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Capítulo 47

Pantano Dismal, Virginia

14:39

Temperatura: 39 grados

– Necesitamos helicópteros, necesitamos hombres, necesitamos ayuda.

Quincy se detuvo ante el grupo de coches y observó las gruesas columnas de humo que oscurecían el brillante cielo azul. Una, dos, tres… Debía de haber más de una docena. Se volvió hacia el agente forestal, que seguía lanzando órdenes por radio.

– ¿Qué diablos ha ocurrido?

– Fuego -replicó el hombre, con sequedad.

– ¿Dónde está mi hija?

– ¿Es senderista? ¿Con quién está?

– ¡Maldita sea! -Quincy vio que Ray Lee Chee salía tambaleante de un vehículo y avanzó en línea recta hacia él. Rainie le seguía-. ¿Qué ha ocurrido?

– No lo sé. Condujimos hasta el lago Drummond para iniciar la búsqueda. Después se empezaron a oír los silbatos y todo empezó a oler a humo.

– ¿Los silbatos?

– Tres pitidos fuertes, la llamada internacional de socorro. Sonaban en el cuadrante nororiental. Empecé a avanzar en esa dirección, pero el humo enseguida se volvió demasiado espeso, de modo que Brian y yo decidimos que sería mejor escapar mientras aún tuviéramos la oportunidad de hacerlo. No llevamos el equipo necesario.

– ¿Y los demás?

– Vi que Kathy y Lloyd se dirigían a su vehículo, pero no sé nada de Kimberly, Mac y el doctor.

– ¿Cómo se llega al lago Drummond?

Ray le miró y después contempló las columnas de humo.

– Señor, ahora mismo es imposible.

Tina avanzaba entre Mac y Kimberly, con un brazo alrededor de los hombros de cada uno. Aquella muchacha era una verdadera luchadora, pues intentaba ayudarles moviendo los pies. Sin embargo, su cuerpo había rebasado los límites de sus fuerzas hacía días y, cuanto más intentaba correr junto a ellos, más veces tropezaba y les hacía perder el equilibrio.

Sus torpes movimientos no les llevaban a ninguna parte y el fuego ganaba terreno con rapidez.

– La llevaré en brazos -dijo Mac.

– Es demasiado peso…

– ¡Calla y ayúdame! -Se detuvo y se agachó. Tina envolvió sus brazos alrededor de su cuello y Kimberly la ayudó a encaramarse a su espalda.

– Agua -graznó la joven.

– Cuando salgamos del bosque -le prometió Mac. Ninguno de los dos tenía la sangre fría de decirle que ya no les quedaba. De todos modos, si no encontraban por arte de magia su vehículo durante los próximos cinco minutos, tampoco habría servido de nada que llevaran encima toda el agua del mundo.

Echaron a correr de nuevo. Kimberly no tenía percepción alguna del tiempo ni del lugar. Avanzaba a trompicones entre los árboles y se abría paso entre la asfixiante maleza. El humo le picaba en los ojos y le hacía toser. Lo bueno era que los insectos habían desaparecido; lo malo, que no sabía si se dirigían al norte o al sur, al este o al oeste. El pantano se había cerrado sobre ella y hacía rato que había perdido por completo el sentido de la dirección.

Pero Mac sí que parecía saber adonde se dirigía. Tenía una expresión seria en el rostro y seguía adelante, decidido a sacarlas de aquel infierno.

Una forma pesada apareció a su izquierda y Kimberly observó con temor al enorme oso negro que corría a menos de tres metros de distancia. El animal no les dedicó ni una mirada, pues estaba demasiado ocupado intentando escapar. Después aparecieron un ciervo, varios zorros, ardillas e incluso algunas serpientes. Todas las criaturas escapaban y las reglas de la cadena alimentaria no se aplicaban ante este enemigo mucho más peligroso que les acechaba.

Siguieron corriendo. El sudor se deslizaba por sus brazos y piernas. Aceleraron sus pasos. Tina empezaba a murmurar de forma incoherente y su cabeza oscilaba sobre los hombros de Mac. El humo penetraba en sus pulmones y les obligaba a boquear.

Se abrieron paso por un estrecho espacio que se abría entre dos árboles gigantescos, rodearon una gran extensión de matorrales y se encontraron de frente con Ennunzio. Estaba en el suelo, apoyado en el tronco de un árbol. No pareció sorprenderse al verles aparecer entre el humo.

– No deberían escapar de las llamas -murmuró. Entonces, Kimberly vio lo que había a sus pies: una masa enrollada de piel marrón y moteada. Dos alfilerazos rojos mostraban el punto de la pantorrilla en la que la serpiente de cascabel le había mordido.

– La disparé -dijo, en respuesta a la pregunta que nadie había formulado-. Pero no antes de que me mordiera. Da lo mismo. Ya no podía seguir corriendo. Ha llegado el momento de esperar. Debo recibir mi castigo como un hombre. ¿Qué creen que pensaba mi padre cada vez que nos oía gritar?

Su mirada se posó en la embarrada forma que cargaba Mac a su espalda.

– Oh, Dios, la han encontrado. Eso está bien. De cuatro chicas, tenía la esperanza de que al menos rescataran a una con vida.

Kimberly dio un paso furioso adelante y la mano de Ennunzio se crispó junto a su costado. Tenía un arma.

– No deberían escapar de las llamas -repitió, con voz seria-. Yo lo intenté hace treinta años y miren el resultado. Ahora siéntense. Quédense conmigo un rato. Solo duele un momento.

– Se está muriendo -dijo Kimberly, con voz monótona.

– ¿Acaso no hemos de morir todos?

