Albany, Georgia
01:36
Temperatura: 29 grados
La madre de Nora Ray seguía delante del televisor. Se había desplomado sobre el viejo sofá marrón, enfundada en la misma bata rosa descolorida que había llevado puesta durante los tres últimos años. Su corto cabello oscuro se encrespaba alrededor de su rostro y el gris asomaba en las raíces, donde permanecería hasta que la abuela de Nora Ray la visitara de nuevo y la obligara a cuidarse. Por lo demás, Abigail Watts pocas veces se movía del sofá. Estaba sentada con los hombros perfectamente arqueados, la boca ligeramente abierta y los ojos fijos al frente. Nora Ray pensaba que, del mismo modo que algunas personas caían en la bebida, su madre tenía el canal Nick amp;Nite.
Nora Ray todavía recordaba los días en que su madre había sido hermosa. Antaño, Abigail se levantaba a las seis de la mañana, se ponía rulos calientes en el pelo y se maquillaba. Para cuando Nora Ray y Mary Lynn bajaban a desayunar, su madre ya se movía por la cocina ataviada con un bonito vestido de flores, preparando café para su padre y cereales para ellas. Todos charlaban alegremente hasta las siete y cinco en punto, momento en que recogía su bolso y se iba a trabajar. En aquel entonces era secretaria en un bufete de abogados. No ganaba demasiado dinero, pero le gustaban su trabajo y los dos socios que dirigían la empresa. Además, le proporcionaba un aura de prestigio en el diminuto barrio obrero en el que vivían. Trabajar en un bufete de abogados… Eso sí que era un trabajo respetable.
Pero hacía años que la madre de Nora Ray no iba a trabajar. Nora Ray ni siquiera sabía si había dejado el trabajo de un modo oficial. Posiblemente, se había marchado el mismo día que recibió la llamada de la policía y nunca más había regresado.
Los abogados habían sido amables con ella. Le habían ofrecido sus servicios para un juicio que nunca había tenido lugar en un caso donde el autor nunca había sido detenido. Habían mantenido a Abigail en nómina durante un tiempo y después le habían concedido una excedencia. ¿Y ahora? Nora Ray no podía creer que su madre siguiera conservando su empleo después de tres años. Nadie era tan bueno. Nadie permitía que su vida permaneciera congelada durante un período de tiempo tan largo.
Excepto la familia de Nora Ray, por supuesto. Ellos vivían en una distorsión temporal. La habitación de Mary Lynn, pintada de amarillo brillante y decorada con medallas y trofeos de hípica, seguía estando exactamente igual que el día que desapareció. Los vaqueros sucios que había arrojado a una esquina seguían esperando a que la joven de dieciocho años regresara a casa y los pusiera a lavar. Su cepillo, repleto de largos cabellos marrones, descansaba sobre el tocador. Junto a él había un bote de brillo de labios rosa mal cerrado y otro de rimel.
Y enganchada al espejo que se alzaba sobre la cómoda, todavía podía verse la carta que le había enviado la Universidad Estatal de Albany. Nos enorgullece anunciarles que Mary Lynn Watts ha sido aceptada formalmente como estudiante de primer año del curso 2000…
Mary Lynn deseaba ser veterinaria. Algún día trabajaría a jornada completa salvando a los caballos que tanto amaba y Nora Ray se convertiría en abogada. Entonces, ambas comprarían granjas vecinas en el campo y cada mañana podrían montar juntas a caballo, antes de acudir a sus respectivos trabajos, que sin duda estarían muy bien remunerados y serían sumamente gratificantes. Eso era lo que habían decidido aquel verano. Habían estado haciendo castillos en el aire, sobre todo aquella última noche, tan calurosa que habían decidido salir a tomar un helado.
Al principio, justo después de que Nora Ray hubiera regresado a casa sin Mary Lynn, las cosas habían sido diferentes. Sus vecinos venían a visitarles. Las mujeres les llevaban cazuelas de comida, galletas y tartas; los hombres aparecían con cortacéspedes y martillos y, sin decir ni una palabra, se ocupaban de arreglar los pequeños desperfectos de la casa. Su pequeño hogar zumbaba de actividad. Todos sus vecinos se mostraban solícitos; todos sus vecinos deseaban asegurarse de que Nora Ray y su familia estaban bien.
En aquellos días, su madre todavía se duchaba y se arreglaba. A pesar de haber sido privada de una hija, seguía aferrándose al fino tejido de la vida cotidiana. Se levantaba, se ponía los rulos y preparaba café.
Al principio, su padre había sido quien peor lo había pasado. Se había dedicado a deambular de una habitación a otra con una mirada desconcertada en los ojos, flexionando constantemente sus grandes y encallecidos dedos. En teoría, era un hombre capaz de arreglar cualquier cosa. Él mismo había construido el porche un verano y de vez en cuando realizaba trabajos por el vecindario para costear las clases de hípica de Mary Lynn. Pintaba su casa cada tres años y se encargaba de que fuera la mejor cuidada del barrio.
Quienes le conocían decían que Big Joe podía hacer todo aquello que se propusiera. Pero aquel día del mes de julio, todo había cambiado.
Con el tiempo, los vecinos habían empezado a demorar sus visitas. La comida ya no aparecía por arte de magia en la cocina y el césped ya no era segado cada domingo. La madre de Nora Ray dejó de arreglarse y su padre regresó a su trabajo en Home Depot. Al anochecer, cuando volvía a casa, se reunía con su esposa en el sofá, donde permanecían sentados como zombis mirando comedias estúpidas, mientras el televisor pulverizaba sus rostros con brillantes y coloridas imágenes hasta bien entrada la noche.
