordaba como las monedas de plata, enfiladas en una caja de zapatos en el cajón de debajo de la cómoda, desaparecían cada día que pasaba y como los brazaletes de oro de su madre también acabaron desapareciendo. En la misma caja de zapatos, al fondo del cajón de la cómoda, había escondido entre las monedas un ejemplar de Sobre la nueva democracia impreso en papel basto, la más antigua edición de una obra de Mao Zedong que había visto en su vida; la trajo un misterioso amigo de su padre, el Gran Hermano Hu.

Aquel hombre era profesor de enseñanza secundaria. Cuando llegaba de visita a casa, los chicos tenían que salir. Los mayores discutían a escondidas sobre la «liberación», y él entraba y salía expresamente de la habitación de sus padres para captar algo de la conversación. El propietario de la vivienda, un hombre gordo, jefe de oficina de correos, afirmaba que los bandidos comunistas compartían a la vez los bienes y las mujeres, que comían todos en el rancho colectivo, renegaban de cualquier vínculo de parentesco y mataban cuando les venía en gana; pero sus padres no se creían ni una palabra. Por aquel entonces su padre le decía riendo a su madre: «¡Nuestro primo -un primo de su padre-, ese bandido comunista, con su cara picada, si todavía vive!».

Aquel tío, que había participado en su juventud en las actividades del Partido en la clandestinidad, cuando estudiaba en una universidad de Shanghai, enseguida dejó a su familia para unirse a la revolución en Jiangxi. Veinte años más tarde, el tío todavía estaba vivo y él acabó encontrándolo; tenía la cara picada por la viruela, pero no era nada desagradable. Cuando bebía un poco, se ponía muy rojo y todavía parecía más generoso. Se reía a carcajadas, sin reprimir el tono de voz, pero padecía asma, una enfermedad que contrajo, según decía, por fumar hierbajos, a falta de tabaco, en la época de la guerrilla. Cuando el tío entró en la ciudad con el Gran Ejército, publicó un anuncio en el periódico en busca de su familia, y, por su familia, supo en qué se había convertido su primo. El reencuentro fue un poco teatral, porque el tío tenía miedo de no reconocer a su padre, por eso precisó en la nota que mandó que, como signo para que le reconociera, blandiría en el andén de la estación una caña de bambú con un pañuelo blanco. Así, su ordenanza, un chico de campo un poco estúpido, que tenía la cabeza cubierta de tiña, su gorro militar incrustado en el cráneo a pesar del calor y todo él empapado en sudor, agitaba entre la multitud una larga caña de bambú por encima de todas las cabezas.

Su tío y su padre compartían la afición por la bebida, y cada vez que el tío venía, traía una botella de licor Daqu de sorgo, desempaquetaba todo tipo de manjares salados, envueltos en una gran hoja de loto, y los esparcía sobre la mesa para acompañar la bebida: alas de pollo, hígado de oca o mollejas de pato, patas de pato, lengua de cerdo. Luego le decía a su ordenanza que se retirara y se ponía a charlar con su padre hasta bien entrada la madrugada. Al final el chico volvía a buscarlo para llevarlo de nuevo a su guarnición. Las historias que contaba aquel tío, que iban desde la decadencia de su familia tradicional hasta su experiencia en los combates en la guerrilla, le mantenían en vilo hasta que sus párpados se cerraban y ya no podían abrirse. Su madre le repetía varias veces que se durmiera, pero siempre en vano.

Aquellas historias formaban un mundo completamente diferente al de los cuentos que había leído. Desde aquel momento su admiración por los cuentos se transformó en adoración por las leyendas revolucionarias. Su tío quiso también formarlo en la escritura, y se lo llevó con él durante varios meses. En su casa no había ni un solo libro para niños, tan sólo tenía las Obras completas de Lu Xun. La única enseñanza que le dio su tío fue la de exigirle que se aprendiera cada día un texto de Lu Xun de memoria para recitarlo cuando él volviera del trabajo. No entendía nada de lo que contaban aquellas viejas historias, en aquella época su interés iba dirigido más hacia la captura de grillos entre los matojos de hierba al pie de los muros de ladrillo. Su tío lo devolvió a su madre y reconoció con una gran carcajada que había fracasado en su educación.

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