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El sol se había convertido en un recuerdo distante que centelleaba sobre el dosel que se alzaba a gran altura. Mac, Ennunzio y ella avanzaban por una silenciosa y cenagosa calma, pues el esponjoso suelo absorbía el sonido de sus pasos. El intenso aroma de la vegetación, demasiado madura, inundaba sus fosas nasales y les provocaba arcadas.

En un día diferente, en otras circunstancias, suponía que aquel pantano le habría parecido hermoso: brillantes flores naranjas de madreselva moteaban el cenagoso suelo; preciosas mariposas azules aparecían entre los rayos de sol, jugando al corre que te pillo entre los árboles; y docenas de libélulas verdes y doradas revoloteaban por el camino, ofreciendo delicados destellos de color en la penumbra.

Kimberly era muy consciente del peligro. Montones de hojas secas se agrupaban en la base de los árboles, creando un hogar perfecto para las serpientes, y las plantas trepadoras, tan gruesas como su brazo, se aferraban a los árboles en nudos asfixiantes. También había claros, secciones del pantano que habían sido taladas décadas atrás y en las que ahora los redondeados tocones salpicaban el oscuro paisaje como hileras infinitas de lápidas en miniatura. Allí el suelo era más suave, cenagoso y restallante, pues los sapos y las salamandras saltaban de sus escondites para escapar de los pasos que se aproximaban.

Había cosas que se movían en los oscuros recesos del pantano. Cosas que Kimberly no veía, pero oía susurrar en el viento. ¿Un ciervo? ¿Un oso? ¿Un gato montes? No estaba segura. Solo sabía que daba un respingo cada vez que oía uno de esos ruidos distantes y que el vello de la nuca se le erizaba.

La temperatura debía de rondar los cuarenta grados y, sin embargo, tuvo que reprimir un escalofrío.

Mac dirigía al pequeño grupo, Kimberly avanzaba tras él y Ennunzio cerraba la marcha. Mac intentaba trazar una cuadrícula delimitada por dos caminos de tierra. Al principio les había parecido buena idea, pero como los arbustos y los árboles les cerraban el paso, constantemente se veían obligados a virar un poco a la derecha y después un poco a izquierda, a coger este desvío y después aquel otro, Mac tenía una brújula, así que era posible que supiera dónde estaban. En lo que a Kimberly respectaba, ahora era el pantano quien mandaba. Ellos caminaban por donde este les dejaba caminar y pasaban por donde les dejaba pasar. El sendero les estaba llevando hacia un lugar cada vez más oscuro y decadente, donde las ramas de los árboles eran más gruesas, y tenían que arquear los hombros para poder pasar por aquellos huecos estrechos y constreñidos.

No hablaban demasiado. Avanzaban lentamente entre las abrasadoras y húmedas enredaderas buscando señales de ramitas rotas, tierra movida o vegetación herida que sugirieran el paso reciente de un ser humano. Hacían turnos para dar un único toque de silbato o gritar el nombre de Tina Krahn. Saltaban troncos gigantescos que los rayos habían derribado, serpenteaban entre peñascos especialmente grandes e intentaban abrirse paso a machetazos entre los densos y espinosos matorrales.

Mientras tanto, su preciosa reserva de agua no hacía más que descender. Todos respiraban entre jadeos, sus pasos eran inconstantes y sus brazos temblaban debido al calor.

Kimberly tenía la boca seca, una señal clara de que no estaba bebiendo el agua suficiente. Advirtió que tropezaba con creciente frecuencia y que tenía que sujetarse a las ramas de los árboles y los arbustos para no caer. El sudor le picaba en los ojos. Las moscas amarillas revoloteaban alrededor de su rostro, intentando posarse en las comisuras de la boca o en la suave piel que tenía detrás de las orejas.

Ya ni siquiera sabía cuánto tiempo llevaban caminando. Tenía la impresión de llevar la vida entera en esta humeante jungla, abriéndose paso entre las gruesas y húmedas hojas solo para descubrir otra asfixiante eternidad de enredaderas, zarzas y arbustos.

De pronto, Mac alzó la mano.

– ¿Habéis oído eso? -preguntó.

Kimberly se detuvo, llenó de aire sus pulmones y agudizó los oídos. Allí. Solo un instante. Una voz en el viento.

Mac se giró con el rostro bañado en sudor y una expresión triunfal y decidida.

– ¿De dónde Viene?

– ¡De allí! -gritó Kimberly, señalando hacia la derecha.

– No, yo creo que viene de allí -dijo Mac, señalando hacia adelante. Frunció el ceño-. Los malditos árboles distorsionan el sonido.

– Bueno, de algún punto situado en esa dirección.

– ¡Vamos!

Entonces, una repentina comprensión absorbió las últimas gotas de humedad que quedaban en la boca de Kimberly.

– Mac -dijo-, ¿dónde está Ennunzio?


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