Quántico, Virginia
11:48
Temperatura: 35 grados
Mac condujo hasta que las columnas de hormigón de Richmond quedaron atrás. Se dirigían hacia el oeste por la interestatal 64, donde una elevada cadena montañosa de color verde oscuro se alzaba contra el brillante cielo azul.
Se detuvieron en una gasolinera de Texaco para llenar el depósito y, después, en un Wal-Mart para comprar los productos que necesitarían para su expedición: repelente de insectos, un botiquín de primeros auxilios, calcetines de excursionismo, barritas energéticas, chocolatinas, diversas botellas de agua y un enorme contenedor de agua. Mac llevaba en su mochila una brújula, una navaja suiza y cerillas impermeables, pero compraron dichos objetos para Kimberly, por si acaso.
Cuando regresaron al Toyota de alquiler, Mac descubrió que Ray Lee Chee le había dejado un mensaje en el contestador. La botánica Kathy Levine se reuniría con ellos en el albergue Big Meadows del Parque Nacional Shenandoah a la una y treinta minutos. Sin decir ni una palabra, se pusieron en marcha de nuevo.
Las ciudades iban y venían; las urbanizaciones residenciales florecían a los lados de la carretera y se marchitaban lentamente. A medida que avanzaban hacia el oeste, el terreno se fue abriendo como si fuera un océano de esmeralda y Mac se quedó sin respiración. «El país de Dios», habría dicho su padre. Ya no quedaban demasiados lugares como este.
Mientras Kimberly conducía, abandonaron la interestatal y empezaron a recorrer los serpenteantes caminos de la US 15 hasta llegar a la US 33. Dejaron atrás enormes campos, todos ellos interrumpidos por un único rancho de ladrillo rojo con un porche blanco recién pintado. Pasaron junto a lecherías, establos, viñedos y terrenos agrícolas.
En el exterior, todo había adoptado un matiz verdoso. El paisaje era como una inmensa colcha de patchwork de campos cuadrados, cosidos entre sí mediante arbolillos de color verde oscuro. Dejaron atrás caballos y vacas y pasaron junto a pueblos diminutos definidos por decrépitas charcuterías, viejas gasolineras y prístinas iglesias bautistas. Entonces, en un abrir y cerrar de ojos, las aldeas desaparecieron y se sumergieron aún más en la creciente sombra que proyectaba la elevada cadena montañosa. Iniciaron el ascenso, lentos pero seguros.
Kimberly no había abierto la boca desde que habían abandonado la oficina de la geóloga. Como había bajado el visor y este proyectaba una sombra sobre la mitad superior de su rostro, resultaba difícil leer su expresión.
Mac estaba preocupado por ella. A primera hora de la mañana le había parecido que estaba en plena forma, a pesar de que sus mejillas descarnadas y sus ojos febriles anunciaban que no había dormido demasiado. Vestía pantalones de lino, una camisa de vestir blanca y una americana de lino a juego. El conjunto le confería un aspecto brillante y profesional, pero Mac sospechaba que había elegido los pantalones largos para poder esconder el cuchillo y la chaqueta para poder ocultar la discreta protuberancia de la Glock que pendía de su cintura. En otras palabras, tenía la sensación de que era una mujer que se había preparado para ir a la guerra.
De hecho, sospechaba que Kimberly iba a la guerra a menudo. Sospechaba que, desde la muerte de su madre y su hermana, su vida se había convertido en una larga batalla. Este pensamiento le causó un inesperado dolor.
– Es precioso -dijo Mac, por fin.
Ella se removió en su asiento y le dedicó una breve mirada, antes de estirar las piernas.
– Sí.
– ¿Te gustan las montañas o eres una chica de ciudad?
Ella movió la cabeza hacia los lados.
– Soy una chica de ciudad. Me crié en Alexandria, cerca de estas montañas, pero puede decirse que Alexandria es un suburbio de Washington D.C. y los intereses de mi madre estaban más próximos al Instituto Smithsoniano que a las Montañas Shenandoah. Más adelante, cuando comencé la universidad, me trasladé a Nueva York. ¿Y qué me dices de ti?
– Me encantan las montañas. Y los ríos, los campos, los huertos, las corrientes, los bosques y todo lo demás. Tuve una infancia afortunada. Mis abuelos…, los padres de mi madre, tenían un huerto de melocotoneros de cuarenta hectáreas. Cuando sus hijos se casaron, regalaron a cada uno de ellos un terreno de treinta mil metros cuadrados para que se construyeran una casa, con el objetivo de que todos los hermanos estuvieran cerca. Podría decirse que mi hermana y yo crecimos en el medio de la nada, rodeados por una docena de primos y un montón de espacio al aire libre. Cada día, mi madre nos echaba de casa de una patada, nos decía que no nos matáramos y que llegáramos a tiempo para cenar. Y eso era lo que hacíamos.
– Seguro que lo pasabas genial con tus primos.
– Bueno. Solíamos pelearnos continuamente, pero eso también formaba parte de la diversión. Inventábamos juegos y nos metíamos en líos. Básicamente, nos dedicábamos a ir de un lado a otro como salvajes. Y por las noches -la miró de reojo-, jugábamos a juegos de mesa.
– ¿Toda la familia? ¿Cada noche? -su tono era escéptico.
– Sí. Nos íbamos turnando de casa. Fue mi madre quien empezó la tradición. Odia la televisión porque dice que pudre el cerebro. La llama la «caja tonta». Cuando cumplí doce años, se deshizo de la nuestra. No sé si mi padre logró reponerse de la pérdida, pero después de aquello nos vimos obligados a buscar la forma de pasar el rato.
