Richmond, Virginia
11:42
Temperatura: 40 grados
– Le estoy diciendo que la cuarta muchacha, Tina Krahn, ha sido abandonada en algún lugar del Pantano Dismal.
– Y yo le estoy diciendo que usted no tiene autoridad alguna en este caso.
– ¡Sé que no tengo autoridad! -Quincy empezó a gritar y, al darse cuenta de lo que hacía, intentó con amargura controlar su malhumor. Había llegado a la oficina de campo del FBI en Richmond hacía treinta minutos y había pedido reunirse con el agente especial Harkoos. Este se había negado a permitirle pasar a su despacho, pero había accedido a regañadientes a reunirse con él en una sala del piso inferior. Quincy no había pasado por alto aquella falta de cortesía-. Y tampoco la quiero -intentó de nuevo Quincy-. Lo único que quiero es ayuda para encontrar a una persona desaparecida.
– Ha interferido en las pruebas -gruñó Harkoos.
– Llegué tarde a la escena y el personal del Instituto Cartográfico ya había empezado a analizar los datos. No había nada que yo pudiera hacer.
– Podría haberles obligado a detenerse hasta que llegaran los verdaderos profesionales.
– Son expertos en el campo…
– No son técnicos forenses con la formación adecuada…
– ¡Han identificado los tres emplazamientos posibles! -Quincy estaba gritando de nuevo y estaba a punto de empezar a blasfemar. Las últimas veinticuatro horas habían hecho mella en su estado emocional, de modo que se obligó a sí mismo a respirar hondo una vez más. Había llegado el momento de ser lógico, diplomático y racional. Y si no lo conseguía, tendría que matar a aquel hijo de puta-. Necesitamos su ayuda -insistió.
– Ha jodido este caso.
– Este caso ya estaba jodido. Cuatro jóvenes han desaparecido y tres de ellas han muerto. Agente, tenemos una última oportunidad de hacer las cosas bien. Hay una muchacha desaparecida, perdida en una zona pantanosa de cuarenta mil hectáreas. Llame a los equipos de rescate, encuentre a esa muchacha y tendrá su titular. Es así de simple.
El agente especial Harkoos hizo una mueca.
– Usted no me gusta -dijo, perdiendo parte de su vehemencia. Quincy había dicho la verdad y era difícil discutir sobre titulares-. Se ha comportado de un modo poco ortodoxo que ha puesto en peligro el procesamiento de este caso. Le aseguro que no voy a olvidarlo.
– Llame a los equipos de rescate, encuentre a esa muchacha y tendrá sus titulares -repitió Quincy.
– ¿Ha dicho el pantano Dismal? ¿Ese lugar es tan malo como suena?
– Sí.
– Mierda. -Harkoos cogió su teléfono móvil-. Será mejor que su gente no se equivoque.
– Mi gente -replicó Quincy- todavía no se ha equivocado.
Quincy acababa de abandonar el edificio para reunirse con Rainie y Nora Ray en el coche cuando sonó su móvil. Era Kaplan, que llamaba desde Quantico.
– ¿Ha detenido a Ennunzio? -le preguntó el agente especial.
– No es él -dijo Quincy-. Es su hermano.
– ¿Su hermano?
– Según Ennunzio, su hermano mayor asesinó a su madre hace treinta años. La quemó viva. Ennunzio no le ha visto desde entonces, pero su hermano dejó una nota en la tumba de sus padres con el mismo mensaje que las notas que envía ahora el Ecoasesino.
– Quincy, según sus registros personales, Ennunzio no tiene ningún hermano.
Quincy guardó silencio, con el ceño fruncido.
– Puede que ya no le considere de la familia. Han transcurrido treinta años y las últimas horas que pasaron juntos no fueron exactamente un momento Kodak.
Hubo una pausa.
– Esto no me gusta -dijo Kaplan-. Algo va mal. Escuche, le llamaba porque acabo de hablar con la secretaria de Ennunzio. Al parecer, hace dos años estuvo de baja tres meses para someterse a una operación de cirugía mayor. Los médicos le extirparon un tumor cerebral. Según su secretaria, Ennunzio empezó a quejarse de que sufría jaquecas hace seis meses. Está muy preocupada por él.
– Un tumor…
– Usted es el experto, pero los tumores cerebrales pueden incidir en la conducta, ¿verdad? Sobre todo, aquellos que crecen en lugares concretos…
– En el sistema límbico -murmuró Quincy, cerrando los ojos e intentando pensar deprisa-. En casos de traumatismo o tumor cerebral suele observarse un acusado cambio en la conducta del sujeto; lo llamamos irascibilidad acentuada. Aquellos que por lo general sonde trato agradable se convierten en personas violentas y agresivas que utilizan un vocabulario grosero.
– ¿Y es posible que se desate una furia asesina?
– Ha habido algunos casos de asesinatos en masa -respondió Quincy-. Pero algo tan frío y calculado como esto… De todos modos, un tumor puede desencadenar episodios psicóticos que pavimentan el camino. Agente especial, ¿está delante del ordenador? ¿Puede buscar el nombre de David Ennunzio? Búsquelo en los registros de nacimientos y defunciones del condado de Lee, Virginia.
Rainie ahora le miraba con curiosidad, al igual que Nora Ray.
– ¿David no es el nombre del doctor Ennunzio? -susurró Rainie.
– Eso es lo que habíamos dado por supuesto.
