Quántico, Virginia
21:46
Temperatura: 32 grados
Kimberly estaba sentada en la soledad de su habitación. Lucy, que le había hecho una breve visita, había llegado cargada de libros, los había dejado caer sobre su desordenado escritorio y había observado con atención a compañera.
– ¡Guau! Tienes peor aspecto que por mañana -le había dicho, a modo de saludo.
– Llevo el día entero esforzándome -le había asegurado Kimberly-.
– Encontrar un cadáver debe de ser duro.
– Así que te has enterado.
– Todo el mundo lo sabe, cariño. Es el tema del día. ¿Es tu primer cadáver?
– ¿Incluyendo el de mi madre y mi hermana?
Lucy se había quedado inmóvil ante aquel comentario y el silencio se había prolongado.
– Bueno, tengo que reunirme con mi grupo de estudio -había dicho, por fin. Pero al llegar a la puerta, se había girado y la había mirado con expresión amable-. ¿Quieres venir con nosotros, Kimberly? Sabes que no nos importa.
– No -había respondido ella, con voz monótona.
Entonces, Lucy se había marchado.
Debería dormir. El supervisor Watson tenía razón. Tenía los nervios destrozados y ahora que la corriente de adrenalina había desaparecido, solo le quedaba una sensación de vacío. Deseaba tumbarse en la estrecha cama y sumirse en la bendita inconsciencia del sueño.
Pero entonces soñaría con Mandy. O con su madre. Y no estaba segura de cuál de los dos sueños le dolería más.
Podría reunirse con su padre en el dormitorio Jefferson. Él le hablaría, como siempre, pero Kimberly sabía que en su rostro habría una expresión distraída y desconcertada. Acababan de darle un caso sumamente importante, de modo que mientras escuchara los lamentos de su hija, la otra mitad de su cerebro estaría reorganizando las fotografías de la escena del crimen, los libros criminalistas y los expedientes. Sabía que su padre la quería, pero Mandy y ella habían comprendido a una edad temprana que su padre pertenecía sobre todo a los muertos.
No soportaba aquella habitación diminuta. No soportaba el sonido de los pasos en el vestíbulo. Los estudiantes se reunían con sus amigos para compartir risas, intercambiar historias y pasar un buen rato. Solo Kimberly estaba sola en aquella isla en la que se había convertido con tanto esfuerzo.
Decidió salir de la habitación. Cogió su cuchillo y desapareció por el pasillo.
El oscuro y opresivo calor del exterior la recibió como si fuera un muro. Pronto serían las diez de la noche y el aire seguía siendo insoportablemente pegajoso. Sin duda, el día siguiente sería castigador.
Empezó a caminar con pesadez, advirtiendo las manchas de sudor gris oscuro que aparecían en la parte delantera de su camiseta y sintiendo las gotas de humedad que se deslizaban por su espalda. Respiraba con suaves jadeos, pues sus pulmones luchaban por encontrar oxígeno en aquel aire que contenía un noventa por ciento de agua.
Todavía podía oír risas en la distancia. Les dio la espalda y se dirigió hacia la acogedora oscuridad del campo de tiro. A estas horas de la noche, nadie venía a este lugar. Bueno, casi nadie.
Este pensamiento apareció brevemente en su cabeza y le hizo recordar que estaba metida en un buen lío.
– Te estaba esperando -dijo el agente especial Mac McCormack, arrastrando las palabras.
– Pues no deberías haberlo hecho.
– No me gusta defraudar a una chica guapa.
– ¿Me has traído una pistola? Entonces, lo siento.
Él se limitó a esbozar una sonrisa y sus dientes destellaron en blanco en la oscuridad.
– Pensaba que pasarías más tiempo con tu padre.
– No puedo. Está trabajando en el caso y a mí no se me permite acercarme.
– ¿El hecho de que seáis parientes no te concede ciertos privilegios?
– ¿Como por ejemplo ver las fotografías del homicidio? Creo que no. Mi padre es un profesional. Se toma muy en serio su trabajo.
– ¿Cuántos años de terapia has necesitado para decir eso con una voz tan calmada y tan clara?
– Más de los que imaginas -reconoció, a regañadientes.
– Vamos, preciosa. Sentémonos. -Echó a andar hacia la superficie verde del campo de tiro sin mirar atrás y a Kimberly le sorprendió lo poco que le costó seguirle.
El césped era agradable; suave bajo su cuerpo maltrecho y fresco contra sus desnudas piernas empapadas en sudor. Se tumbó sobre la espalda, con las rodillas apuntando hacia el cielo y el corto y serrado cuchillo de caza enfundado en la cara interna de su muslo izquierdo. Mac se tumbó junto a ella, tan cerca que sus hombros se rozaban. Aquella proximidad le resultó algo inquietante, pero no se apartó.
Mac se había duchado después de la reunión que habían mantenido con Kaplan y Watson. Olía a jabón y a algún tipo de loción de afeitado especiada. Suponía que todavía llevaba el pelo mojado y, mientras pasaban bajo la luz que proyectaba una farola, le había parecido que sus mejillas estaban recién afeitadas. ¿Se había puesto guapo para ella? Y si así fuera, ¿acaso importaba?
Decidió que le gustaba el olor de su jabón y prefirió dejar las cosas así.
– Han salido las estrellas -comentó él, en un intento de entablar conversación.
– Suelen hacerlo por la noche.
– ¿Y las ves? Pensaba que los nuevos agentes estabais demasiado ocupados para estas cosas.
– Durante los entrenamientos de combate personal pasamos mucho rato tumbados sobre la espalda… y eso ayuda.
Mac alargó una mano y le acarició la mejilla. Aquel contacto fue tan inesperado que Kimberly se sobresaltó.
