Quántico, Virginia
05:36
Temperatura: 28 grados
Quincy despertó sobresaltado al oír el timbre del teléfono. El instinto, alimentado por tantas llamadas en plena noche, le hizo extender el brazo hacia la mesita, pero el sonido se repitió una segunda vez, agudo e insistente. Entonces recordó que se encontraba en una de las habitaciones de la Academia del FBI y que el teléfono descansaba sobre el escritorio que se alzaba al otro lado de la sala.
Avanzó con sigilo y rapidez, pero ya era demasiado tarde. Aunque logró responder al tercer timbre, Rainie ya estaba incorporada sobre la cama, somnolienta. Su larga melena castaña, despeinada alrededor de su pálido rostro, resaltaba sus pómulos espectaculares y angulosos y su cuello largo y desnudo. Dios, era lo más hermoso que veía a primera hora de la mañana… y también lo más hermoso que veía a última hora del día. Durante todos estos años, esa mujer había conseguido dejarle sin aliento a diario.
La miró y entonces, como ocurría con demasiada frecuencia durante aquellos días, sintió un intenso dolor en el pecho. Le dio la espalda y sujetó el teléfono entre su hombro y la oreja.
– Pierce Quincy.
Y un momento después:
– ¿Estás segura? No era eso lo que pretendía… Kimberly… Bueno, si eso es lo que quieres hacer… Kimberly… -Dejó escapar un profundo suspiro. Un dolor de cabeza incipiente ya se estaba frotando en sus sienes-. Eres adulta, Kimberly. Respeto tu opinión.
Esto no le hacía ningún bien. El día anterior, su única hija viva se había marchado enfadada con él y, al parecer, hoy se había despertado aún más airada y había colgado el teléfono con brusquedad. Él había devuelto el auricular a su sitio con más cuidado, intentando disimular lo mucho que le temblaban las manos. Llevaba seis años intentando arreglar el puente que le separaba de su veleidosa hija, pero no había realizado demasiados progresos.
Al principio, Quincy había pensado que su hija simplemente necesitaba tiempo. Tras el intenso episodio que había vivido su familia, era natural que hubiera albergado tanta rabia en su interior. Él era agente del FBI, un profesional experimentado, pero no había hecho nada para salvar a Bethie y a Amanda. No podía culpar a Kimberly por odiarle. De hecho, durante mucho tiempo, también él se había odiado a sí mismo.
Sin embargo, a medida que pasaban los años y el crudo dolor de la pérdida y el fracaso remitían, había empezado a preguntarse si aquello se debía a algo más insidioso. Su hija y él habían vivido una experiencia angustiante y habían unido sus fuerzas para dar caza al psicópata que había atacado a los cuatro miembros de la familia. Este tipo de experiencia cambiaba a la gente. Cambiaba las relaciones.
Y forjaba asociaciones. Quizá, Kimberly ya no podía verle como un padre. Un padre tenía que ser un refugio seguro, un lugar donde cobijarse en tiempos turbulentos, pero Quincy no lo era para ella. De hecho, era posible que su presencia fuera un recuerdo constante de que la violencia podía golpear cerca de casa y de que los verdaderos monstruos no vivían debajo de la cama, sino que podían ser muy atractivos y miembros totalmente funcionales de la sociedad. Sin embargo, en cuanto entrabas en su punto de mira, ni siquiera un padre inteligente, fuerte y experimentado podía hacer nada por ayudarte.
A Quincy todavía le sorprendía lo sencillo que era fallar a aquellos a quienes amabas.
– ¿Era Kimberly? -preguntó Rainie a sus espaldas-. ¿Qué quería?
– Va a abandonar la Academia esta mañana. Ha convencido a uno de los consejeros para que le conceda una excedencia por ansiedad.
– ¿Kimberly? -preguntó Rainie con voz incrédula-. ¿Kimberly? ¿La que sería capaz de caminar descalza sobre el fuego antes de pedir unos zapatos y menos aún un extintor? Imposible.
Quincy se limitó a esperar, pues sabía que su compañera no tardaría demasiado en descubrir la verdad. Rainie siempre había sido una mujer brillante.
– ¡Va a trabajar en el caso! -exclamó entonces. Su reacción fue completamente distinta a la de Quincy, pues echó hacia atrás la cabeza y soltó una carcajada-. Bueno, ¿qué querías? Ya te dije que ese tipo de Georgia era un verdadero quesito.
– Si el supervisor Watson lo descubre -dijo Quincy con seriedad-, su carrera habrá terminado.
– Si Watson lo descubre, simplemente montará en cólera por no haber sido el primero en acudir al rescate de esa muchacha. -Rainie se levantó de la cama-. Bueno, ¿qué quieres hacer?
– Trabajar -replicó él, con voz monótona-. Quiero conocer la identidad de la víctima.
– ¡Sí, señor!
– Y quizá deberíamos hacer una visita al lingüista forense, el doctor Ennunzio -musitó con cautela.
Rainie le miró sorprendida.
– ¿Por qué, Pierce Quincy? ¿Empiezas a creer en el Ecoasesino?
– No lo sé, pero creo que mi hija está demasiado implicada en todo esto. Pongámonos a trabajar, Rainie. Y hagámoslo con rapidez.
Kimberly y Mac realizaron la mayor parte del trayecto que los separaba de Richmond en silencio. Kimberly descubrió que a Mac le gustaban sobre todo las emisoras de música country y Mac no tardó en averiguar que Kimberly no funcionaba demasiado bien sí no se tomaba una taza de café por la mañana.
