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Capítulo 42

Wytheville, Virginia

22:04

Temperatura: 34 grados

Kimberly reservó habitaciones en un diminuto motel de carretera. Ray y su equipo ya tenían las suyas, así que Kimberly reservó dos más, una para Nora Ray y otra para el doctor Ennunzio. Acto seguido pidió una doble para compartirla con Mac.

Cuando regresó al coche, fue incapaz de mirarle a los ojos. Repartió las llaves y Mac la miró con curiosidad al no recibir ninguna. Después se mantuvo ocupada descargando el equipaje del maletero. Necesitaban un plan. Ray llamaría a la habitación de Mac o Kimberly en cuanto el equipo tuviera una teoría y ellos se encargarían de despertar a los demás. Mac había conectado su teléfono móvil, que parecía tener un poco de cobertura. Kimberly también había conectado el suyo, por si su padre la necesitaba.

Ya no quedaba nada por hacer, más que darse una ducha y dormir unas horas. Pronto volverían a estar en pie.

Kimberly observó a Nora Ray mientras esta desaparecía tras la sencilla puerta blanca de aquel alargado edificio de una planta. Después observó al doctor Ennunzio, que cruzó el aparcamiento para dirigirse a su habitación, y esperó a que hubiera desaparecido de la vista antes de volverse hacia Mac.

– Toma -le dijo-. He reservado una habitación para los dos.

Puede que aquello le sorprendiera, pero no dijo nada. Simplemente se limitó a recoger la llave de su temblorosa mano. Acto seguido cogió el equipaje y se dirigió hacia la puerta.

Una vez en el interior, Kimberly se sintió descorazonada. La habitación era demasiado beis, demasiado genérica y demasiado vieja. Podría ser la habitación de cualquier motel de cualquier lugar del país y, por alguna razón, esto estuvo a punto de romperle el corazón. Solo por una vez deseaba algo más de la vida que aquellos intentos desesperados por ser feliz. Deberían haber ido a un hotelito. A uno de esos lugares que tenían las paredes tapizadas con diseños florales, mullidas colchas rojas y una gigantesca cama con dosel en la que podías hundirte y dormir hasta el mediodía sin recordar que el mundo real existía.

Pero no disponían de esos lujos. Y Kimberly suponía que, de haberlos tenido, tampoco habría sabido qué hacer con ellos.

Mac dejó el equipaje al pie de la cama.

– ¿Por qué no te das una ducha? -le sugirió. Ella asintió y desapareció agradecida en la soledad del diminuto cuarto de baño.

Se duchó. Primero con agua caliente y humeante para relajar sus fatigados músculos y después con agua fría, para borrar todo vestigio de calor. Esta vez no lloró. Su cabeza no se llenó de imágenes de su madre y su hermana. La peor parte de la tristeza había quedado atrás y descubrió que hacía semanas que no se sentía tan serena.

Habían vuelto a intentarlo y habían vuelto a fracasar. Y pronto, en un día o en tan solo una hora, lo intentarían una vez más. Así era la vida. Podía dejarlo o seguir adelante, pero, por alguna razón, ella no era de las que abandonaban. Así que ya estaba. Había elegido su camino. Seguiría intentándolo una y otra vez, aunque algunos días eso le rompiera el corazón.

Se tomó su tiempo para secarse y buscó en su neceser el frasco de perfume que no tenía. Se preguntó si debería hacer algo con su pelo o si debía maquillarse. Desearía tener al menos un frasco de leche corporal para suavizar su piel maltratada por el sol.

Pero ella no era de esas. Nunca viajaba con ese tipo de cosas.

Regresó a la habitación con una deshilachada toalla blanca envuelta alrededor del cuerpo, Mac, sin decir nada, cogió su set de afeitado y desapareció en el cuarto de baño.

Kimberly se puso una camiseta gris del FBI y esperó a que su compañero se duchara.

En el exterior reinaba una oscuridad total, aunque imaginaba que seguía haciendo calor. ¿A una persona desaparecida le resultaría más sencillo resistir en estas condiciones o era mejor estar en algún lugar frío y oscuro? Quizá, en estos momentos la joven estaba deseosa por encontrar un lugar fresco que calmara su piel recalentada. Debía de considerar una broma pesada que el aire siguiera siendo tan caliente a pesar de que el sol se había puesto hacía algunas horas.

Nora Ray había sobrevivido ahí fuera. Se había protegido del sol; había descubierto el modo de mantenerse fresca durante las abrasadoras horas del día. Qué pequeña debía de haberse sentido mientras permanecía sumergida en la marisma, esperando a que alguien la encontrara en la inmensa línea del horizonte costero. Sin embargo, nunca había perdido la esperanza. Nunca había sucumbido al pánico. Y al final, había sobrevivido.

Pero toda sensación de victoria había desaparecido al conocer el fatal destino de su hermana. Había ganado la batalla, pero había perdido la guerra.

El grifo de la ducha se cerró. Kimberly oyó el sonido metálico de la cortina al ser descorrida y su respiración se volvió desigual. Se sentó en la silla destartalada que había junto al televisor. Las manos temblaban sobre sus muslos.

Oyó caer agua en la pila. Había tenido exámenes finales más sencillos. Había sujetado con menos inquietud su primera arma de fuego cargada. ¿Cómo era posible que esto le resultara tan difícil?

Entonces la puerta se abrió y Mac apareció ante ella, recién duchado, recién afeitado y con una toalla atada alrededor de su esbelta y bronceada cintura.