– ¿Lo que habíamos dado por Supuesto?-Sus ojos se abrieron de par en par y Quincy supo lo que estaba pensando: cuando realizas una investigación, nunca debes dar nada por supuesto. Kaplan tomó de nuevo la palabra.
– Según las necrológicas, David Joseph Ennunzio murió el 14 de julio de 1972, a la edad de trece años. Murió en el incendio que asoló su casa, junto a su madre. ¡Jesús! Franklin George Ennunzio los sobrevivió. El doctor Frank Ennunzio. Quincy, Ennunzio ya no tiene ningún hermano.
– Tenía un hermano pero lo mató. Mató a su hermano, a su madre… y puede que también a su padre. Después pasó todos esos años intentando ocultar su crimen y olvidar, hasta que algo más grave apareció en su cabeza.
– ¡Tiene que detenerle ya! -gritó Kaplan.
– No puedo -musitó Quincy-. Está en el pantano Dismal. Con mi hija.
El hombre sabía lo que tenía que hacer. Se había permitido pensar de nuevo, recordar los viejos tiempos y las viejas costumbres. Le dolía la cabeza, atormentada por rayos de dolor. Caminaba tambaleante, con las manos en las sienes. Pero el recuerdo le proporcionó claridad. Pensó en su madre, en la expresión de su rostro mientras permanecía inmóvil en la cama, viendo cómo arrojaba la lámpara de aceite al suelo de su cabaña de madera. Pensó en su hermano pequeño, que se había quedado acobardado en un rincón en vez de salir corriendo hacia la seguridad.
Ninguno de los dos había ofrecido resistencia. Ninguno de los dos había protestado. Durante aquellos largos y sangrientos años, las palizas de su padre habían ido mermando sus fuerzas y, cuando la muerte había empezado a avanzar hacia ellos, se habían limitado a esperarla.
Había sido débil hacía treinta años. Había dejado caer la cerilla y había escapado de las llamas. Había pensado en quedarse, con la certeza de que deseaba morir. Pero entonces, en el último instante, no había sido capaz de hacerlo. Había conseguido romper el hechizo hipnotizante del fuego y había cruzado la puerta a todo correr. Había oído los furiosos gritos de su madre. Había oído los lastimosos gemidos de su hermano. Y después, había corrido hacia el bosque implorando que la naturaleza le salvara.
Pero la Madre Naturaleza no había sido gentil. Había pasado hambre y calor. Había pasado semanas delirando por la sed. Y finalmente había conseguido llegar a pie a una ciudad, sin saber qué ocurriría a continuación.
Todo el mundo había sido amable con él. Todos habían adulado y abrazado al solitario superviviente de la triste tragedia. «Qué mayor y qué fuerte eres, que has sido capaz de sobrevivir en el bosque durante tanto tiempo», le decían. «Fue un verdadero milagro que lograras salir de la casa a tiempo». «Sin duda, Dios ha sido misericordioso contigo».
Le habían convertido en un héroe. Y él había estado demasiado cansado para protestar.
El fuego le había seguido acechando en sueños, pero había conseguido ignorarlo durante años. Siempre había deseado ser la legendaria ave fénix, que se alzaba sobre sus cenizas en una nueva vida mejor. Había estudiado mucho y había trabajado duro. Se había jurado a sí mismo que todo iría a mejor. Que él sería mejor. En su infancia había cometido un acto terrible pero ahora, como adulto, lo haría mejor.
Durante un tiempo había funcionado. Había sido un buen agente. Había salvado vidas, había trabajado en casos importantes y había realizado investigaciones críticas. Pero entonces el dolor había regresado, las llamas habían ardido con más fuerza en sus sueños y había permitido que el fuego le hablara y le convenciera para que hiciera cosas.
Había matado. Y había implorado a la policía que le detuviera. Había secuestrado a varias muchachas y había dejado pistas para que alguien las salvara. Se odiaba a sí mismo; estaba al servicio del fuego. Había buscado la redención en el trabajo, per o había cometido pecados más terribles en su vida personal. Al final, se había convertido en todo aquello que nunca había deseado ser.
Todo lo bello te traiciona. Todo lo bello miente. Solo puedes confiar en las llamas.
Ahora corría por los oscuros recesos del pantano. Oía que los ciervos escapaban al galope y que los sigilosos zorros corrían a ponerse a cubierto. En algún lugar, entre las hojas, se oía un siniestro cascabeleo, pero ya no le importaba.
Su cabeza palpitaba y su cuerpo imploraba descanso. Mientras tanto, sus manos jugaban con las cerillas, deslizándolas sobre las bandas de azufre y dejando que cayeran con un restallido sibilante en el barro.
La fangosa agua las apagó al instante, pero otras cayeron sobre hojas secas y otras prendieron la turba, que empezó a arder a fuego lento.
Corrió hasta el pozo y le pareció oír un sonido distante al fondo.
Dejó caer en su interior otra cerilla, solo para ella.
Todo lo bello debía morir. Todas las cosas, todas las personas, y él.
Mac y Kimberly corrían. Oían sonidos frenéticos entre la maleza, fuertes pasos que parecían proceder de todas partes y de ninguna. Ahí había alguien. ¿Sería Ennunzio? ¿Su hermano? De repente, el pantano había cobrado vida y Kimberly había cogido la Glock y la sostenía desesperada entre sus manos, bañadas en sudor.
– A la derecha -dijo Mac, jadeante.
Pero el sonido se volvió a oír casi al instante, esta vez a su izquierda.