Mientras tanto, las malas hierbas iban invadiendo el jardín y el porche principal se combaba por la falta de atención. Nora Ray aprendió a cocinar los platos de su madre mientras sus sueños de estudiar de derecho se iban alejando a la deriva.
Pronto, los vecinos empezaron a hablar de ellos entre susurros: «La triste familia que vive en la triste casita de la esquina. ¿Sabe qué le ocurrió a su hija? Bien, permita que se lo cuente»…
En ocasiones, Nora Ray pensaba que debería pasearse por el barrio con un papel de color escarlata pegado a la espalda, como la mujer del libro que había leído en el último año de instituto. Sí, su familia había perdido a una hija. Sí, su familia había sido víctima de un crimen violento. Sí, podría pasarle también a usted, así que hace bien al susurrar a nuestras espaldas y dar media vuelta cuando pasamos demasiado cerca. Puede que el asesinato sea contagioso. Ese hombre supo encontrar nuestro hogar, así que es posible que pronto encuentre el suyo.
Pero nunca dijo nada similar en voz alta. No podía hacerlo. Era el único miembro operativo de su familia. Tenía que seguir adelante. Tenía que fingir que una sola hija podía bastar.
La cabeza de su madre empezó a oscilar, como hacía siempre justo antes de quedarse dormida. Su padre ya se había acostado. Tenía que trabajar por la mañana y esto aportaba cierta normalidad al extraño patrón que ellos llamaban vida.
Abigail por fin sucumbió al sueño. Su cabeza cayó hacia atrás y sus hombros se hundieron cómodamente en el mullido sofá, comprado en tiempos más felices con la intención de vivir días más felices.
En cuanto su madre se quedó dormida, Nora Ray se retiró a su habitación. No apagó el televisor, pues a estas alturas sabía que la repentina ausencia de voces televisivas la despertaría más deprisa que cualquier alarma estridente. Por lo tanto, se limitó a coger el mando a distancia que su madre guardaba en el bolsillo de su descolorida bata y, muy lentamente, bajó el volumen.
Su madre empezó a roncar, con los ligeros y suaves resuellos de una mujer que no se había movido en meses y, sin embargo, se sentía exhausta.
Nora Ray observó a su madre, apretando los puños sobre sus costados. Deseaba acariciar su rostro. Deseaba decirle que todo iría bien. Deseaba suplicar que regresara su verdadera madre porque en ocasiones no quería ser la fuerte de la familia, porque en ocasiones deseaba ser ella quien se hiciera un ovillo y se echara a llorar.
Tras dejar el mando a distancia sobre la mesa de café, se dirigió de puntillas a su dormitorio, donde el aire acondicionado estaba permanentemente conectado a la gélida temperatura de catorce grados y una jarra de agua descansaba siempre junto a la cama.
Nora Ray enterró su cuerpo bajo la gruesa seguridad de sus sábanas, pero no se quedó dormida de inmediato.
Estaba pensando en Mary Lynn, recordando la última noche que habían pasado juntas. Tras abandonar el TGI Friday, habían montado en el coche y habían estado charlando alegremente durante el trayecto.
– ¡Oh, no! -había dicho su hermana, al cabo de un rato-. Creo que hemos pinchado. Oh, espera. Buenas noticias. Un tipo ha parado detrás. Qué majo, ¿verdad, Nora Ray? El mundo está lleno de buenas personas.
El hombre estaba cansado. Muy, muy cansado. Poco después de las dos de la mañana, cuando había completado su última tarea, había regresado a la furgoneta y, aunque le dolían todos los músculos, se había tomado el tiempo necesario para limpiar el vehículo, tanto por dentro como por fuera, bajo la reconfortante luz de la linterna. Incluso se había arrastrado entre las ruedas para dar un manguerazo a la parte inferior. Sabía que el polvo podía contar historias y no quería asumir ningún riesgo.
A continuación había sacado la jaula del perro y la había limpiado con una esponja humedecida en amoníaco, cuyo intenso y pungente olor había hecho que sus sentidos volvieran a ponerse en guardia. Además de limpiar la jaula, aquel producto había destruido cualquier prueba que hubiera podido quedar en sus huellas dactilares.
Después había hecho inventario. ¿Debería limpiar el acuario? ¿Qué podía demostrar ese objeto? ¿Que había tenido una serpiente como mascota? Eso no era ningún crimen. De todas formas, no deseaba dejar nada al azar.
No quería ser uno de esos estúpidos de los que solía hablar su padre, que serían incapaces de encontrarse el agujero del culo aunque contaran con la ayuda de una linterna y las dos manos.
El mundo daba vueltas a su alrededor y sentía que las nubes de tormenta se congregaban al fondo de su cerebro. Cuando se sentía cansado, los ataques empeoraban. Los agujeros negros adoptaban un tamaño tremendo y no solo engullían horas y minutos, sino también días enteros. No podía permitir que eso ocurriera. Tenía que ser astuto. Tenía que mantenerse alerta.
Pensó de nuevo en su madre y en la triste expresión que se dibujaba en su rostro cada vez que el sol se desvanecía en el firmamento. ¿Había sabido que el planeta agonizaba? ¿Había comprendido ya en aquel entonces que todo aquello que era hermoso podía dejar de existir?