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Capítulo 6

Quántico, Virginia

07:03

Temperatura: 28 grados

– Levántate.

– No.

– ¡Levántate!

– No.

– Kimberly, son las siete de la mañana. ¡Levanta!

– No puedes obligarme.

La voz por fin desapareció y Kimberly se sumergió de nuevo en aquella oscuridad que necesitaba con tanta desesperación…, hasta que, de pronto, un chorro de agua helada cayó sobre su rostro. Se enderezó de un salto, jadeando, mientras intentaba secarse los ojos del diluvio que le había caído encima.

Lucy se alzaba junto a ella, con una jarra de agua vacía en las manos. En su rostro no había ningún indicio de arrepentimiento.

– Tengo un hijo de cinco años -le advirtió-. Así que será mejor que no intentes discutir.

Los ojos de Kimberly acababan de posarse en el reloj que descansaba junto a la cama. Eran las siete y diez de la mañana.

– ¡Ahhh! -gritó, abandonando la cama de un salto y mirando a su alrededor. Se suponía que tenía que estar…, se suponía que tenía que estar haciendo… Bueno, lo primero de todo era vestirse. Corrió hacia el armario.

– ¿Te quedaste hasta tarde? -preguntó Lucy, levantando una ceja y caminando tras ella-. Deja que lo adivine: ¿entrenamiento físico, con armas de fuego o ambos?

– Ambos. -Kimberly escogió sus pantalones de color caqui y se los puso, pero entonces recordó que a primera hora de la mañana tenía entrenamiento físico, de modo que se los quitó y se puso unos pantalones cortos azules de nailon.

– Bonitos cardenales -comentó su compañera-. ¿Quieres ver el que tengo en el culo? Parece un filete de ternera. ¡Con lo bien que estaba antes como abogada procesal! Creo que antes solía conducir algo llamado Mercedes.

– Pensaba que eso era lo que conducían los narcotraficantes. -Kimberly encontró su camiseta y se la puso mientras se dirigía al cuarto de baño, pero entonces cometió el error de mirarse en el espejo. ¡Oh, Dios! ¡Sus ojos parecían haberse hundido en un par de pozos oscuros!

– Anoche hablé con mi hijo -dijo Lucy, a sus espaldas-. Al parecer, se dedica a contar a todo el mundo que estoy aprendiendo a disparar a la gente… pero solo a los malos.

– Qué majo.

– ¿De verdad lo crees?

– Por supuesto. -Kimberly abrió la pasta de dientes, se los cepilló con furia, escupió, se enjuagó la boca y cometió el error de mirarse en el espejo por segunda vez. Salió huyendo del cuarto de baño.

– Tienes un aspecto horrible -le dijo su compañera, con voz alegre-. ¿Esa es tu estrategia? ¿Pretendes asustar a los malos y hacer que se rindan nada más verte?

– Recuerda quién de las dos sabe disparar mejor… -musitó Kimberly.

– Vale, pero tú recuerda quién de las dos sabe tirar mejor una jarra de agua. -Lucy blandió triunfante su arma y, echando una última mirada al reloj, la dejó sobre su escritorio y se dirigió hacia la puerta. De pronto se detuvo-. Ahora en serio, Kimberly. Creo que deberías restringir durante un tiempo esas sesiones nocturnas. Para poder graduarte, es necesario que estés consciente.

– Disparar me entretiene -replicó, mientras su compañera salía de la habitación y ella se ataba los cordones de sus zapatillas de deporte. Pero Lucy ya se había ido. Un segundo después, también Kimberly había abandonado el dormitorio.

A pesar de todo, Kimberly era una mujer afortunada, pues sabía perfectamente en qué momento se había ido al traste su carrera profesional. Había ocurrido a las ocho y treinta y tres minutos de la mañana. Aquella misma mañana. En la Academia del FBI. Cuando solo quedaban siete semanas más para completar el programa.

Estaba cansada y desorientada debido a la falta de sueño y a la extraña persecución nocturna que había tenido lugar con aquel agente especial de Georgia. Además, era consciente de que había exigido demasiado a su cuerpo y empezaba a pensar que, quizá, debería hacer caso a Lucy.

Reflexionó sobre ello largo y tendido…, pero más tarde, por supuesto. Después de que hubieran levantado el cadáver.

La mañana había empezado bastante bien. La clase de entrenamiento físico no había sido demasiado dura: a las ocho en punto habían hecho algunas flexiones y algunas abdominales, seguidas por los viejos saltos de obstáculos que todo el mundo realiza en primaria. Los agentes parecían un océano de niños vestidos de azul: obedientes, todos habían permanecido en fila y habían realizado los movimientos indicados.

Acto seguido, el instructor les había ordenado correr tres kilómetros, siguiendo la misma ruta que Kimberly había recorrido la noche anterior.

La ruta comenzaba en el bosque y seguía un camino pavimentado. Eso debería bastar para saber por dónde ir, pero además había diferentes carteles clavados en los árboles que servían como indicadores: «¡Corre!» «¡Disfrútalo!» «¡Disfrútalo!» Resiste.

Habían empezado a correr en rebaño, pero se habían ido separando a medida que cada uno encontraba su propio paso. Kimberly nunca había sido la más rápida de la clase, pero tampoco la más lenta.

Sin embargo, esta mañana se quedó atrás nada más empezar.

Advirtió vagamente que sus compañeros la dejaban atrás. Y advirtió vagamente que respiraba entre jadeos mientras se esforzaba en seguir adelante. Le dolía el costado izquierdo y sus pies se movían con torpeza. Corría con los ojos fijos en el suelo, intentando que cada pie aterrizara delante del otro.

