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Capítulo 34

Richmond, Virginia

10:34

Temperatura: 34 grados

A simple vista, Nora Ray Watts resultó ser muy distinta a lo que Kimberly había imaginado. Pensaba que sería una joven profundamente traumatizada que caminaba con la cabeza agachada y los hombros encorvados. Una joven que vestiría ropa normal y corriente en un intento desesperado por pasar desapercibida. Una joven cuya mirada furtiva se precipitaría por el atestado aeropuerto buscando la fuente de alguna amenaza no identificada.

Había imaginado que tendrían que tratarla con guantes de seda. Le invitarían a una Coca-Cola, escucharían lo que afirmaba saber sobre el Ecoasesino y después la enviarían de vuelta a la relativa seguridad de Atlanta. Así era como se hacían estas cosas y, francamente, no podían dedicarle más tiempo.

Sin embargo, Nora Ray Watts tenía otro plan en mente. Avanzó a grandes zancadas por el centro de la terminal, con una vieja bolsa de flores colgada del hombro. Llevaba la cabeza bien alta y los hombros rectos. Vestía téjanos ceñidos, una etérea camisa azul sobre un top sin mangas de color blanco y recias botas de excursionismo. Su larga melena morena estaba recogida en una coleta y no llevaba nada de maquillaje en la cara. La joven avanzó directamente hacia ellos, y el resto de pasajeros se apresuró a dejarle paso.

Kimberly tuvo dos impresiones a la vez: que era una joven que había crecido demasiado rápido y que era una mujer distante que ahora existía como una isla en el océano de la humanidad. Entonces se preguntó, sintiendo cierto pánico, si eso mismo era lo que veía la gente cuando la miraba a la cara.

Nora Ray se detuvo ante ellos y Kimberly apartó la mirada.

– Agente especial McCormack -dijo con voz grave, tendiéndole la mano a Mac.

En cuanto Mac efectuó las presentaciones pertinentes, Nora Ray también le tendió la mano a Kimberly. El apretón fue fuerte pero rápido, el de alguien a quien no le gustaba el contacto físico.

– ¿Qué tal el vuelo? -preguntó Mac.

– Bien.

– ¿Qué tal están tus padres?

– Bien.

– Me alegro. ¿Y qué tipo de historia les has contado para venir hoy aquí?

Nora Ray alzó la barbilla.

– Les he dicho que iba a pasar unos días con una compañera de universidad de Atlanta. Mi padre se alegró al saber que iba a ver a una amiga, pero mi madre estaba demasiado ocupada viendo Enredos de familia.

– Mentir no es bueno para el alma, jovencita.

– No. Pero el miedo tampoco. ¿Vamos?

Se dirigió a la cafetería mientras Mac arqueaba una ceja.

– No es la típica víctima -murmuró Kimberly, mientras echaban a andar tras la joven. Mac se limitó a encogerse de hombros.

– Tiene una buena familia. O al menos la tenía antes de que ocurriera aquella desgracia.

Una vez en la cafetería, Mac y Kimberly se sirvieron grandes tazas de café amargo. Nora Ray pidió gaseosa y una magdalena de plátano, que se comió con los dedos mientras se sentaban ante una mesita de plástico.

Mac prefirió no preguntarle nada de inmediato. Kimberly, que también se tomó su tiempo, se dedicó a beber sorbos de aquel brebaje de sabor infecto y a recorrer con la mirada el aeropuerto de Richmond como si no hubiera nada que le preocupara. Como si no tuviera nada mejor que hacer que sentarse en aquella gloria provista de aire acondicionado. Como si lo más urgente del día fuera beberse aquella taza de café. Deseaba que su corazón no latiera con tanta fuerza en su pecho. Deseaba que ninguno de los tres fuera tan insoportablemente consciente de la naturaleza huidiza del tiempo:

– Deseo ayudarles -dijo de pronto Nora Ray. Había terminado de destruir su magdalena y ahora les miraba con una expresión nerviosa, temblorosa. Ya no era la mujer distante, sino la joven que había crecido demasiado deprisa.

