– Amén -dijo Rainie.
– Podríamos probar de nuevo con el Instituto de Cartografía -propuso Kimberly-. Podríamos llevarles las pruebas que tenemos. No estoy segura de qué hacer con el arroz, pero seguro que un hidrólogo sabrá decirnos algo sobre el fluido.
Mac asintió.
– Es posible que también sepan algo sobre el arroz. Quizá, es como la conexión Hawai. Para un hombre corriente podría no significar nada, pero en manos del experto apropiado…
– ¿Dónde están esas oficinas? -preguntó Quincy.
– En Richmond.
– ¿A qué hora abren?
– A las ocho en punto.
Quincy consultó la hora en el reloj.
– Buenas noticias, chicos. Al fin podremos dormir un poco.
Abandonaron el parque nacional, se detuvieron en el motel de uno de los pueblos cercanos y reservaron tres habitaciones. Quincy y Rainie desaparecieron de inmediato en la suya, Mac se dirigió a su cuarto y Kimberly hizo lo propio.
Los muebles eran escasos y deslucidos. La cama estaba cubierta por una descolorida colcha azul y estaba hundida por el centro debido al exceso de huéspedes que habían dormido en ella. El olor era el típico de una habitación de motel: olía a tabaco rancio y a limpiacristales.
Pero tenía una habitación. Y tenía una cama. Podía dormir.
Kimberly conectó el aire acondicionado, se quitó la ropa empapada en sudor y se metió en la ducha. Restregó con la esponja su maltrecho cuerpo y se lavó el cabello una y otra vez, mientras intentaba olvidar las rocas, las serpientes y la tortuosa muerte de la joven. Siguió frotándose sin parar, hasta que se dio cuenta de que nunca sería suficiente.
Volvía a pensar en Mandy. Y en su madre. Y en la muchacha que habían encontrado en Quantico. Y en Vivienne Benson. Pero las víctimas se mezclaban en su mente. En ocasiones, el cadáver de los bosques de Quantico tenía el rostro de Mandy; en ocasiones, la joven de las rocas iba vestida como Kimberly; y en ocasiones, era su madre quien corría entre los árboles, intentado escapar del Ecoasesino, a pesar de que ya había sido asesinada por un demente hacía seis años.
Un investigador tenía que ser objetivo. Un investigador tenía que ser desapasionado.
Kimberly por fin salió de la ducha, se puso una camiseta y usó la descolorida toalla para secar el vapor del espejo. Entonces contempló su reflejo. Su rostro pálido y magullado. Sus mejillas hundidas. Sus labios descarnados. Sus ojos azules demasiado grandes.
Jesús. Parecía demasiado asustada para ser ella.
Estuvo a punto de venirse abajo. Sus manos se sujetaron con fuerza al borde del lavamanos, hundió los dientes en el labio inferior y se esforzó con amargura en encontrar una pizca de cordura en su ser.
Durante toda su vida había tenido un objetivo. Disparar armas. Leer libros sobre homicidios. El mundo del crimen le resultaba fascinante, como buena hija de su padre que era. Todos los casos eran enigmas que resolver Deseaba aquel reto. Deseaba llevar una placa. Salvar al mundo Ser siempre la que estaba al mando.
Kimberly, una mujer dura y fría, sentía ahora su mortalidad como un profundo agujero en lo más profundo de su estómago. Y sabía que ya no era tan dura.
Tenía veintiséis años y le habían despojado de todas sus defensas. Ahora se había convertido en una joven consternada que era incapaz de comer y de dormir. Y tenía miedo a las serpientes. ¿Salvar al mundo? Si ni siquiera era capaz de salvarse a sí misma.
Debería renunciar, dejar que su padre, Rainie y Mac se ocuparan de todo. Ya había renunciado a la Academia. ¿Acaso importaría que desapareciera ahora? Podía pasar el resto de su vida acurrucada en un armario, con las manos unidas alrededor de las rodillas. ¿Quién la culparía? Había perdido a la mitad de su familia y había estado a punto de ser asesinada en dos ocasiones. Si alguien tenía razones para sufrir una crisis nerviosa, ese alguien era ella.
Pero entonces empezó a pensar de nuevo en las dos jóvenes desaparecidas Mac ya les había dicho sus nombres. Karen Clarence y Tina Krahn. Dos universitarias a las que les había apetecido salir a tomar algo con sus amigos una abrasadora noche de martes.
Karen Clarence. Tina Krahn. Alguien tenía que encontrarlas. Alguien tenía que hacer algo. Puede que, con todo, fuera la digna hija de su padre, pues no podía limitarse a dar media vuelta. Podía abandonar la Academia, pero no podía dar la espalda a este caso.
Se oyó un golpe en la puerta. Kimberly alzó lentamente la mirada. Sabía quién había al otro lado. Debería ignorarle…, pero ya estaba cruzando la habitación.
En cuanto abrió la puerta supo que Mac había dedicado aquellos treinta minutos a ducharse y afeitarse.