No se encontraba bien. El mundo giraba de forma vertiginosa y por un momento pensó que iba a desmayarse. Se detuvo a un lado del camino y se apoyó en un árbol.

Dios, cómo le dolía el costado. El músculo estaba tan tirante que tenía la impresión de que había unos alicates presionando sus pulmones. Además, a pesar de lo temprano de la hora, el aire era tan caliente y estaba tan cargado de humedad que, por muchas veces que inhalara, no conseguía absorber suficiente oxígeno.

Se internó más en el bosque, desesperada por encontrar una sombra. Los frondosos árboles giraban en espiral de forma enfermiza. De pronto, se le puso la carne de gallina y empezó a temblar de forma descontrolada.

Estoy deshidratada o he sufrido un golpe de calor, pensó. ¿Ya tienes suficiente, Kimberly, o prefieres avanzar un poco más por esta senda de destrucción?

Los árboles giraban cada vez más deprisa. Entonces empezó a oír un débil pitido en los oídos y cientos de puntos negros se diseminaron ante sus ojos. Respira, Kimberly. Vamos, cariño, respira.

Pero no podía hacerlo. Su costado no se relajaba y era incapaz de respirar. Iba a desmayarse en medio del bosque. Sabía que iba a desplomarse en aquel suelo duro y cubierto de hojas, y lo único que deseaba era sentir el frescor de la tierra en su rostro.

De pronto, cientos de pensamientos inundaron su mente.

Recordó el terror genuino que se había adueñado de ella la noche anterior, cuando había visto a aquel extraño junto a ella. Había pensado… ¿Qué? ¿Que había llegado su turno? ¿Que la muerte por fin había encontrado a todas las mujeres de su familia? ¿Que había conseguido escapar por los pelos seis años atrás, pero que eso no significaba que la muerte hubiera decidido dejarla en paz?

Había pasado demasiado tiempo viendo fotografías de escenarios de crímenes y, aunque nunca se lo diría a nadie, en ocasiones creía que las fotos se movían; que era su rostro el que aparecía en aquellos cuerpos inertes y su cabeza la que coronaba aquellos torsos destrozados y aquellas extremidades ensangrentadas.

Y en ocasiones tenía pesadillas en las que veía su propia muerte; sin embargo, nunca despertaba momentos antes de morir, como haría cualquier persona cuerda, sino que llegaba hasta el final del sueño y sentía cómo su cuerpo se desplomaba por un precipicio y se estrellaba contra las rocas de debajo, o cómo su cabeza reventaba el parabrisas de un coche que le acababa de atropellar.

En esos sueños nunca lloraba, sino que simplemente se limitaba a pensar: Por fin.

No podía respirar y nuevos puntos negros danzaban ante sus ojos. Se apoyó en otro tronco y lo abrazó con fuerza. ¿Cómo era posible que el aire estuviera tan caliente? ¿Qué había ocurrido con todo el oxígeno?

Y entonces, en el último rincón cuerdo de su mente, lo supo. Estaba teniendo un ataque de ansiedad. Su cuerpo había superado el límite de su resistencia y ahora estaba teniendo un ataque de ansiedad, el primero que sufría en seis años.

Se internó un poco más en el bosque. Necesitaba refrescarse un poco. Necesitaba respirar hondo. Ya había sufrido episodios parecidos con anterioridad, de modo que podría sobrevivir una vez más.

Se abrió paso con torpeza entre los matorrales, sin importarle que las ramitas arañaran sus mejillas o que las ramas se enredaran en su cabello, Buscaba con desesperación una sombra más fresca.

Respira hondo, cuenta hasta diez. Céntrate en tus manos y haz que dejen de temblar. Eres dura. Eres fuerte. Estás en buena forma.

Respira, Kimberly. Vamos, cariño, respira.

Se adentró tambaleante en un claro, apoyó la cabeza entre las rodillas y se centró en respirar hasta que, con una fuerte y última boqueada, sus pulmones se abrieron y el aire inundó su agradecido pecho. Inhala. Exhala. Eso es. Muy bien, respira…

Kimberly se miró las manos. Ahora estaban más quietas y presionaban la hundida superficie de su estómago. Se obligó a separarlas de su cuerpo e inspeccionó sus dedos desplegados en busca de señales de temblor.

Ya estaba mejor y pronto volvería a sentirse fresca. Entonces seguiría corriendo y, como a estas alturas ya era muy buena en esto, nadie sabría nunca lo ocurrido.

Kimberly se puso en pie, inhaló una última bocanada de aire y dio media vuelta para regresar al camino que debía seguir. Entonces advirtió que no estaba sola.

A un metro y medio de distancia había un sendero de tierra tan amplio y liso que probablemente era el que recorrían los marines en sus entrenamientos. Y justo en el medio de aquel camino descansaba el cuerpo de una joven vestida con ropa civil. Tenía el cabello rubio y las extremidades bronceadas. Llevaba una sencilla camisa de algodón blanco, una falda azul de flores muy corta y sandalias negras.

Kimberly dio un paso adelante y, al ver el rostro de la joven, lo supo.

Se le volvió a poner la piel de gallina y un escalofrío recorrió su columna vertebral. Rodeada por el caluroso y silencioso bosque, Kimberly empezó a mirar frenética a su alrededor, mientras su mano se deslizaba hacia la cara interna del muslo para coger el cuchillo.

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