– Sí, pero no hoy. Escuche… quédese aquí sentado si quiere. Muera en su precioso fuego. Pero nosotros nos vamos.

Dio otro paso y Ennunzio levantó el arma.

– Quédense -dijo con firmeza. Kimberly pudo ver la luz que brillaba en sus ojos, un fulgor febril y colérico-. Ustedes deben morir. Es la única forma de encontrar la paz.

Los labios de Kimberly formaron una delgada línea de frustración. Miró de reojo a Mac. Su compañero tenía un arma en alguna parte, pero como sus manos estaban ocupadas sosteniendo a Tina, no estaba en condiciones de moverse con rapidez ni con sigilo. Kimberly miró a Ennunzio de nuevo. Era ella quien debía resolver esta situación.

– ¿Quién es usted? -le preguntó-. ¿Frank o David?

– Frank. Siempre he sido Frank. -Los labios de Ennunzio se curvaron débilmente-. ¿Pero quieren oír algo estúpido? Al principio intenté fingir que no había sido yo. Intenté fingir que el asesino era Davey, que se había visto obligado a hacer todas esas cosas terribles debido a que yo era su hermano mayor y me había ido, porque no estaba dispuesto a ser como mi familia. Pero por supuesto que no fue Davey. Davey ya había recibido demasiadas palizas. Davey ya había dejado de tener esperanzas. Y cuando le dieron a elegir entre escapar o morir, prefirió morir. Por supuesto que solo podía ser yo quien acechaba a esas chicas inocentes. En cuanto me extirparon el tumor, pude ver las cosas con más claridad. Había hecho cosas malas. El fuego me había obligado a hacerlas y ahora debía detenerme. Pero entonces el dolor regresó y en mis sueños solo aparecían cadáveres en el bosque.

El humo se espesaba. Kimberly parpadeó como un búho y fue aún más consciente del calor que se intensificaba a su espalda.

– Si le hacemos un torniquete, podrá vivir -intentó, desesperada-. Podrá salir de este pantano, conseguir el antídoto y buscar ayuda psicológica.

– Pero yo no quiero vivir.

– Yo sí.

– ¿ Por qué?

– Porque vivir es tener esperanza. Intentar es esperar. Y porque procedo de un largo linaje de personas que han destacado por su entusiasmo. -Ennunzio posó sus ojos en Mac. ¡Aquella era la oportunidad que Kimberly había estado esperando! Conteniendo la tos, levantó con rapidez el arma y apuntó con ella al rostro de Ennunzio-. Tire su arma, Frank. Déjenos pasar o dejará de tener que preocuparse por su precioso fuego.

Ennunzio se limitó a sonreír.

– Dispáreme.

– Deje su arma en el suelo.

– Dispare.

– ¡Dispárese usted mismo! No me enviaron a la tierra para que acabara con sus miserias. Estoy aquí para salvar a una muchacha. La hemos encontrado y vamos a marcharnos.

El humo era tan espeso que Kimberly apenas podía ver.

– No -dijo Ennunzio, con voz clara-. Si se mueven, dispararé. Las llamas se acercan. Acepten su castigo como hombres.

– Es un cobarde. Impone su rabia sobre los demás, a pesar de que siempre ha sabido que lo único que odia es a sí mismo.

– He salvado vidas.

– ¡Mató a su familia!

– Querían que lo hiciera.

– ¡Menuda estupidez! Querían ayuda. ¿Alguna vez ha pensado qué habría sido de su hermano si no hubiera muerto? Estoy segura de que lo habría hecho mucho mejor, que no se habría convertido en un asesino en serie que acecha a jovencitas.

– Davey era débil. Davey necesitaba mí protección.

– Davey necesitaba a su familia y usted se la arrebató. Siempre ha sido usted, Ennunzio. La muerte no era lo que su hermano y su madre necesitaban…, y estoy segura de que tampoco era lo que su entorno necesitaba. Usted mata porque desea matar. Porque matar le hace feliz. Quizá, esa fue la razón por la que Davey prefirió quedarse en la cabaña aquel día. Sabía la verdad. Sabía que, de toda la familia, usted era el peor de todos.

Kimberly se inclinó hacia delante. El rostro de Ennunzio se había convertido en una sombra moteada en escarlata y la Glock temblaba en sus manos. El fuego estaba peligrosamente cerca. Percibía un acre aroma a pelo chamuscado. Ya no quedaba demasiado tiempo. Ni para él, ni para ella ni para ninguno de los presentes.

Kimberly respiró hondo y esperó. Uno, dos, tres. Se oyó un restallido entre la maleza; el tronco de un árbol había explotado. Ennunzio volvió la cabeza hacia el sonido y Kimberly se abalanzó sobre él con furia. Le golpeó la mano con el pie y la Glock salió volando por los aires. La segunda patada hizo que se llevara la mano a las entrañas. Y la tercera hizo que su cabeza saliera disparada hacia un lado.

Se disponía a asestarle un golpe certero cuando oyó su ronca risa.

– Aceptadlo como hombres -cloqueó-. Por Dios, chicos, no desperdiciéis vuestras patéticas lágrimas conmigo. Mantened la barbilla bien alta cuando os golpee. Poned rectos los hombros. Miradme a los ojos y recibid vuestro castigo como hombres. -Ennunzio rió de nuevo, un sonido profundo que hizo que a Kimberly se le pusiera la piel de gallina.

Entonces, el lingüista alzó la cabeza y miró a Kimberly a los ojos.

– Mátame -le dijo, con claridad-. Por favor, hazlo rápido.

Kimberly se adelantó, cogió la pistola de Ennunzio y la arrojó a las llamas.

– No más excusas, Frank. Si quiere morir, tendrá que hacerlo usted mismo.

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