– Hola -dijo él en voz baja, entrando en el dormitorio.
– Mac, estoy demasiado cansada…
– Lo sé. También yo. -La cogió del brazo y la condujo hacia la cama. Ella le siguió a regañadientes. Puede que le gustara el olor de su jabón, pero también deseaba con desesperación estar sola.
– ¿Te he comentado que no suelo dormir bien en las habitaciones de los moteles? -preguntó Mac.
– No.
– ¿Te he comentado que estás fantástica llevando solo esa camiseta?
– No.
– ¿Te he comentado lo guapo que estoy yo cuando no llevo nada encima?
– No.
– Bueno, es una lástima, porque todo eso es cierto. Pero tú estás cansada y yo también, así que esto es todo lo que vamos a hacer esta noche. -Se sentó en la cama e intentó que ella le imitara, pero Kimberly permaneció en pie.
– No pueda hacerlo -susurró.
Él no insistió. En vez de ello, extendió uno de sus largos brazos y le acarició la mejilla. Sus ojos azules ya no sonreían, sino que la observaban con atención, con una expresión sombría. Cuando Mac la miraba de esta forma, Kimberly apenas era capaz de respirar.
– Esta noche me has dado un buen susto -dijo él, en voz baja-. Cuando estabas en aquellas rocas, rodeada por todas aquellas serpientes, tuve mucho miedo.
– Yo también tuve miedo.
– ¿Crees que estoy jugando contigo, Kimberly?
– No lo sé.
– ¿Te molesta que flirtee o que sonría?
– A veces.
– Kimberly -su pulgar le acarició de nuevo la mejilla-. Te aseguro que eres la mujer más hermosa que he conocido jamás y no sé cómo decirte que sin ti, los pensamientos se convierten en una especie de línea recta.
Ella cerró los ojos.
– No…
– ¿Te apetece pegarme? -murmuró él-. ¿Te apetece gritar y chillar al mundo entero, o quizá lanzar el cuchillo? No me gusta verte enfadada, cariño. Daría lo que fuera por no verte triste.
Eso bastó. Kimberly se dejó caer en la cama junto a él, sintiendo que algo grande y frágil cedía en su pecho. ¿Sería eso la debilidad? ¿Estaba sucumbiendo? Ya no lo sabía. Y tampoco le importaba. De pronto deseaba apoyar la cabeza en su amplio pecho y rodearle con los brazos la delgada cintura. Deseaba sentir su calor y que sus brazos la abrazaran con fuerza. Deseaba sentir su cuerpo sobre el suyo, exigiendo y tomando y conquistando. Deseaba algo fiero y rápido. Deseaba no tener que pensar ni sentir. Simplemente ser.
Le culparía de todo por la mañana.
Alzó la cabeza y rozó sus labios con los suyos. Su aliento le hacía cosquillas en la mejilla y sentía el temblor de su cuerpo. Entonces le besó la mandíbula. Era suave. Cuadrada. La siguió hasta llegar al cuello, donde podía ver su palpitante pulso. Mac había apoyado las manos en su cintura y no las movía, pero ahora podía sentir su tensión, su fornido cuerpo inmovilizado por el gran esfuerzo que hacía Mac por controlarlo.
Percibió una vez más la fragancia de su jabón. Después, el olor a menta de su boca. Y los tonos especiados de su loción de afeitado sobre su mejilla recién afeitada. Vaciló de nuevo. Los elementos eran personales, poderosos. Las cosas que él había hecho por ella no tenían nada que ver con el sexo por el sexo.
Iba a llorar de nuevo. Oh, Dios, odiaba sentir aquel nudo en el pecho. No deseaba seguir siendo aquella criatura. Deseaba volver a ser Kimberly, la mujer fría y lógica. Cualquier cosa tenía que ser mejor que pasarse el día llorando. Cualquier cosa tenía que ser mejor que sentir tanto dolor.
Las manos de Mac se habían movido. Se cerraron en su cabello y lo acariciaron con suavidad. Entonces, sus dedos se deslizaron desde sus sienes hasta las tersas líneas de su cuello.
– Shhh -murmuró-. Shhh.
Kimberly no era consciente de haber emitido sonido alguno.
– Ya no sé quién soy.
– Solo necesitas dormir, preciosa. Lo verás todo mejor por la mañana. Todo será mejor por la mañana.
Mac la acostó a su lado. Ella se dejó llevar sin protestar, sintiendo la creciente presión del cuerpo de Mac sobre su cadera. Ahora hará algo, pensó. Pero no lo hizo. Simplemente la acurrucó en la curva que formaba su cuerpo. Kimberly sentía el calor de su pecho en la espalda y sus brazos, que parecían bandas de acero, alrededor de la cintura.
– A mí tampoco me gustan los moteles -dijo de pronto, y casi pudo sentir su sonrisa contra su cabello. Al minuto siguiente, supo que se había quedado dormido.
Kimberly cerró los ojos y rodeó con sus dedos los brazos de Mac. Y durmió mejor de lo que lo había hecho en años.