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Capítulo 37

Quantico, Virginia

13:12

Temperatura: 36 grados

El doctor Ennunzio no se encontraba en su despacho, pero una secretaria prometió ir a buscarle mientras Quincy y Rainie tomaban asiento en la sala de conferencias. Quincy examinó sus expedientes mientras Rainie contemplaba la pared. De vez en cuando llegaban sonidos del pasillo; eran los diferentes agentes y auxiliares administrativos que avanzaban por él a grandes zancadas de camino a su trabajo.

– No es tan sencillo -dijo de pronto Quincy.

Rainie le miró. Como siempre, no necesita preámbulos para seguir su línea de pensamiento.

– Lo sé.

– No somos exactamente chiquillos. Tú rondas los cuarenta y yo pronto cumpliré cincuenta y cinco. Aunque queramos tener hijos, es posible que no podamos.

– He estado pensando en adoptar. Ahí fuera hay montones de niños que necesitan una familia. Tanto en este país como en otros. Podríamos darle un buen hogar a uno de esos pequeños.

– Es mucho trabajo. Darle de comer a medianoche si adoptamos un bebé o crear vínculos afectivos si adoptamos a un niño de mayor edad. Los niños necesitan el sol, la luna y las estrellas por la noche. No podríamos seguir viajando por el mundo cuando nos apeteciera ni cenar en restaurantes selectos. Y tú tendrías que dejar de trabajar.

Rainie guardó silencio unos instantes.

– No me malinterpretes, Quincy -dijo entonces-. Me gusta el trabajo que hacemos, pero últimamente… no es suficiente para mí. Vamos de un cadáver a otro, de una escena del crimen a otra. Cazamos a un psicópata hoy y perseguimos a uno nuevo mañana. Han pasado seis años, Quincy… -bajó la mirada hacia la mesa-. Si hago esto, renunciaré a mi trabajo. He esperado demasiado para tener un hijo y quiero hacerlo bien.

– Pero eres mi socia -protestó él, sin pensarlo.

– Se puede contratar a un asesor, pero no a un padre.

El apartó la mirada y movió la cabeza hacia los lados, fatigado. No sabía qué decir. Era natural que deseara tener hijos. Rainie era más joven que él y no había estado expuesta a las tormentas domésticas que habían sido su patético intento por conseguir la alegría familiar. El instinto maternal era natural, sobre todo en una mujer que, por su edad, debía de estar oyendo constantemente el movimiento de las agujas de su reloj biológico.

Y por un instante, una imagen apareció en su mente: Rainie sujetando entre sus brazos un bultito y arrullándolo con aquella voz aguda que todo el mundo usaba con los bebés. Él, viendo cómo se agitaban en el aire sus piececitos y sus manitas… y siendo testigo de su primera sonrisa y su primera risita.

Pero a esta imagen le siguieron otras. Llegar a casa tarde del trabajo y descubrir que su hijo ya estaba dormido… otra vez. Tener que abandonar un recital de piano o una obra escolar por culpa de una llamada urgente. El modo en que un niño de cinco años podía romperte el corazón diciéndote: «No pasa nada, papá. Sé que la próxima vez vendrás».

La rapidez con la que crecían los niños. El hecho de que podían morir demasiado jóvenes. La paternidad comenzaba con muchas promesas, pero llegaba un día en que sentías que tenías la boca llena de cenizas.

Y entonces sintió una ardiente e inesperada oleada de cólera hacia Rainie. Cuando se habían conocido, ella le había dicho que nunca querría casarse ni tener hijos. Su infancia había sido un cuento oscuro y retorcido, de modo que tenía la certeza de que no podría romper el ciclo por arte de magia. Durante los seis últimos años, Quincy le había pedido en dos ocasiones que se casara con él y ella se había negado. «Sino está roto, no lo arregles», le había dicho. Y cada vez, aunque le había dolido un poco -más de lo que había imaginado-, había acatado sus deseos.

Pero ahora Rainie pretendía cambiar las normas. No lo suficiente para casarse con él, pero sí lo bastante para querer tener hijos.

– Yo ya los tuve en su momento -le dijo, con aspereza.

– Lo sé, Quincy -su voz sonó apagada, pero más dura que sí hubiera gritado-. Sé que criaste a dos niñas y soportaste las comidas a medianoche y la angustia adolescente y mucho más. Sé que estás en esa fase de la vida en la que se supone que deberías estar esperando la jubilación y no el primer día de colegio de tu hijo. Pensaba que también yo estaría ahí. Te prometo que pensaba que esta conversación nunca tendría razón de ser, pero últimamente… -Se encogió de hombros-. ¿Qué puedo decir? En ocasiones, incluso los más tercos cambiamos de opinión.

– Te quiero -intentó Quincy por última vez.

– Yo también te quiero -respondió Rainie, y Quincy advirtió que nunca la había visto tan triste.

Cuando el doctor Ennunzio llegó, en la sala reinaba un tenso silencio. Él no se dio cuenta, pues se detuvo bruscamente con un fajo de sobres de papel manila bajo el brazo y les dijo:

– Arriba. Vamos a dar un paseo.

Quincy se levantó de inmediato de la silla. Rainie, confundida, fue más lenta.

– Le han llamado -dijo Quincy.

