Quantico, Virginia
10:41
Temperatura: 33 grados
Quincy y Rainie se dirigían hacia Quantico en silencio. Últimamente, el silencio formaba parte de sus vidas: comían en silencio, viajaban en silencio y compartían dormitorio en silencio. A Rainie le extrañaba haber tardado tanto en darse cuenta. Quizá, al principio le había parecido un silencio agradable. Eran dos personas que se sentían tan cómodas juntas que no necesitaban palabras. Sin embargo, ahora aquel silencio le parecía azaroso. Si fuera ruido, sería como el fuerte crujido de un iceberg resquebrajándose de repente en plena área de glaciares.
Rainie apoyó la frente en el cálido cristal de la ventanilla del pasajero. Sin darse cuenta, se frotó las sienes y deseó poder sacar aquellos pensamientos de su mente.
En el exterior, el sol brillaba implacable. A pesar del aire acondicionado de su diminuto coche de alquiler, podía sentir el calor que se congregaba al otro lado de los respiraderos. Además, sus piernas desnudas estaban calientes debido a los rayos del sol y el molesto sudor se deslizaba por su espalda.
– ¿Estás pensando en Oregón? -le preguntó de pronto Quincy. Vestía el traje azul habitual. De momento, la chaqueta descansaba en el asiento trasero, pero la corbata rodeaba su cuello. Rainie no sabía cómo era capaz de vestirse de traje cada mañana.
– No exactamente. -Se enderezó en su asiento y estiró sus piernas desnudas. Vestía unos pantalones cortos de color caqui y una camisa blanca que necesitaba un buen planchado. Para ella no había trajes, a pesar de que regresaban a Quantico. Aquel no era su lugar y ambos lo sabían.
– Estos últimos días estás pensando mucho en Oregón, ¿verdad? -preguntó de nuevo Quincy.
Ella le miró con cautela, sorprendida por su tenacidad. Le resultó imposible leer su rostro, pues sus ojos oscuros miraban al frente y sus labios formaban una línea recta. Rainie decidió que había optado por abordar el tema como un psicólogo, con un enfoque neutral.
– Sí -respondió.
– Ha pasado mucho tiempo. Casi dos años. Quizá deberíamos regresar cuando esto termine. A Oregón. Tomarnos unas vacaciones.
– De acuerdo. -Su voz sonó más pastosa de lo que pretendía. ¡Maldita sea! ¡Tenía lágrimas en los ojos!
Al oír aquella voz, Quincy se volvió hacia ella y, por primera vez, Rainie vio el pánico en su rostro.
– Rainie…
– Lo sé.
– ¿He hecho algo mal?
– No eres tú.
– Sé que puedo ser distante. Sé que me encierro demasiado en mi trabajo…
– También es el mío.
– Pero no eres feliz, Rainie. Y no se trata tan solo de hoy. Hace mucho tiempo que no eres feliz.
– No. -Le sorprendió haber dicho aquello en voz alta y, al instante, sintió una extraña sensación en el centro del pecho. Alivio. Había dicho aquella palabra en voz alta. Había hablado del elefante que se paseaba por su habitación desde hacía ya seis meses. Alguien tenía que hacerlo.
Los ojos de Quincy regresaron a la carretera. Sus manos se abrían y se cerraban sobre el volante.
– ¿Hay algo que pueda hacer? -preguntó por fin, con voz más calmada.
Rainie sabía que esa era su forma de hacer las cosas. Si le pegabas un puñetazo en la tripa, simplemente enderezaba los hombros. En cambio, si hacías daño a su hija o amenazabas a Rainie, se quitaba los guantes, sus oscuros ojos brillaban con furia, su cuerpo de corredor adoptaba la forma de una larga lanza y se alzaba no como Quincy, el célebre criminólogo, sino como Pierce, un hombre extremadamente peligroso.
Pero eso solo ocurría cuando hacías daño a alguien a quien amaba. Nunca había hecho nada por protegerse a sí mismo.
– No lo sé -respondió ella, con franqueza.
– Si quieres ir a Oregón, iremos. Si necesitas un descanso, descansaremos. Si necesitas espacio, te lo daré. Y si necesitas consuelo, dímelo y detendré ahora mismo el coche para estrecharte entre mis brazos. Pero tienes que decirme algo, Rainie, porque ya llevo varios meses flotando en la oscuridad y creo que estoy perdiendo la razón.
– Quincy…
– Haría lo imposible por hacerte feliz, Rainie.
– Lo siento mucho, Quincy -dijo entonces ella, con un hilo de voz-. Pero creo que quiero tener un hijo.
Kaplan les estaba esperando cuando se detuvieron en el aparcamiento del dormitorio Jefferson. Parecía acalorado, cansado y harto.
– Un pajarito me ha dicho que se supone que no debo hablar con ustedes -dijo en el mismo momento en que desmontaron del vehículo-. Me ha dicho que solo puedo hablar con un tipo nuevo, que al parecer es quien dirige ahora la investigación.
Quincy se encogió de hombros.
– A mí nadie me ha informado de ningún cambio en el personal. ¿Y a ti, Rainie?
– No -respondió-. Yo tampoco he oído nada.
– Ese pajarito debía de estar tomándole el pelo -dijo entonces Quincy.
Kaplan arqueó una ceja. Entonces, con un movimiento sorprendentemente rápido para ser un tipo tan grande, cogió el teléfono móvil que Quincy llevaba a la cintura y, al ver que estaba desconectado, dejó escapar un gruñido.