– Tenías una brizna de hierba en la mejilla -explicó, con voz calmada-. No te preocupes, preciosa. No voy a atacarte. Sé que vas armada.
– ¿Y si no fuera así?
– En ese caso, me tiraría encima de ti ahora mismo, por supuesto. Ya sabes que soy un hombre lleno de testosterona, propenso a dar rienda suelta a mis instintos.
– No me refiero a eso.
– No te gusta demasiado el contacto, ¿verdad? Es decir, todo aquel contacto que no consista en morderme, golpearme y apalearme.
– No estoy…, no estoy acostumbrada. Mi familia nunca fue demasiado afectuosa.
Pareció reflexionar sobre aquello.
– Si no te importa que te lo diga, tu padre parece algo estirado.
– Mi padre es muy estirado. Y mi madre procedía de una familia de clase alta. Como puedes suponer, en nuestro hogar las vacaciones eran una época de alegría y diversión. No puedes imaginar los hartones de reír que nos dábamos.
– Mi familia es ruidosa -replicó él-. No es muy grande, pero sí muy cariñosa. Mi padre todavía coge a mi madre por la cintura e intenta llevarla a rincones oscuros. Como adulto, envidio su relación, pero de niño… A todos nos aterraba no anunciar a gritos nuestra presencia cuando nos acercábamos a un pasillo oscuro.
Kimberly esbozó una pequeña sonrisa.
– ¿Te ofrecieron una buena educación?
– Cielos, sí. Y mucho cariño. Mi padre es ingeniero civil y construye carreteras para el estado. Mi madre da clases en un instituto inglés. ¿Quién iba a pensar que serían tan felices?
– ¿Hermanos?
– Una hermana. Más pequeña, por supuesto. La aterroricé durante la mayor parte de nuestra infancia, pero cada vez que yo me quedaba dormido en la sala de estar, me maquillaba la cara y me hacía fotos. Supongo que era su forma de vengarse. Estoy seguro de que no conoces a ningún otro hombre que sepa lo difícil que es quitarse una máscara de pestañas resistente al agua. Supongo que nunca seguiré una carrera política, pues esas fotos por sí solas me llevarían a la ruina.
– ¿Qué hace ahora?
– Marybeth es profesora de guardería así que, en otras palabras, es más dura que la mayoría de los policías. Tiene que mantener controlados a todos esos monstruitos. Es posible que les maquille el rostro cuando se quedan dormidos, pero me da demasiado miedo preguntárselo.
– Eres el único agente de policía de tu familia.
– Tengo un primo bombero. Eso se parece bastante.
Ella sonrió de nuevo.
– Parecen buena gente.
– Lo son -convino él, y Kimberly percibió un afecto genuino en su voz-. Con un poco de entrenamiento podrían mejorar, pero la verdad es que como familia son geniales. ¿Echas de menos a tu madre y a tu hermana? -preguntó de repente.
– Sí.
– ¿Debería callarme?
– ¿Me harías caso si te dijera que sí?
– No. Creo que a mí también me vendría bien un poco de entrenamiento. Además, las estrellas brillan en el cielo y, cuando estás debajo o de las estrellas, tienes que hablar.
– Es la primera vez que oigo eso -replicó Kimberly. Dirigió la mirada al cielo de la noche y, al sentir la cálida brisa sobre su rostro, advirtió que le resultaba más sencillo hablar.
– Mi familia no era feliz. No de la forma habitual. Pero lo intentábamos. Te lo aseguro. Deseábamos ser felices, así que nos esforzábamos en conseguirlo. Supongo que podrías decir que éramos insistentes.
– ¿Tus padres se divorciaron?
– Con el tiempo, cuando éramos adolescentes…, pero los problemas ya venían de mucho antes. Ya sabes, los típicos asuntos de la vida policial. Mi padre tenía un trabajo muy exigente, trabajaba muchas horas, y mi madre había sido educada para algo distinto. Creo que le habría ido bien con un banquero o incluso con un médico. Los horarios habrían sido igual de malos, pero al menos su marido habría ostentado un título de cierto nivel. Además, mi padre era un perfilador psicológico del FBI que trabajaba a diario con la muerte, en casos de homicidio de una violencia extrema. Creo que mi madre nunca se acostumbró a eso. Creo que nunca dejó de resultarle desagradable.
– Es un buen trabajo -dijo Mac en voz baja.
Ella le miró y advirtió que su expresión era muy seria.
– Yo también lo creo. Siempre he estado orgullosa de él. Incluso cuando teníamos que marcharnos en plena fiesta de cumpleaños o cuando no podíamos ir. Su trabajo me parecía muy importante, el mismo que haría un superhéroe. La gente resultaba herida y mi padre acudía a en su rescate. Le echaba de menos y, aunque estoy segura de que a veces tenía rabietas, lo único que recuerdo es que me sentía muy orgullosa de él. Mi padre era genial. Sin embargo, para mi hermana la historia era completamente distinta.
– ¿Era mayor o más joven?
– Mandy era mayor. Y también era… muy distinta a mí. Era nerviosa. Sensible. Un poco salvaje. Creo que el primer recuerdo que tengo de ella es que me gritaba porque había roto algo. Siempre estaba peleándose con mis padres. Literalmente. A ellos les gustaba dar buena imagen y ella era todo lo contrario. Y su vida era más dura en otros aspectos. Se lo tomaba todo muy a pecho. Una mala palabra y se sentía herida durante días. Una mala mirada y se sentía devastada. Tenía pesadillas, cierta tendencia a llorar a mares y verdaderos ataques. El trabajo de mi padre le aterraba y el divorcio la destrozó. Y cuando se convirtió en adulta, la vida no le resultó más sencilla.