– Así que jugabais a juegos de mesa.
– A los mejores. Al Monopoly, al Scrabble, al Yahtzee, al Boggle, al Life y a mi favorito, el Risk.
Kimberly arqueó una ceja.
– ¿Y quién ganaba?
– Yo, por supuesto.
– Te creo -dijo, con voz seria-. Intentas transmitir esa relajada rutina sureña, pero en el fondo eres un competidor nato. Puedo verlo cada vez que hablas sobre este caso. No te gusta perder.
– Quien dijo que no había ganadores ni perdedores obviamente perdió.
– Estoy de acuerdo contigo.
Sus labios se curvaron.
– Estaba seguro de ello.
– En mi familia no jugábamos a juegos de mesa -explicó, por fin-. Nosotros leíamos libros.
.-¿Libros serios o divertidos?
– Serios, por supuesto. Al menos, cuando mi madre estaba delante. Sin embargo, en cuanto se apagaban las luces, Mandy sacaba las novelas de las gemelas de Sweet Valley que había traído a escondidas. Las leíamos bajo las mantas a la luz de una linterna y nos reíamos como locas.
¿Las gemelas de Sweet Valley? Y yo que pensaba que eras una de esas chicas a las que les gustaba Nancy Drew.
– Me gustaba Nancy, pero a Mandy se le daba mucho mejor el contrabando de libros y ella prefería Las gemelas de Sweet Valley. Y el alcohol, pero eso es otra historia.
– Eres una rebelde.
– Todos tenemos nuestros momentos. -Se volvió hacia él-. Bueno, hombretón sureño. ¿Alguna vez has estado enamorado?
– Oh, no.
Ella le miró atentamente, hasta que Mac dejó escapar un suspiro y confesó:
– Sí. Una vez. De una de las amigas de mi hermana. Ella nos presentó, hicimos buenas migas y durante un tiempo, las cosas fueron bastante bien.
– ¿Qué ocurrió?
– No lo sé.
– Eso no es una respuesta.
– Viniendo de un hombre, esa es la única respuesta.
Ella volvió a mirarle fijamente, hasta que Mac decidió continuar.
– Probablemente fui un idiota. Rachel era buena chica. Divertida. Atlética. Dulce. Daba clases de primaria y se le daban muy bien los chavales. Sin duda, yo lo habría hecho mucho peor.
– Por lo que parece, fuiste tú quien decidió terminar la relación. ¿Le rompiste el corazón?
Se encogió de hombros.
– La verdad es que dejé que se marchitara. Rachel era el tipo de chica con el que un chico debía casarse, echar raíces y criar 2.2 hijos, Y yo no estaba todavía en ese punto. Ya sabes cómo es este trabajo. Recibes una llamada y tienes que marcharte. Y solo Dios sabe cuándo vas a regresar. La imaginaba esperándome horas y horas, con una sonrisa cada vez más triste. No me parecía correcto.
– ¿La echas de menos?
– La verdad es que hace años que no pienso en ella.
– ¿Por qué? Por lo que dices, parece la mujer perfecta.
Mac le dedicó una mirada impaciente.
– Nadie es perfecto, Kimberly. Y si de verdad quieres saberlo; te diré que teníamos un problema. Un problema importante, a mi modo de ver. Nunca discutíamos.
– ¿Nunca discutíais?
– Jamás. Y un hombre y una mujer deben discutir. Francamente, deberían librar una verdadera batalla cada seis meses, y después hacer el amor hasta que rompieran los muelles del colchón. Al menos, esa es mi opinión. Ahora te toca a ti. ¿Cómo se llamaba él?
– No hay ningún nombre.
– Cariño, todo el mundo tiene un nombre. El chico que se sentaba delante de ti en matemáticas, el jugador de rubgy que se esfumó de la universidad, el novio de tu hermana que secretamente deseabas que fuera tuyo… Vamos. Confesarse es bueno para el alma.
– Sigue sin haber ningún nombre. En serio. Nunca he estado enamorada. No creo que sea de esas.
Mac le miró con el ceño fruncido.
– Todo el mundo se enamora.
– Eso no es cierto -replicó-. El amor no es para todos. Hay personas que viven solas durante toda la vida y son muy felices. Enamorarse implica dar. Y también implica ser más débil. A mí nunca se me han dado demasiado bien esas cosas.
Él le dedicó una lenta e intensa mirada.
– Bueno, preciosa. Es evidente que todavía no has conocido al hombre correcto.
Las mejillas de Kimberly se sonrojaron. Le dio la espalda y siguió mirando por la ventana. Ahora la carretera ascendía por una abrupta pendiente. Habían llegado oficialmente al Blue Ridge y estaban recorriendo el Swift Run Gap. La carretera zigzagueaba en ángulos muy cerrados que ofrecían pequeños atisbos de paisajes suntuosos. Al cabo de unos minutos coronaron la cima, situada a más de siete mil trescientos metros de altura, y contemplaron el mundo que se extendía ante ellos como una manta de color verde oscuro. Los verdes valles se zambullían en el vacío, el granito gris remontaba el vuelo y el cielo azul se extendía hasta más allá de lo que sus ojos alcanzaban a ver.
– ¡Guau! -exclamó Kimberly y Mac fue incapaz de añadir algo mejor.
Se detuvieron en el acceso del Parque Nacional Shenandoah, pagaron la entrada y recibieron un mapa que señalaba los diferentes miradores. Entonces se dirigieron hacia el norte, hacia Big Meadows, por la Carretera Skyline.