– Muy astuto. Bueno, como están jodiendo a sus propios hombres, voy a darles la bienvenida a mi pequeño club. Tengo un cadáver, sigo teniendo jurisdicción y no estoy dispuesto a renunciar al caso.
– Amén -dijo Quincy. Rainie se limitó a bostezar.
Kaplan seguía mirándoles con el ceño fruncido.
– ¿Por qué desean volver a interrogar a mis guardias? ¿Creen que no lo hice bien la primera vez?
– No, pero ahora tenemos más información sobre el sospechoso.
Esto pareció calmar al agente especial, que sacudió los hombros y les indicó que montaran en su coche para acceder a la base.
– Los chicos tenían que salir a entrenarse por la mañana -explicó Kaplan-, así que pedí a su comandante que permanecieran en la escuela. Ambos nos esperan allí. Son jóvenes, pero buenos. Si tienen alguna información que pueda sernos de ayuda, nos la darán.
– ¿Ha habido más actividad por aquí?
– ¿Más cadáveres? Gracias a Dios, no. ¿Más anuncios en el Quántico Sentry? Ninguno que haya cruzado la mesa de nadie. Me reuní con los padres de Betsy Radison anoche, a última hora. Eso es todo.
– Supongo que fue duro -comentó Quincy, en voz baja.
– Sí, mucho.
Kaplan se dirigió al grupo de edificios señalados como marine TBS, es decir, la Escuela Básica de los marines. Había dos jóvenes reclutas sentados en la acera, vestidos con uniforme de camuflaje, con los gorros bajados para ocultar sus rostros y gruesos cinturones de herramientas atados a la cintura. En cuanto Kaplan, Quincy y Rainie desmontaron, ambos se pusieron en posición de firmes.
Mientras Kaplan efectuaba las presentaciones pertinentes, los reclutas mantuvieron la vista al frente.
– Este es el civil Pierce Quincy. Les va a hacer algunas preguntas referentes a la noche del quince de julio. Esta es su compañera, Lorraine Conner. También ella les hará algunas preguntas referentes a esa misma noche. Ustedes responderán lo mejor que sepan. Les mostrarán todo el respeto y cooperarán con ellos, del mismo modo que harían si fuera un oficial de los marines quien les solicitara su ayuda. ¿Está claro?
– ¡Señor, sí, señor!
Kaplan asintió a Quincy.
– Puede proceder.
Quincy arqueó una ceja, pues la pompa y la situación se le antojaban algo excesivas. Entonces recordó que Kaplan había recibido varios golpes últimamente. El FBI le había obligado a salir de su mundo, así que ahora hacía gala del poder que todavía esgrimía en el suyo.
Se acercó a los marines.
– ¿Ambos estaban de guardia durante el turno de noche del quince de julio?
– Señor, sí, señor.
– ¿Ambos ordenaron que se detuvieran todos los coches y solicitaron a cada conductor su identificación?
– ¡Detuvimos a todos los vehículos que entraron en la base, señor!
– ¿Pidieron la identificación pertinente a los pasajeros?
– ¡Todos los visitantes de la base deben mostrar su identificación, señor!
Quincy miró a Rainie, pero ella no se atrevió a encontrarse con su mirada, por miedo a echarse a reír, llorar o ambas cosas a la vez. La mañana ya había sido bastante surrealista y ahora tenía la impresión de estar interrogando a dos focas adiestradas.
– ¿Qué tipo de vehículos entraron aquella noche? -preguntó Quincy.
Por primera vez, no recibió una respuesta inmediata. Ambos reclutas seguían mirando al frente, como ordenaba el procedimiento, pero era evidente que se sentían confundidos.
Quincy lo intentó de nuevo.
– El agente especial Kaplan me ha comentado que aquella noche hubo mucho tráfico.
– ¡Señor, sí, señor! -respondieron al unísono los marines.
– Supongo que la mayor parte de dicho tráfico eran estudiantes de la Academia Nacional que regresaban a sus dormitorios.
– ¡Señor, sí, señor!
– Y supongo que dichas personas conducían, en su mayoría, coches de alquiler o sus vehículos privados. Por lo tanto, la mayoría de los coches que entraron en la base fueron automóviles pequeños y corrientes.
– Señor, sí, señor. -Esta vez no fueron tan vehementes, pero seguía siendo una afirmación.
– ¿Detuvieron alguna furgoneta? -preguntó entonces, con voz amable-. Concretamente, ¿llegó alguna camioneta de madrugada?
Silencio de nuevo. Ambos guardias tenían el ceño fruncido.
– Vimos varias furgonetas -respondió entonces uno de ellos.
– ¿Anotaron dichos vehículos en el registro o comprobaron sus matrículas?
– No, señor.
Ahora fue Quincy quien frunció el ceño.
– ¿Por qué no? Supongo que, por lo general, ustedes ven coches particulares que entran y salen de la base. Una furgoneta debe de ser algo inusual.
– No, señor. Hay obras, señor.
Quincy miró a Kaplan con una expresión vacía y el agente pareció entender su silenciosa pregunta.
– En la base se están realizando una serie de proyectos -explicó-. Nuevos campos de tiro, nuevos laboratorios y nuevos edificios de administración. Ha sido un verano ajetreado y la mayoría de los obreros conducen furgonetas o camiones. Incluso alguno de ellos ha venido en carretilla elevadora.
Quincy cerró los ojos y Rainie pudo ver que la cólera se congregaba tras su semblante engañosamente sereno. Los pequeños detalles que nadie recordaba mencionar al principio. O mejor dicho, el pequeño detalle que podía dar por completo la vuelta al caso.