– Mi jefe me dijo que sabías algo sobre la situación actual -dijo Mac, adoptando un tono neutral.

– Ha vuelto a hacerlo. Ha vuelto a secuestrar. Y dos de esas chicas han muerto, ¿verdad?

– ¿Cómo sabes eso, cariño?

– Porque lo sé.

– ¿Te ha llamado?

– No.

– ¿Te envía cartas?

– No. -Enderezó la espalda y dijo, con voz firme-: Yo he preguntado primero, así que responda a mi pregunta. ¿Han muerto dos chicas más? ¿Lo ha vuelto a hacer?

Mac guardó silencio. Mientras tanto, los dedos de Nora Ray reunieron las migajas de su magdalena y las separaron una vez más, formando pequeñas bolitas pastosas. La chica era buena, pues logró permanecer callada más rato que él.

– Sí -respondió, con sequedad-. Sí, ha vuelto a matar.

El fuego la abandonó al instante. Los hombros de Nora Ray se vinieron abajo y sus manos cayeron pesadamente sobre la mesa.

– Lo sabía -susurró-. No quería saberlo, deseaba creer que solo era un sueño. Pero en mi corazón…, en mi corazón, siempre lo supe. Pobres chicas. Nunca tuvieron ninguna posibilidad.

Mac se inclinó hacia delante. Cruzó los brazos sobre la mesa y la observó con atención.

– Nora Ray, tienes que empezar a hablar. ¿Cómo sabes eso?

– ¿No se reirán?

– Después de las últimas treinta y seis horas, no me quedan fuerzas para reír.

La mirada de Nora Ray se posó en Kimberly.

– Yo estoy más cansada que él -le dijo ella-. Así que tu secreto está a salvo con nosotros.

– Soñé con ellas.

– ¿Soñaste con ellas?

– Sueño con mi hermana continuamente. Nunca se lo he dicho a nadie, porque solo conseguiría preocuparles, pero hace años que veo a Mary Lynn en sueños. Creo que está contenta. En el lugar en el que está hay campos y caballos y el sol brilla con intensidad. Ella no me ve; no sé si yo existo en su mundo. Sin embargo, de vez en cuando la veo y creo que está bien. Hace unos días apareció otra chica. Y anoche, otra más se sentó junto a ella sobre la valla. Creo que todavía están intentando aceptar que han muerto.

El rostro de Mac se había quedado vacío de expresión. Deslizó una mano por su rostro, una vez y otra. Kimberly se dio cuenta de que no sabía qué decir. Ninguno de los dos había imaginado que esta conversación iba a dar un giro semejante.

– ¿Esas chicas perciben tu presencia? -preguntó por fin Kimberly-. ¿Te hablan?

– Sí. Una de ellas tiene una hermana más pequeña. Me preguntó si su hermana también soñaría con ella por las noches.

– ¿Podrías describir a esas chicas?

Nora Ray les hizo dos descripciones. No eran exactamente correctas, pero tampoco estaban equivocadas. Una rubia y una morena. Las personas que afirmaban poseer habilidades psíquicas solían hacer descripciones genéricas, para que la imaginación de sus interlocutores rellenara los huecos: Kimberly volvía a sentirse cansada.

– ¿Viste al hombre? -le preguntó Mac.

– No.

– ¿Solo sueñas con las chicas?

– Sí.

Mac abrió las manos.

– Nora Ray, no sé en qué puede ayudarnos esto.

– Yo tampoco -reconoció ella, adoptando un tono cansado. Estaba al borde de las lágrimas-. Pero significa algo, ¿no? Tengo una conexión. Una especie de… ¡No sé qué es, pero veo a esas chicas! ¡Y sé que han muerto! Sé que están heridas, confusas y muy enfadas con ese hombre por lo que les ha hecho. Podría servir de algo. Es posible que pueda hacerles más preguntas, conseguir información sobre el asesino y averiguar dónde vive. No sé': ¡Pero significa algo! ¡Se que significa algo!

