Virginia
15:12
Temperatura: 38 grados
El sol brillaba en lo alto del cielo, cociendo el pozo de Tina y haciendo que el barro se agrietara y cayera para mostrar tentadoras zonas de supurante piel quemada que despertaron el apetito de los mosquitos. Pero a Tina ya no le importaba. Apenas sentía dolor.
Ya no sudaba ni tenía ganas de orinar, a pesar de que habían transcurrido más de doce horas. No, ni la más mínima gota de agua abandonaba ya su cuerpo. La deshidratación era severa, pero ella seguía centrada en su tarea, con la carne de gallina y tiritando sin cesar debido a algún escalofrío profundo y antinatural.
Las rocas no le habían resultado de utilidad, pues eran demasiado grandes para hurgar con ellas en la madera podrida. Entonces había recordado su bolso y había vertido su contenido en un desordenado montón sobre el centro de la roca. Allí estaba la lima de uñas de metal. Mucho mejor.
Ahora estaba agujereando las traviesas de ferrocarril, creando con desesperación asideros para las manos y los pies mientras los mosquitos se enjambraban sobre su rostro, las moscas amarillas le mordían los hombros y el mundo giraba a su alrededor sin parar.
La lima se le cayó de las manos. Se arrastró por el suelo, jadeando con fuerza. Le temblaba el pulso. Para localizar la lima entre el barro tuvo que realizar un esfuerzo excesivo. Cuidado, otra serpiente.
Le gustaría cerrar los ojos. Le gustaría hundirse en la confortable hediondez del cieno. Sentiría cómo se deslizaba por su cabello, por sus mejillas y por su cuello. Entonces, separaría los labios y lo dejaría entrar en su boca.
Luchar o morir, luchar o morir, luchar o morir. Todo dependía de ella, pero cada vez le resultaba más difícil saber qué prefería.
Tina recuperó la lima y siguió trabajando en las traviesas de madera, mientras el sol ardía sobre su cabeza.
– ¿Adónde voy? ¿Giro a la derecha? De acuerdo, ¿y ahora qué? Espera, espera, has dicho derecha. No, seguro que no has dicho izquierda. Maldita sea, dame un segundo. -Mac pisó los frenos y avanzó marcha atrás diez metros por el viejo camino de tierra. Kimberly iba, sentada a su lado, intentando encontrar su posición en un mapa del estado de Virginia. La mayoría de los caminos que seguían no aparecían en dicho mapa, de modo que Ray Lee había optado por guiarles telefónicamente por aquel terreno tan irregular como la conexión telefónica.
– ¿Qué? ¿Puedes repetirlo? Sí, pero solo oigo una palabra de cada cuatro. ¿Murciélagos? ¿Qué ocurre con los murciélagos?
– Espeleólogos… equipos de rescate… murciélagos… en coche -dijo Ray.
– ¿El hombre murciélago viene en su batmóvil? -preguntó Mac, en el mismo instante en que Kimberly gritaba:
– ¡Cuidado!
Alzó la mirada justo a tiempo de ver que un árbol gigantesco se desplomaba sobre la carretera.
Pisó los frenos.
– Ohhhhh -jadeó Nora Ray, desde el asiento trasero.
– ¿Estáis bien?
Kimberly miró a Nora Ray, Nora Ray miró a Kimberly y ambas asintieron a la vez. Mac decidió dejar de conducir y centrarse en la llamada.
– Ray, ¿a qué distancia nos encontramos?
– … cinco… seis… os.
– ¿Kilómetros?
– Kilómetros -confirmó Ray.
De acuerdo, se olvidarían del maldito coche y caminarían.
– ¿Cómo vendrá el equipo? -preguntó Mac.
Ray había recibido órdenes estrictas de reunir a los mejores expertos que pudiera encontrar para formar un equipo de campo. Brian Knowles, el hidrólogo, y Lloyd Armitage, el palinólogo, ya estaban a bordo. Ahora, Ray intentaba encontrar a un geólogo forense y a un botánico especializado en carsts. En teoría, para cuando Mac, Kimberly y Nora Ray encontraran y rescataran por arte de magia a la víctima número tres, el equipo de Ray ya habría llegado, analizaría las pistas y localizaría a la víctima número cuatro.
El juego estaba muy avanzado, pero estaban haciendo todo lo posible por recuperar el tiempo perdido.
– Murciélagos… espeleólogos… murciélagos…
– ¿Has pedido murciélagos como voluntarios?
– Búsqueda y rescate -explotó Ray-. ¡Caverna!
– Un grupo de voluntarios de búsqueda y rescate. ¡Ah, en la gruta! -A Mac ni siquiera se le había ocurrido aquella posibilidad. Kimberly había investigado qué relación podía tener el arroz con los diferentes condados sobre los que habían limitado la búsqueda y, por casualidad, había dado con una artículo sobre la caverna Orndorff. Al parecer, era el hábitat natural de un isópodo en vías de extinción, un diminuto crustáceo blanco que medía aproximadamente seis milímetros. Para resumir la larga historia, algunos políticos habían intentado, construir un aeropuerto en la zona, pero los ecologistas lo habían evitado utilizando el Acta de Especies en Peligro de Extinción. Entonces, uno de los políticos había dicho que el progreso no se detendría por culpa de un simple grano de arroz y, desde entonces, los especialistas en carsts habían bautizado con ese nombre al isópodo de la Caverna de Orndorff.