– Hola, preciosa -le dijo-. ¿Vienes mucho por aquí?

Ella se acercó, apoyó las manos en sus hombros desnudos… y resultó que no era tan difícil.

Nora Ray no dormía. En cuanto quedó a solas en la habitación del hotel, se dejó caer sobre una vieja silla y observó su bolsa de viaje. Sabía lo que tenía que hacer y le resultaba extraño que, ahora que había llegado el momento, vacilara. Estaba nerviosa.

Nunca había imaginado que se sentiría así. Pensaba que era más fuerte, más valiente. Sin embargo, estaba aterrada.

Se levantó de la silla e inspeccionó ociosamente la sala. La cama era doble y el colchón estaba repleto de protuberancias. En el mueble de la televisión, barato, había muescas recientes y viejos cercos de agua. La televisión en sí era tan vieja y tan pequeña que nadie se había tomado la molestia de robarla. Contó las quemaduras de cigarrillo de la moqueta.

Tres años eran mucho tiempo. Podía estar equivocada, pero no lo creía. Nunca olvidabas los últimos momentos que habías pasado con tu hermana. Ni la voz de un hombre diciendo: «¿Necesitan ayuda, señoritas?»

Y por eso estaba aquí. Y sabía que él también estaba aquí. ¿Qué iba a hacer?

Se acercó a la bolsa, abrió la cremallera y sacó de su interior una bolsa de Ziploc que podía pasar por neceser. No había mentido a Mac. No había demasiadas cosas que una joven pudiera pasar por el control de seguridad de un aeropuerto.

Pero había traído algo. De hecho, algo que había aprendido de él.

Sacó la botella de colirio y, del interior de su bota de excursionismo, retiró una larga aguja que había deslizado junto a la suela de goma. Solo tardó un momento en sacar la jeringuilla de plástico de su bote de champú.

Tras montar la aguja, sacó con sumo cuidado el líquido que contenía el frasco de Visine. Aquel bote diminuto había contenido colirio de verdad, pero Nora Ray había cambiado su contenido hacía una semana.

Y ahora contenía ketamina. Actuaba con rapidez. Era potente. Y en la dosis adecuada, letal.

El hombre soñaba. Se movía de un lado a otro de la cama. Agitaba los brazos y las piernas. Odiaba este sueño e intentaba con todas sus fuerzas despertar, pero el recuerdo era más fuerte y le engullía de nuevo hacia el abismo.

Estaba en un funeral. El sol ardía con intensidad sobre su cabeza; era un día insoportablemente caluroso y se encontraba en un cementerio insoportablemente caldeado. El sacerdote canturreaba sin cesar durante un servicio al que nadie más se había molestado en asistir y su madre le sujetaba la mano con demasiada fuerza. Su único vestido negro, de lana y manga larga, era demasiado grueso para aquella época del año. La mujer se balanceaba de un lado a otro, resoplando lastimosa, mientras su hermano pequeño y él la sujetaban para que se mantuviera derecha.

Por fin terminó. El sacerdote guardó silencio y el ataúd desapareció en la tierra. El sudoroso enterrador se acercó, aliviado por poder completar su trabajo.

Cuando se fueron a casa, el hombre se sintió agradecido.

Al regresar a la cabaña, utilizó el carbón que quedaba para encender la estufa. El aire estaba demasiado cargado por el calor pero, como no tenían electricidad, este era el único modo de preparar una cena caliente. Mañana tendría que ir a por leña para alimentar la estufa. Y pasado, deseaba poder tener algo de comida sobre la mesa y ver un poco de color en las mejillas de su madre.

Su hermano le esperaba con una olla en la que calentar el caldo.

Dieron de comer a su madre en silencio. Ninguno de ellos probó ni una gota mientras introducían entre sus pálidos labios una cucharada tras otra de caldo de buey y trocitos de pan seco. Por fin ella suspiró y él pensó que lo peor ya había pasado.

– Se ha ido, mamá -se oyó decir-. Ahora las cosas irán mejor. Ya verás.

Entonces, ella había alzado su pálido rostro, sus ojos sin vida habían adoptado una fría tonalidad azul y sus mejillas habían cobrado un tono colorado que daba miedo contemplar.

– ¿Mejor? ¿Mejor? ¡Eres un maldito desagradecido! Él puso un techo sobre tu cabeza y comida sobre la mesa. ¿Y qué fue lo único que pidió a cambio? ¿Un poco de respecto por parte de su mujer y sus hijos? ¿Eso era demasiado, Frank? ¿Realmente era demasiado?

– No, mamá -intentó decir, a la vez que retrocedía. Sus ojos nerviosos se cruzaron con los de su hermano, también nerviosos. Nunca la habían visto así.

Se levantó de la mesa, demasiado pálida, demasiado delgada, demasiado huesuda, y avanzó hacia su hijo mayor.

– ¡No tenemos comida!

– Lo sé, mamá.

– ¡No tenemos dinero!

– Lo sé, mamá.

– Perderemos esta casa.

– ¡No, mamá!

Pero era imposible calmarla. Cada vez estaba más cerca. Y ahora, él ya había retrocedido hasta el fondo de la sala y la pared le impedía continuar.

– ¡Eres malo y sucio, eres un niño corrupto, desagradecido y egoísta! ¿Qué he hecho yo para merecer un hijo tan malo como tú?

Su hermano lloraba. El caldo se enfriaba sobre la mesa. Y el hombre-niño se dio cuenta de que realmente no había escapatoria. Su padre se había ido, pero un nuevo monstruo había surgido para ocupar su puesto.

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