Su voz se quebró por la cólera y sus manos empezaron a aplastar de forma compulsiva las migajas de la magdalena. Sus pulgares presionaban la mesa cada vez con más fuerza, como si aquel gesto fuera lo único que le permitía conservar la cordura.

Kimberly miró a Mac, que parecía lamentar haber aceptado reunirse con la joven. La verdad es que no podía culparle.

– Te agradezco que hayas venido a contarme esto -dijo por fin, con voz grave.

– No va a enviarme a casa.

– Nora Ray…

– ¡No! ¡Puedo ayudarles! Todavía no sé cómo, pero sé que puedo ayudarles. Si todavía le están buscando, me quedaré.

– Nora Ray, eres civil y yo estoy realizando una investigación policial a la que tengo que dedicar cantidades ingentes de tiempo y esfuerzo. Estoy seguro de que tus intenciones son buenas, pero tu presencia aquí solo me impedirá moverme con rapidez y, disculpa mi lenguaje, lo enviará todo a la mierda. Tienes que irte a casa. Te llamaré cuando sepamos algo.

– Va a atacar de nuevo. Aquel último verano lo hizo en dos ocasiones. Esta vez hará lo mismo.

– Nora Ray, cariño… -Mac extendió las manos. Parecía estar buscando el modo de llegar a ella y hacerle entender la inutilidad de sus esfuerzos-. Por decirlo de algún modo, el asesino ya ha atacado dos veces. En esta ocasión, en vez de llevarse a dos chicas, secuestró a cuatro. Ya han muerto dos y hay otras dos desaparecidas, y esa es la razón por la que no puedo permanecer más tiempo aquí sentado manteniendo esta conversación. Se trata de algo muy serio. Vete a casa, Nora Ray. Estaremos en contacto.

Mac se levantó de la mesa y Kimberly le imitó. Pero Nora Ray no estaba dispuesta a ceder. Cuando la muchacha se levantó de la mesa, en sus ojos marrones brillaba una luz febril.

– Entonces es eso -jadeó-. Vamos a encontrar a esas chicas. Esa es la razón por la que las veo en mis sueños. Tenía que venir aquí a ayudar.

– Nora Ray…

La muchacha le obligó a guardar silencio sacudiendo con firmeza la cabeza.

– No. Tengo veintiún años, soy mayor de edad y he tomado una decisión. Voy a ir con usted, aunque tenga que seguirle en taxi o encerrarme en su maletero. El tiempo le apremia, así que limítese a asentir con la cabeza y podremos acabar con esto de una vez. Tres cabezas son mejor que dos. Usted mismo.

– Sube en ese avión o llamaré a tus padres.

– No. Míreme a los ojos y dígame que estoy equivocada. Vamos: dígame que tiene la absoluta certeza de que no puedo ayudarles. Ese hombre lleva mucho tiempo matando, agente especial McCormack. Ese hombre lleva años matando y ustedes todavía no han podido detenerle. Teniendo en cuenta todo eso, puede que los sueños no sean un lugar tan malo por donde empezar.

Mac vaciló. A aquella joven se le daba bien fomentar el sentido de la culpabilidad. Además, había cierta verdad en sus palabras. Más de un departamento de policía célebre había recurrido a psíquicos y videntes para resolver algún caso. En ocasiones, los detectives llegaban a un punto en que todo lo lógico estaba hecho, la cronología de los acontecimientos se había analizado una y otra vez y todas las pistas habían sido rastreadas. Los policías se sentían frustrados, los rastros se enfriaban y, de pronto, descubrían que la mejor pista que habían conseguido en todo el año era la de un sombrerero perturbado, que había llamado para decirles que había tenido una visión.

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