De modo que ya tenían una localización. Si lograban encontrarla y daban con la joven antes de que fuera demasiado tarde…
– Agua… peligro -estaba diciendo Ray al otro extremo del teléfono-. Entrada difícil… Cuerdas… Monos… luces.
– Necesitamos equipo especial para entrar en la caverna -tradujo Mac-. De acuerdo, ¿cuándo llegará el equipo de búsqueda y rescate?
– Haciendo llamadas… diferentes posiciones… Murciélagos… en coche.
– ¿Sus coches tendrán murciélagos?
– Etiquetas.
– Entendido.
Mac abrió la portezuela y salió a examinar el árbol caído. Kimberly, que ya estaba allí, alzó la mirada al verle y sacudió la cabeza con una expresión sombría. Mac entendió el gesto. El tronco del árbol medía un metro de diámetro. Necesitarían un todoterreno, una sierra mecánica y una grúa para moverlo. Era imposible que un chico, dos chicas y un Camry pudieran apartar aquel obstáculo.
– Giramos a la izquierda -dijo Mac por teléfono-. ¿Qué tenemos que hacer ahora?
Esta vez no oyó ni una sola palabra de su respuesta, pero le pareció entender algo similar a «huele a hongos». Mac miró a su alrededor con amargura. Estaban en medio de un bosque de árboles gigantescos en mitad de la nada. Desde que habían abandonado la interestatal 81 cuarenta minutos atrás, se habían sumergido en la zona occidental del estado, una pequeña península situada entre Kentucky y Carolina del Norte. A su alrededor no había nada más que árboles y grandes extensiones. El último edificio que habían visto había sido una gasolinera decrépita a unos veinticinco kilómetros de distancia, que parecía no haber servido ni media gota de combustible desde el año 1968. Antes de eso, habían visto media docena de caravanas y una diminuta iglesia bautista. Lloyd Armitage no había mentido. Los mejores días que había vivido esta región habían quedado atrás hacía largo tiempo.
– Intentaré ponerme de nuevo en contacto contigo en la escena -dijo Mac. Ray dijo algo a modo de respuesta, pero Mac no pudo distinguir sus palabras y decidió colgar.
– ¿Y ahora qué hacemos? -le preguntó Nora Ray.
– Caminar.
En realidad, lo primero que hicieron fue recoger el equipo. Fiel a su palabra, Nora Ray había venido preparada. De su bolsa de viaje había sacado una bolsa de ropa de repuesto, además de comida enlatada, un botiquín de primeros auxilios, una brújula, una navaja suiza y un sistema de filtración de agua. También tenía cerillas impermeables y una linterna. La joven cargó su equipo; Kimberly y Mac se encargaron del suyo.
Les quedaban tres galones de agua. Imaginando las condiciones en las que posiblemente se encontraría la joven, Mac separó la camisa de su cuerpo por cuarta vez en los últimos cinco minutos y guardó las tres garrafas en su mochila. Ahora la bolsa de nailon pesaba tanto que tenía la impresión de llevar a un tipo agarrado a los hombros y su sudada camisa se pegaba aún más a su piel recalentada.
Kimberly se acercó, le quitó una de las garrafas y la guardó en su bolsa.
– No seas idiota -le dijo, mientras cargaba a la espalda su mochila y la ataba alrededor de sus caderas.
– Al menos, los árboles nos proporcionan sombra -comentó Mac.
– Ojalá también absorbieran la humedad. ¿A qué distancia se encuentra?
– A unos cuatro kilómetros, creo.
Kimberly consultó de nuevo el reloj.
– Será mejor que nos pongamos en marcha -miró de reojo a Nora Ray y Mac pudo leer sus pensamientos. ¿ Cuánto aguantaría una civil? Pronto lo sabrían.
Más adelante, Mac pensaría que aquella había sido una excursión surrealista. Habían descendido por una carretera maderera envuelta en sombras, en plena tarde abrasadora. Era como si el sol tratara de darles caza, pues aparecía y desaparecía entre los árboles, esquivando sus pasos y chamuscándoles con sus implacables rayos.
Los insectos salían a su encuentro. Mosquitos del tamaño de colibríes y moscas repulsivas que picaban con saña. Antes de que hubieran recorrido cinco metros, empezaron a enjambrarse alrededor de sus rostros; a los diez, tuvieron que detenerse para sacar de sus mochilas los repelentes de mosquitos; y cuatrocientos metros después, hicieron un nuevo alto en el camino y se rociaron los unos a los otros como si el repelente fuera perfume barato.
No sirvió de nada. Las moscas se enjambraban a su alrededor, el sol ardía con fuerza y la humedad empapaba sus cuerpos en sudor. Ninguno de ellos hablaba. Todos se limitaban a poner un pie delante de otro y centrarse en caminar.
Mac fue el primero en olerlo, cuarenta minutos después.
– ¿Qué diablos es eso?
– Repelente -respondió Kimberly, sombría-. O sudor. Lo que prefieras.
– No, es peor que eso.
Nora Ray se detuvo.
– Huele a podrido -dijo-. Como a… aguas residuales.
De pronto, Mac entendió lo que Ray Lee Chee había intentado decirle por teléfono. Huele a hongos. Aceleró sus pasos.
– Vamos -dijo-. Casi hemos llegado.
Echó a correr, y Kimberly y Nora Ray se apresuraron a seguirle. Coronaron una colina pequeña, descendieron por la ladera contraria y se detuvieron en seco.
– ¡Joder! -exclamó Mac.
– El escenario de una película de terror de serie B -murmuró Nora Ray.
Kimberly simplemente movió la cabeza hacia los lados.