Sacó del cajón sus cuadernos de aritmética, abandonados desde que, después de la denuncia presentada por José, suspendieron las clases. Su propósito de dedicarles una hora diaria no duró mucho; se enredó en un problema y se desanimó. Volvió a rebuscar en la biblioteca, y encontró allí el AlKorati. Se trataba, como pudo apreciar, del libro santo de los mahometanos. Alguien en Ginie se habría interesado por su religión, quizás el bisabuelo o el tatarabuelo de Tomás. Aunque algunos pasajes eran incomprensibles, lo leía a gusto, pues enseñaba cómo debe actuar el hombre, qué puede y qué no puede hacer, y también porque las frases sonaban bien cuando las pronunciaba en voz alta.
La escopeta permanecía colgada de un clavo y había dejado de usarla. Provocaba en Tomás la vergüenza del abandono. Tenía intención de ir a Borkuny, pero lo iba aplazando día a día. Romualdo ya no aparecía por allí. Tía Helena se habría enterado por la abuela Misia de que Tomás había ido con él a cazar urogallos, pero hizo como si aquello no la afectara lo más mínimo.
– Tomás, ayuda a llevar las manzanas.
Y ayudaba. Incluso era una satisfacción para él cansarse cargando cestas en el lugar de Antonina. Las transportaba con una percha en cuyos extremos colgaban las cestas de unos ganchos hechos de horquillas de avellano. El vergel había sido arrendado a un pariente de Chaim, quien cuidaba de él. Las amplias despensas, situadas debajo del granero, con sus estantes en los que se colocaban las mejores especies de fruta, desprendían un áspero olor a piedra y tierra apisonada. Mordió una manzana reineta, y su pulpa crujiente y elástica, que siempre tanto le había gustado, le sorprendió: no había cambiado.
Tan sólo después de más de un mes, se acordó del esqueleto, e incluso entonces tuvo que hacer un esfuerzo para ir hasta el bosque. Encontró el hormiguero, pero la ardilla no estaba en su interior. Nunca supo qué había sido de ella.