Habían cogido el coche de Mac, pues el Toyota Camry de alquiler era más cómodo que el viejo Mazda de Kimberly. Mac había dejado una mochila llena de provisiones en el maletero y ella había añadido botas de excursionismo y un petate en el que había guardado su escasa colección de ropa.
A primera hora de la mañana había recuperado su pistola y había devuelto su Crayola de plástico y las esposas. A continuación había firmado diversos impresos, había entregado su tarjeta de identificación y eso había sido todo. Oficialmente, había solicitado la excedencia en la Academia del FBI. Por primera vez desde que tenía nueve años, había dejado de aspirar a convertirse en agente federal.
Se sentía ansiosa, culpable y horrorizada. Estaba tirando por la borda demasiados años de su vida por un simple capricho. Y ella nunca había hecho nada por capricho. Ella nunca había sido una mujer caprichosa.
Sin embargo, no se sentía mal. No le faltaba el aliento, indicándole que iba a sufrir un ataque de ansiedad. No tenía los músculos agarrotados, ni le dolía la cabeza ni le palpitaban las sienes. De hecho, hacía semanas que no tenía la cabeza tan despejada. Quizá, tras la neblina causada por la privación de sueño, se sentía incluso un poco nerviosa.
Pero no quería saber qué significaba eso.
No tardaron demasiado en llegar a Richmond. Mac le había tendido la copia impresa de un correo electrónico para que le indicara el camino hacia las oficinas del Instituto de Cartografía de los Estados Unidos, que estaban ubicadas en un parque empresarial situado al norte de la ciudad. A primera vista, aquel lugar no era lo que Kimberly había esperado, sobre todo porque el parque empresarial se alzaba en medio de una extensión suburbana. Dejaron atrás el instituto de la comunidad, una zona residencial y un colegio local. Los gráciles árboles proyectaban su sombra sobre las adorables aceras, había amplias extensiones de campos verdes y brillantes mirtos, con flores rosas y blancas.
El edificio del Instituto Cartográfico también era diferente a lo que había imaginado. Era una nueva construcción de ladrillo y cristal, con montones de ventanas y hermosamente ajardinado con más mirtos y Dios sabía qué otros arbustos. En definitiva, una decoración muy diferente a la que solía encontrarse en los monocromáticos edificios gubernamentales.
Era un bonito edificio que se alzaba en un bonito lugar. Kimberly se preguntó si Mac sabía que la sede de Richmond del FBI se encontraba literalmente al final de aquella misma calle.
Salieron del coche, cruzaron la pesada puerta de cristal y fueron recibidos de inmediato por una recepcionista.
– Querríamos ver a Ray Lee Chee -anunció Mac. La recepcionista les dedicó una sonrisa brillante y les indicó que la siguieran.
– ¿Es botánico? -preguntó Kimberly, mientras seguía a Mac por el amplio y soleado pasillo.
– Geógrafo.
– ¿Y a qué se dedica un geógrafo?
– Creo que trabaja con mapas.
– ¿Le vas a enseñar la hoja a un tipo que dibuja mapas?
– Genny le conoce. Fue al colegio con su hermano o algo así. Al parecer, tiene buenos conocimientos de botánica y dijo que podría ayudarnos. -Mac se encogió de hombros-. Carezco de jurisdicción en este estado, de modo que no puedo solicitar los servicios del experto que prefiera.
La recepcionista se había detenido ante una oficina interior. Tras señalar una puerta parcialmente abierta, dio media vuelta y regresó a recepción. Kimberly se quedó a solas con Mac, preguntándose si estaba cometiendo una locura.
– ¿Señor Chee? -preguntó Mac, asomando la cabeza por el umbral. Un asiático bajito y fornido abandonó al instante su asiento y se acercó a recibirles.
– Por Dios, no me llame así. Soy Ray, a secas. Si me llama «señor Chee», solo conseguirá que mire a mí alrededor en busca de mi padre.
Tras estrechar con vigor la mano de Mac, Ray saludó a Kimberly con el mismo entusiasmo. El geógrafo era más joven de lo que había imaginado; no tenía nada que ver con los típicos académicos estirados. Vestía pantalones cortos de color caqui y una camiseta de manga corta fabricada con aquellas microfibras que tanto gustaban a los excursionistas porque absorbían el sudor corporal.
Ray les condujo a su despacho repleto de papeles y volvió a ocupar su asiento, utilizando más energía de la necesaria. Sus bíceps se agitaban incluso cuando estaba sentado y sus manos se movían a mil por hora sobre la mesa, buscando Dios sabía qué.
– Genny me dijo que necesitaban mi ayuda -comenzó Ray, radiante.
– Deseamos identificar una hoja y, según tengo entendido, usted tiene cierta experiencia en esas cosas.
– Pasé mis días universitarios estudiando botánica -explicó Ray-, antes de pasarme a geografía. La verdad es que también estudié zoología y, durante una breve temporada, mecánica. En aquella época me gustaba, y ahora, cada vez que nuestro camión se estropea, todos mis compañeros se alegran de tenerme cerca. -Se volvió hacia Kimberly-. ¿Usted no habla?
– Si no tomo café, no.
1-¿Necesita un estimulante? Hace media hora preparé la mezcla más fuerte del mundo en el hornillo. Ese mejunje le quitará el sueño de golpe y hará que le crezca un poco de pelo en el pecho. -Levantó ambas manos, que temblaban por la cafeína-. ¿Le apetece un poco?