– Los árboles distorsionan el sonido -jadeó Kimberly.
– No podemos desorientarnos.
– Demasiado tarde.
El teléfono móvil de Kimberly empezó a vibrar sobre su cadera. Lo cogió con la mano izquierda y siguió sujetando la pistola con la derecha, mientras sus ojos intentaban mirar a todas partes a la vez. Los árboles oscilaban a su alrededor y el bosque se cerraba sobre ella.
– ¿Dónde está Ennunzio? -le preguntó su padre al oído.
– No lo sé.
– No tiene ningún hermano, Kimberly. Murió hace treinta años en el incendio. Es Ennunzio. Al parecer, le extirparon un tumor cerebral y ahora sufre un brote psicótico. Debes considerar que está armado y que es peligroso.
– Papá -dijo ella, en voz baja-. Huelo a fuego.
Tina levantó la cabeza de repente. Volvía a tener los ojos hinchados y cerrados; no podía ver, pero sus oídos funcionaban bien. Ruido. Un montón de ruido. Pasos y jadeos y maleza aplastada. Era como si el pantano hirviera de actividad. ¡Habían venido a rescatarla!
– ¿Hola? -preguntó, pero por su boca solo salió un débil graznido.
Tragó saliva y lo intentó de nuevo, con mejores resultados.
Desesperada, intentó levantarse. Sus brazos temblaban con fuerza, demasiado exhaustos para soportar su peso. Pero entonces oyó de nuevo el resonar de unos pasos y la adrenalina se precipitó por sus venas. Se impulsó con los brazos para ponerse en pie, pero solo consiguió avanzar a gatas entre el barro. Algo se deslizó entre sus dedos; algo chapoteó junto a su mano.
Desistiendo, acercó un puñado de barro a sus labios y lo comió con avaricia. Humedad para su abrasada garganta y sus labios resecos. Estaban tan cerca, tan cerca, tan cerca.
– ¡Hola! -intentó de nuevo-. ¡Aquí abajo!
Su voz sonó con más fuerza. Oyó una débil pausa y percibió una presencia muy próxima.
– ¡Hola, hola, hola!
– El reloj hace tictac -susurró una voz clara, desde la superficie-. El calor mata.
Al instante, Tina sintió un intenso dolor en la mano, como si unos colmillos se hubieran hundido en su carne.
– ¡Auuu! -Se pegó un palmetazo en la mano, sintiendo el calor de las llamas-. ¡Au! ¡Au! ¡Au! -Frenética, siguió dándose palmetazos hasta que la cerilla cayó al barro. ¡Hijo de puta! ¡Estaba intentando quemarla viva!
Tina se puso en pie, tambaleante, alzó sus fatigados brazos sobre su cabeza y convirtió sus manos en puños. Entonces gritó con todas las fuerzas que le permitió su garganta, tan seca que parecía una lija:
– ¡Ven aquí a por mí, cabrón! ¡Vamos! ¡Lucha como un hombre!
Sus piernas pronto cedieron bajo su peso. Permaneció tendida en el barro, aturdida y jadeante. Oyó más ruidos, pero era el hombre, que se alejaba. Le sorprendió advertir que le echaba de menos, porque aquello había sido lo más parecido a un contacto humano que había tenido en días.
Eh, pensó débilmente. Huele a humo.
Kimberly hizo sonar su silbato. Tres pitidos fuertes. Mac la imitó. El humo se alzaba ante ellos. Corrieron hacia la pila de hojas y empezaron a golpearla y a patearla con furia para apagar las llamas.
Una nueva columna de humo empezó a ascender en vertical a su izquierda a la vez que se oía un sonido chisporroteante a su derecha. Kimberly volvió a soplar su silbato, al igual que Mac.
Entonces corrieron a la derecha y después a la izquierda, deslizándose entre los árboles e intentando apagar las docenas de montones de hojas que ardían.
– Necesitamos agua.
– Ya no queda.
– ¿ Ropa mojada?
– Solo llevo la puesta. -Mac se quitó su empapada camisa y la usó para sofocar un tocón en llamas.
– Es Ennunzio. No tiene ningún hermano. Le extirparon un tumor cerebral y, al parecer, se ha vuelto loco. -Kimberly pateó frenética otro montón de hojas humeantes. ¿Serpientes? No había tiempo para preocuparse por ellas.
Las ramas se movieron a su derecha. Kimberly se volvió hacia el sonido y alzó la pistola, dispuesta a disparar. Un ciervo se deslizó entre los árboles, seguido de otros dos. Por primera vez fue consciente de la actividad que había a su alrededor. Las ardillas trepaban por los árboles y los pájaros remontaban el vuelo. Probablemente, pronto vería nutrias, mapaches y zorros, un éxodo desesperado de criaturas grandes y pequeñas.
– Odia lo que ama y ama lo que odia -dijo Kimberly, sombría.
– No podemos apagar todos estos fuegos sin ayuda. Tenemos que marcharnos.
Pero Kimberly estaba corriendo hacia un nuevo montón de humo.
– Todavía no.
– Kimberly…
– Por favor, Mac. Todavía no.
Arrancó la rama podrida de un árbol y golpeó con ella las llamas, mientras Mac se acercaba al siguiente montón humeante. Ambos lo oyeron a la vez. Eran gritos. Distantes y roncos.
– Eh… ¡Aquí abajo! Que alguien… me ayude.
– Tina -jadeó Kimberly.
Ambos corrieron hacia la voz.
Kimberly estuvo a punto de encontrar a Tina Krahn cayéndose encima de ella. Estaba corriendo por el bosque cuando, de repente, su pie derecho se quedó oscilando en el vacío. Sin perder ni un instante, se abalanzó hacia el borde del foso rectangular y agitó frenética los brazos hasta que Mac la sujetó por la mochila y la dejó en tierra firme.
