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Capítulo 32

Front Royal, Virginia

06:19

Temperatura: 31 grados

Mac fue el primero en despertar, cuando el suave pitido de su teléfono móvil penetró en sus sueños. Durante unos instantes se sintió desorientado e intentó recordar aquella habitación apenas iluminada, con su cama combada y su olor rancio. Entonces vio a Kimberly, acurrucada cómodamente en la suavidad de la curva de su brazo, y el resto de la velada regresó a su memoria.

Se movió deprisa, pues no deseaba despertarla. Deslizó el brazo derecho por debajo de su cabeza y sintió el consiguiente hormigueo ascendiendo desde el codo a medida que los nervios regresaban dolorosamente a la vida. Reprimió una lastimosa maldición. Mientras sacudía la mano se dio cuenta de que no sabía dónde estaba el teléfono. Tenía el vago recuerdo de haberlo arrojado al otro lado de la habitación durante la noche. La verdad era que, teniendo en cuenta cómo lo trataba últimamente, era un milagro que todavía funcionara.

Se arrodilló y avanzó a gatas por el cuarto hasta que lo encontró. Mientras sonaba por cuarta vez, lo abrió y respondió.

– Agente especial McCormack al habla -miró la cama. Kimberly no se había movido.

– Te ha costado responder -dijo una voz varonil, en la distancia.

Se relajó al instante. No era aquella voz distorsionada, sino su jefe, el agente especial al mando Lee Grogen.

– Ha sido una larga noche -explicó Mac.

– ¿Ha ido bien?

– No demasiado. -Mac le hizo un resumen de lo acontecido durante las últimas doce horas. Grogen le escuchó sin interrumpirle.

– ¿Estás seguro de que se trata de él?

– A mí no me cabe ninguna duda. Por supuesto, si quieres conocer la opinión oficial, tendrás que preguntárselo a los federales. Supongo que creen que se trata de un acto terrorista.

– Pareces resentido, Mac.

– Tres horas de sueño provocan eso en una persona. Lo único que puedo decirte en estos momentos es que tenemos dos muchachas más ahí fuera. Disculpa mi lenguaje, pero que se jodan los federales. Tengo algunas pistas y voy a ir tras ellas.

– Y yo voy a fingir que no he oído eso. De hecho, voy a fingir que estamos hablando sobre pesca. -Grogen suspiró-. Oficialmente hablando, Mac, no puedo ofrecerte nada. Mi jefe podría intentar presionar al suyo para conseguir su cooperación, pero cómo son los federales…

– Tenemos las manos atadas.

– Probablemente. Al menos mencionarán nuestro nombre en la conferencia de prensa: cuando anuncien la gran pieza que han cazado, seremos los palurdos locales que vieron primero al tipo y no fueron capaces de realizar su trabajo. Ya sabes cómo son estas cosas…

– No estoy dispuesto a renunciar -dijo Mac en voz baja.

– Intenta que no tenga que ponerme entre un hombre y su pesca -dijo Grogen.

– Gracias.

– Ha surgido otra complicación.

– Oh, oh. -Mac se pasó la mano por la cara. Volvía a estar cansado, a pesar de que solo llevaba despierto diez minutos-. ¿Qué ocurre?

– Nora Ray Watts.

– ¿Eh?

– Me llamó en plena noche. Quiere hablar contigo. Dice que tiene información sobre el caso y que solo te la va a dar a ti, en persona. Mac, esa muchacha sabía que habían muerto dos chicas.

– ¿Han publicado algo los periódicos?

– Nada de nada. Ni siquiera yo sabía que habían muerto hasta hace diez minutos, cuando tú me lo contaste. Francamente, estoy un poco asustado.

– Puede que se haya puesto en contacto con ella -murmuró Mac.

– Es posible.

– Es lo único que tiene sentido. Escribir cartas ya no es suficiente y el hecho de llamarme posiblemente le frustra. Al menos, eso espero. Así que ahora ha decidido ponerse en contacto con una antigua víctima… ¡Será cabrón!

– ¿Qué quieres hacer?

– No puedo regresar a Atlanta. No hay tiempo.

– Le dije a Nora que estabas fuera de la ciudad.

– ¿Y?

– Me dijo que iría adonde estuvieras. Mac, si te soy sincero, creo que quiere ir para allá.

Mac parpadeó, desconcertado. Nora Ray ya había sufrido bastante. No podía arrastrarla de nuevo a esta confusión. Era una civil. Una víctima.

– No -respondió.

Su supervisor guardó silencio.

– De ningún modo -repitió Mac-, Ella no merece esto. Ese tipo ya le desbarató la vida en una ocasión. Es hora de que sea libre, cure sus heridas y esté con su familia. Tiene que olvidar lo ocurrido.

– No creo que eso sea posible.

– Yo no puedo protegerla, Lee. No sé dónde está ese tipo. No sé dónde va a atacar. He estado trabajando con un ex perfilador psicológico del FBI que cree que el asesino podría estar intentando tendernos una emboscada.

– Se lo diré.

– ¡Lo antes posible!

– ¿Y si de todos modos desea verte?

– ¡Estará loca!

– Mac, si sabe algo, si tiene una pista…

Mac agachó la cabeza y se pasó una mano por el cabello. Dios, en ocasiones odiaba su trabajo.

– Entonces dile que puedo reunirme con ella en el aeropuerto de Richmond -dijo por fin-. Cuanto antes, mejor. El día es joven y todavía pueden ocurrir muchas cosas.

– Estaremos en contacto. Y Mac…, buena suerte con la pesca.

Mac cerró el teléfono y apoyó la frente en su fría carcasa plateada. Menudo lío. Debería regresar a la cama. Y sí no, meterse en la ducha. Cuando se levantara por segunda vez, era posible que este día tuviera más sentido.

Pero la neblina ya se estaba despejando. Estaba pensando en agua y arroz y todas aquellas pistas que forzosamente conducían a lugares reales y terribles. Habían sido afortunados al poder dormir unas horas, pues solo Dios sabía cuándo podrían volver a hacerlo.

Se levantó y avanzó hacia la cama. Kimberly tenía los brazos cruzados sobre la cintura y el cuerpo tenso, como si se estuviera protegiendo incluso dormida. Mac se sentó al borde del colchón, le acarició la curva de la mandíbula con el pulgar y echó hacia atrás su corto cabello rubio. Ella no se movió.

Dormida parecía más vulnerable; sus finos rasgos eran delicados e incluso algo frágiles. Mac no permitió que aquella imagen le engañara. Sabía que podía pasar años enteros esforzándose en memorizar la curva de su sonrisa y que, un buen día, ella cruzaría la puerta sin mirar atrás… Posiblemente, pensando que le estaba haciendo un favor.

En su mundo, a los tipos como él no les gustaban las chicas como ella. Era extraño, pues sentía que hacía tiempo que había abandonado su mundo.

Deslizó los dedos por su brazo y Kimberly abrió los ojos.

– Lo siento, preciosa -susurró.

– ¿Ha muerto alguien más?

– No si nos ponemos en marcha.

Kimberly se incorporó y, sin decir nada más, se dirigió al cuarto de baño. Mac se tumbó sobre la cama y apoyó la mano en la calidez que había dejado el calor de su cuerpo. Ahora podía oír el sonido del agua caliente, el crujido de las viejas y oxidadas tuberías. Volvió a pensar en el día anterior y en la imagen de Kimberly rodeada por docenas de serpientes de cascabel.

– Voy a cuidar mejor de ti -prometió, en el silencio de la habitación.

Entonces se preguntó qué les depararía el día y si sería capaz de mantener su promesa.


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