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La ocupación tuvo lugar sin grandes dificultades, aunque la noche anterior, cuando el equipo de propaganda obrera entró en el campus, unos estudiantes lanzaron, amparándose en la oscuridad, una granada de su propia fabricación, con la que hirieron a varios obreros. Probablemente les empujó la desesperación de verse abandonados por el Gran Líder, que tanto habían defendido y que, ahora, ya no los necesitaba. Cuando un niño descubre que un adulto lo ha engañado, se echa a llorar y a patalear, es así.

Él también pensaba que había que acabar con el caos y presentía que no le esperaba nada bueno. Con el pretexto de llevar a cabo una investigación, se apresuró a salir de nuevo de Beijing.

– ¡Vuelve!

Al pasar por Shanghai, fue a ver a su tío paterno, él fue el que le dio la orden.

– ¿Que vuelva adonde? -preguntó él. Luego explicó los problemas de su padre, aquel asunto de la tenencia de armas imposible de resolver-. No tengo adonde ir -añadió.

En ese momento su tío tosió y tomó un pequeño vaporizador que accionó en la boca.

– ¡Vuelve a tu institución y haz tu trabajo!

– Todo aquello está paralizado, no hay nada que hacer, he salido de allí con el pretexto de llevar a cabo una investigación.

– ¿Una investigación sobre qué?

– Se está examinando la historia de los funcionarios. Al investigar sobre la vida de algunos antiguos revolucionarios, uno encuentra muchas veces cosas que se callan…

– ¿Qué entiendes tú de eso? No es un juego, ya no eres un niño, no te juegues la cabeza, puedes perderla antes de que te des cuenta.

Su tío iba a toser de nuevo. Accionó el vaporizador.

– Ya ni siquiera tengo nada que leer en el trabajo, no tengo nada que hacer.

– Observa, ¿sabes observar? -preguntó su tío-. Yo me he convertido en un observador, cierro la puerta y no salgo, no hay que mezclarse con ninguna facción, simplemente hay que contentarse con mirar el espectáculo que tiene lugar en el escenario y entre bastidores.

– Pero yo tengo la obligación de ir al trabajo, no me puedo quedar en casa como usted.

– También puedes callarte, ¿no? -replicó su tío-. La boca te pertenece, ¿no?

– No, tío, hace mucho tiempo que no sale de casa. No sabe que, desde que empezó el movimiento, todo el mundo tiene que decantarse por un bando o por otro, es imposible no tomar partido.

Su viejo tío, aquel viejo revolucionario, lo sabía y soltó un largo suspiro.

– ¡Qué mundo tan turbio! Antes, al menos, uno podía refugiarse en las montañas y hacerse ermitaño en un templo…

Las palabras le salían del fondo del corazón. Era la primera vez que su tío le hablaba de política, ya no lo veía como a un niño. Le dijo:

– Yo también me he puesto a salvo con el pretexto de estar enfermo. Si después del Gran Salto adelante y la lucha contra los oportunistas de la derecha, no me hubieran dejado al margen, alejándome de los asuntos del mundo durante siete u ocho años, no habría podido continuar llevando esta existencia precaria.

Después le habló de un veterano, su antiguo superior jerárquico. Les unían unos profundos lazos de amistad, ya que los dos se habían enfrentado a la muerte juntos en los años de la guerra. Antes de la Revolución Cultural, vino a visitarlo, mandó a su guardaespaldas que esperara fuera y le previno: iban a tener lugar grandes cambios en el Comité Central, era posible que no volvieran a verse nunca más. En el momento de marchar, le dejó una colcha de seda y le explicó que se trataba de un regalo de despedida.

– Advierte a tu padre que nadie puede salvar a nadie, ¡es mejor que cada uno se cuide de sí mismo!

Éstas fueron las últimas palabras de su tío cuando lo acompañó a la puerta. Poco después, este tío, que no era muy mayor, cogió una gripe y le pusieron una inyección en el hospital militar. Contra todo pronóstico, murió unas horas más tarde. Su antiguo superior, aquel veterano de la revolución, luego de que lo privaran de su libertad individual, también moriría un año después en un hospital militar. El sólo se enteró mucho más tarde, al leer un memorial escrito para rehabilitar su imagen. En la época en que luchaban por la revolución, no habrían podido imaginar ni en la peor de sus pesadillas que ésta les conduciría a una situación tan triste que lo único que podían hacer era esperar la muerte. En el momento de la agonía, ¿se arrepentirían de algo? Por supuesto, no podía saberlo.

¿Qué clase de rebelión es ésta? ¿Entras en la máquina de picar carne o añades algunos ingredientes?

Ahora, cuando vuelves la vista al principio de los hechos, no puedes evitar hacerte estas preguntas.

No obstante, él dice que las circunstancias impedían mirar las cosas fríamente y mantenerse al margen; había comprendido que sólo era un peón dentro de todo el movimiento, que ya no peleaba por el comandante en jefe, sino sólo por sobrevivir.

¿No podía elegir otro medio para sobrevivir? ¿Por qué no podía ser un simple ciudadano que siguiera la corriente general, sin preocuparse por el mañana, cambiando según el clima político, diciendo lo que los otros quieren escuchar, y adaptándose al poder?, preguntas tú.

Él dice que habría sido todavía más difícil, que habría sido más agotador que rebelarse, que habría tenido que devanarse los sesos para captar y seguir los constantes cambios del clima político sin estar seguro de tener razón. ¿Su padre no era justamente un insignificante ciudadano común? Acabó tragándose un frasco entero de somníferos y su fin fue más o menos como el de su tío, el viejo revolucionario. Si él se rebelaba, era sin un objetivo claro; de hecho, sólo lo empujaba el instinto de supervivencia, como cuando la mantis religiosa intenta impedir que un carro la aplaste.

En ese caso, ¿eres quizá un rebelde de nacimiento? ¿Tu carácter rebelde no será visceral en ti?

No, dice que era tranquilo por naturaleza, como su padre, pero era más joven y estaba lleno de energía, no tenía mucha experiencia en la vida. No podía seguir el mismo camino que eligieron sus ancestros, aunque tampoco sabía dónde se encontraba la salida.

¿No podía huir?

¿Huir adonde?, te pregunta. No podía huir del inmenso país, no podía salir del gran edificio de su institución, que parecía una colmena, en el que se ganaba la vida para alimentarse. Era ese organismo el que le proporcionaba la autorización para vivir en la ciudad, los cupones mensuales de cereales (veintiocho libras), los cupones de aceite (una libra), de azúcar (media libra), de carne (una libra), los cupones de algodón que daban cada año (veinte pies), los cupones de productos industriales de uso común, para comprar un reloj, una bicicleta, lana, distribuidos según el salario, así como su identidad de ciudadano. Si él, como una abeja obrera, dejaba el panal, ¿adonde podía ir? Dijo que no tenía elección, que era como una abeja protegida por la colmena, si la locura reinaba en el interior, no tenían más remedio que atacarse mutuamente agitándose hacia todos los lados, reconocía.

¿Acaso era una forma de salvar la vida?, preguntas tú.

Pero ya no había remedio, dice él, riendo amargamente. Si lo hubiera sabido desde el principio, no habría sido un insecto.

Un insecto capaz de reír, eso sí que es raro; te acercas para mirarlo.

Lo verdaderamente extraño es el mundo, y no esos insectos que dependen de la colmena, dice el insecto.

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