El chico bajó las manos para dejar su rostro expuesto. El primer golpe no fue demasiado doloroso, nada que ver con los de su padre. Pero su madre aprendió rápido.
Y él no hizo nada por detenerla. Mantuvo las manos junto a los costados y dejó que su madre le pegara. Cuando ella fue en busca del cinturón de su padre, se dejó caer lentamente sobre el caliente y polvoriento suelo.
– Corre -le dijo a su hermano-. Vete mientras puedas.
Pero su hermano estaba demasiado asustado para moverse. Y su madre regresó demasiado pronto, oscilando en el aire la banda de cuero para que pudieran oír su flagelante siseo.
El hombre despertó por fin. Jadeaba y tenía los ojos enloquecidos. ¿Dónde estaba? ¿Qué había ocurrido? Por un momento pensó que el oscuro vacío le había engullido por completo, pero entonces se situó.
Se encontraba en medio de una habitación. Y tenía en las manos una caja de cerillas. Y una de ellas estaba entre sus dedos…
El hombre volvió a dejarlas cerillas sobre la mesa y retrocedió con rapidez, llevándose las manos a la cabeza e intentado convencerse a sí mismo de que todavía no estaba loco.
Necesitaba una aspirina. Necesitaba agua. Necesitaba algo más potente que eso. Todavía no, todavía no, no había llegado el momento. Sus dedos arañaron sus mejillas sin afeitar y se hundieron en sus sienes, como si la simple fuerza de voluntad pudiera impedir que su cráneo se rompiera en pedazos.
Tenía que resistir. Ya no faltaba demasiado. Ya no quedaba mucho tiempo.
Impotente, advirtió que miraba de nuevo las cerillas. Y entonces supo lo que tenía que hacer. Recuperó la caja de cerillas que había dejado sobre la mesa y la sostuvo en la palma de la mano mientras pensaba en cosas en las que no había pensado desde hacía mucho, mucho tiempo.
Pensó en fuego. Pensó en que todas las cosas bellas debían morir. Y entonces se permitió recordar aquel día en la cabaña y lo que había ocurrido después.