¿O simplemente había temido regresar al interior, donde su padre esperaba con su malhumor y los puños cerrados?
Al hombre no le gustaban estos pensamientos. No quería seguir jugando a este juego. Sacó el acuario del interior de la furgoneta y se deshizo de la capa de hierba y ramitas que contenía. Acto seguido, vació en su interior media botella de amoníaco y lo limpió con las manos desnudas. Podía sentir el fuerte producto químico abrasando su piel.
Más adelante, el líquido sobrante se filtraría en alguna corriente y mataría algas, bacterias y bonitos pececitos. Porque él tampoco era mejor. Hiciera lo que hiciera, seguía siendo un hombre que conducía un coche, compraba electrodomésticos y, probablemente, alguna vez había besado a alguna mujer que usaba un bote entero de laca para peinarse. Todos los hombres lo hacían. Los hombres mataban. Los hombres destruían. Los hombres pegaban a sus esposas, maltrataban a sus hijos, invadían un planeta y lo corrompían a su propia y retorcida imagen.
Sus ojos se movían de un lado a otro, los mocos se deslizaban por su nariz y su pecho se hinchó hasta que su aliento empezó a escapar con salvajes jadeos. Quiso creer que aquello se debía al fuerte olor del amoníaco, pero sabía la verdad. Había vuelto a recordar el rostro pálido y solitario de su madre.
Su hermano y él deberían haber regresado al interior con ella. Podrían haber sido los primeros en cruzar la puerta, comprobar el ambiente y, si hubiera sido necesario, recibir su castigo como hombres. Pero no lo habían hecho. Cuando su padre estaba en casa, ellos escapaban al bosque, donde vivían como dioses a base de ensalada de semillas, frambuesas y brotes de helecho.
Recurrían a la naturaleza en busca de cobijo e intentaban no pensar qué estaba ocurriendo en el interior de la diminuta cabaña del bosque. Al menos, eso era lo que hacían siempre que podían.
El hombre cerró la manguera. La furgoneta y el acuario estaban limpios y el conjunto del proyecto había sido desinfectado con amoníaco. Cuarenta y ocho horas después, todo había terminado.
Se llevó su equipo de matanza con él y lo guardó debajo del colchón antes de meterse por fin en la cama.
En cuanto su cabeza tocó la almohada, pensó en lo que acababa de hacer. Tacones altos, cabello rubio, ojos azules, vestido verde, manos atadas, cabello oscuro, ojos marrones, piernas largas, uñas hirientes, destellantes dientes blancos.
El hombre cerró los ojos y durmió mejor de lo que lo había hecho en años.