Ennunzio movió la cabeza hacia los lados y miró el techo. Quincy entendió el mensaje. Años atrás, un agente de la Unidad de Ciencias de la Conducta se había dedicado a espiar a sus compañeros del FBI. Se habían encontrado complejos instrumentos de vigilancia y escucha por los diferentes conductos que reptaban sobre el techo, pero lo peor había sido que cuando el FBI había empezado a sospechar de la actividad de espionaje, había contraatacado instalando sus propios equipos de vigilancia y escucha para atrapar al culpable. En resumen, durante cierto tiempo -¿quién sabía cuánto?-, todos los agentes de la Unidad de Ciencias de la Conducta habían sido observados tanto por los buenos como por los malos. Nadie olvidaría fácilmente aquellos días.

Quincy y Rainie siguieron al doctor Ennunzio escaleras abajo. Al llegar a la puerta, el doctor deslizó el pase de seguridad sobre el escáner y les condujo hacia el exterior.

– ¿Qué diablos ocurre? -preguntó el lingüista en cuanto cruzaron la calle. Ahora, su conversación quedaba amortiguada por los sonidos de las armas de fuego.

– No estoy seguro. -Quincy le mostró el teléfono móvil, que seguía desconectado-. He estado algo ilocalizable.

Ennunzio movió la cabeza hacia los lados. Parecía muy irritado y disgustado por cómo estaban yendo las cosas.

– Pensaba que ustedes lo estaban haciendo bien. Pensaba que al hablar con ustedes, estaba colaborando en una importante investigación y no echando tierra sobre mi propia carrera.

– Lo estamos haciendo bien, Y tenemos todas las intenciones del mundo de atrapar a ese hombre.

– Las cosas se están poniendo al rojo vivo -explicó Rainie-. Anoche hallamos otra víctima. Todo encaja con el modus operandi del Ecoasesino, salvo que en esta ocasión ha secuestrado a cuatro jóvenes a la vez. Eso significa que ahí fuera hay dos chicas más y que si deseamos salvarlas tenemos que movernos deprisa.

– Maldita sea -dijo el doctor Ennunzio, fatigado-. Después de reunirme con ustedes, tenía la esperanza… Bueno, ¿qué quieren de mí?

– ¿Ha averiguado algo más del anuncio? -preguntó Quincy.

– Lo envié al laboratorio, pero todavía no he recibido los resultados. Fue entregado impreso, en el interior de un sobre cuya etiqueta había sido generada por ordenador, de modo que no hay texto manuscrito que analizar. Puede que tengamos más suerte con el tipo de papel y tinta utilizados. Y en cuanto al texto, no tengo nada nuevo que decir. Lo más probable es que su autor sea un hombre con una inteligencia superior a la media. Reitero la teoría de que podríamos estar hablando de alguien mentalmente incapacitado. Quizá sufre paranoia o cualquier otra discapacidad mental. Para él, el ritual es extremadamente importante. El proceso de matarle resulta tan placentero como el hecho de matar en sí. Ustedes conocen el resto mejor que yo. -Ennunzio miró a Quincy-. Nunca parará a no ser que alguien le detenga.

Quincy asintió con la cabeza. Aquella noticia le resultaba más desalentadora de lo que debería, y de repente advirtió que estaba harto de todo. Estaba harto de preocuparse por Kimberly. Estaba harto de preocuparse por Rainie. Estaba harto de preguntarse qué significaba que el simple hecho de hablar de bebés le asustara más que hablar de psicópatas.

– El agente especial McCormack recibió otra llamada -anunció entonces-. Iba a transcribir la conversación pero, teniendo en cuenta los acontecimientos, no creo que haya tenido tiempo de hacerlo.

– ¿Cuándo contactó con él?

– Anoche, tarde. Cuando estaba en la escena del crimen.

Ennunzio adoptó una expresión preocupada.

– Eso no me gusta nada.

– El sospechoso tiene una aguda capacidad para medir el tiempo.

– Sospecha que estaba mirando.

– Como usted ha dicho, le gusta el proceso. Para él, es tan importante como el propio acto de matar. Tenemos una nueva hipótesis. -Quincy miró con atención el rostro de Ennunzio-. Es probable que el sospechoso utilice una furgoneta como vehículo para sus correrías. El agente especial Kaplan nos ha informado de que últimamente entra y sale de la base una cantidad inusualmente elevada de furgonetas, que pertenecen a los diferentes obreros que trabajan en las obras que se están realizando.

Ennunzio cerró los ojos con fuerza y asintió.

– Eso encajaría.

– En estos momentos, Kaplan está examinando la lista de trabajadores en busca de alguien que haya vivido previamente en Georgia. Eso nos proporcionará un nombre, aunque creo que ya será demasiado tarde.

Ennunzio abrió los ojos y observó a la pareja con intensidad.

– El sospechoso quería Quantico, lo consiguió y ahora ya no lo necesita -prosiguió Quincy-. La acción está ahí fuera y creo que es allí donde debemos ir si deseamos tener alguna oportunidad de encontrarle. Así pues, doctor, ¿qué sabe usted que todavía no nos haya contado?

El lingüista forense pareció genuinamente sorprendido, después receloso y, por último, cautelosamente sereno.

– No entiendo su pregunta.

– Creo que está muy interesado por este caso.

– Es mi trabajo.

– Se ha centrado en las llamadas cuando, de hecho, usted trabaja con notas.

– Todo pertenece a la lingüística.

– Estamos dispuestos a aceptar cualquier teoría -intentó Quincy, por última vez-. Incluso las más confusas, las que están a medio confeccionar.

Ennunzio vaciló.

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