– Debería empezar a mirar dónde piso -murmuró.
A pesar de estar bañado en sudor y cubierto de hollín, Mac esbozó una sonrisa.
– Entonces perderías parte de tu encanto.
Se tumbaron sobre el estómago y observaron el pozo. Parecía bastante grande. Medía unos tres por cuatro metros de ancho y unos seis metros de profundidad. Era evidente que no era nuevo, pues gruesas y retorcidas enredaderas cubrían la mayor parte de las paredes y Kimberly advirtió que bajo sus dedos había traviesas de ferrocarril viejas y podridas. No sabía quién había construido aquel foso, pero como los esclavos habían excavado la mayor parte de los canales, imaginaba que era allí donde dormían, para que no pudieran escapar. Bueno, hablando de dormitorios confinados…
– ¡Hola! -gritó-. ¿Tina?
– ¿Sois de verdad? -preguntó tina voz débil desde las sombras-. ¿Lleváis esmoquin?
– Nooo -respondió Kimberly lentamente mirando a Mac. Ambos recordaron las palabras de Kathy Levine: las víctimas de un golpe de calor solían sufrir alucinaciones.
El olor a humo se intensificaba. Kimberly entrecerró los ojos, intentando ver a la joven que había en el fondo del pozo. Le costó, pero lo consiguió. Estaba encaramada a una roca y cubierta de barro de la cabeza a los pies, de modo que se mezclaba a la perfección con su entorno. Kimberly apenas pudo distinguir el destello de unos dientes blancos cuando Tina habló de nuevo.
– ¿Agua? -graznó esperanzada.
– Vamos a sacarte de aquí.
– Creo que he perdido a mi bebé -susurró entonces-. Por favor, no se lo digan a mi madre.
Kimberly cerró los ojos. Aquellas palabras le llenaron de pesar; era una baja más en una guerra que nunca deberían haber tenido que librar.
– Vamos a lanzarte una cuerda -dijo Mac, con voz calmada.
– No puedo… No soy Spiderman. Estoy cansada… Muy cansada…
– Baja -le murmuró a Kimberly-. Yo os subiré.
– No tenemos camilla.
– Ata un extremo de la cuerda a su alrededor, como si fuera un columpio. Es lo único que podemos hacer.
Kimberly observó los brazos de su compañero en silencio. Se necesitaba mucha fuerza para izar cincuenta kilos de peso inerte, y Mac llevaba tres días caminando por el bosque sin apenas dormir. Él se encogió de hombros y Kimberly pudo ver la verdad en sus ojos. El humo se estaba espesando, el fuego se estaba adueñando del bosque. No les quedaban demasiadas opciones.
– Voy a bajar -gritó Kimberly, por la boca del pozo.
Mac sacó la cuerda de vinilo y efectuó un tosco amarre pasándola alrededor de su cintura y sujetándola con una abrazadera. En cuanto estuvo listo, le indicó que bajara. Kimberly descendió lentamente, intentado no retroceder por el hedor ni pensar qué tipo de criaturas se deslizaban entre el barro.
Al llegar al fondo, se quedó sobrecogida al ver a la joven. Sus huesos sobresalían y su piel rodeaba su armazón en una macabra imitación de momia viva. Tenía el cabello despeinado y cubierto de barro y los ojos tan hinchados que era incapaz de abrirlos. A pesar de la capa de barro, Kimberly podía ver las pústulas gigantescas que rezumaban sangre y pus. ¿Eran imaginaciones suyas o aquellas pústulas se movían? La joven les había dicho la verdad. En semejantes condiciones, jamás habría sido capaz de ascender sin ninguna ayuda hasta la superficie.
– Me alegro mucho de conocerte, Tina -dijo, con voz enérgica-. Me llamo Kimberly Quincy y he venido a sacarte de aquí.
– ¿Agua? -susurró, esperanzada.
– Arriba.
– Tengo mucha sed. ¿Dónde está el lago?
– Voy a atarte a esta cuerda. Tendrás que sentarte sobre ella, como si fuera un columpio. Después, el agente especial McCormack te subirá a la superficie. Si puedes usar las piernas para sujetarte contra la pared, será de gran ayuda.
– ¿Agua?
– Tendrás toda la que quieras, Tina. Pero antes tienes que subir.
La joven asintió lentamente y su cabeza se movió adelante y atrás como si estuviera borracha. Parecía aturdida y confusa, así que Kimberly se movió deprisa, pasando la cuerda alrededor de sus caderas y atándola con firmeza.
– ¿Preparado? -le preguntó a Mac.
– Preparado.
Kimberly percibió una nueva urgencia en su voz. Era evidente que el fuego se acercaba.
– Tina -le dijo-. Si quieres agua, tendrás que moverte. Ahora.
La alzó en brazos y sintió que la cuerda se tensaba al instante. Tina pareció entender a medias lo que le pedía, pero sus pies golpearon débilmente la pared. Se oyó un gruñido en la superficie, un resoplido de esfuerzo mientras Mac empezaba a tirar.
– Hay agua arriba, Tina. Hay agua arriba.
Entonces, Tina hizo algo que Kimberly no esperaba. Desde lo más profundo de su confusión, levantó sus fatigadas extremidades e insertó los pies en lo que parecían ser pequeñas hendiduras de las traviesas, para intentar ayudar.
Tina ascendía lentamente, trepando hacia la libertad y escapando de aquel infierno.
Y por un instante, Kimberly sintió que algo se aligeraba en su pecho. Cuando, desde el fondo del pozo, vio que la extenuada joven llegaba a la seguridad, le embargó una sensación de satisfacción y paz sublimes. Lo había hecho bien. Esta vez lo había hecho bien.