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– ¿Qué quiere?

Me niego a responder. Ella vuelve a reírse.

– ¿También vendes galletitas o eso es sólo cosa de las girl scouts?

– Que te follen, paleta.

– Tú, ni el mejor día de tu vida -responde, mientras me dirijo a la puerta.

Abro la pesada hoja de roble de nuestra oficina y penetro en la antesala que conduce a otros tres despachos. Tres puertas: una a la derecha, una en el medio, otra a la izquierda. Le he puesto el nombre de Sala del Tigre o la Dama, pero nadie pilla nunca la referencia. La antesala es apenas lo bastante grande para albergar un escritorio pequeño, la fotocopiadora y la máquina de café que hemos metido, pero sigue siendo un buen sitio para un último momento de descompresión.

– De acuerdo, muy bien -dice Pam, yendo hacia la puerta de la derecha-. Si con eso te sientes mejor, puedes reservarme dos cajas de las finitas de menta.

He de admitir que esta última es divertida, pero no pienso darle la satisfacción de ninguna de las maneras. Sin volverme, irrumpo en el despacho de la izquierda. Al cerrar la puerta con fuerza tras de mí oigo exclamar a Pam:

– Dale recuerdos.

Para el nivel del EAOE, mi despacho es bueno. No es enorme, pero tiene dos ventanas. Y una de los cientos de chimeneas del edificio. Las chimeneas no funcionan, por supuesto, pero eso no quiere decir que tener una no sea una muesca en la culata. Aparte de eso, es típicamente Casa Blanca: mesa de despacho antigua que tienes la esperanza de que haya pertenecido a alguien famoso, lámpara de mesa comprada durante la administración Bush, silla comprada durante la administración Clinton, y un sofá de plástico que parece que lo hubieran comprado durante la administración Truman. El resto del despacho lo hace mío: archivadores ignífugos y caja fuerte industrial, por cortesía de la Oficina de Consejeros; sobre la chimenea, un retrato hecho por un dibujante de juzgados donde estoy sentado ante el tribunal de prácticas finales, cortesía de la Facultad de Derecho de Michigan; y en la pared sobre mi mesa, el estándar Casa Blanca, cortesía de mi ego: una fotografía dedicada en la que estoy con el presidente Hartson después de uno de sus discursos por radio, y donde me agradece mis servicios.

Arrojo la cartera sobre el sofá y me voy a la mesa. Una pantalla digital conectada al teléfono dice que tengo veintidós llamadas nuevas. Voy repasando la lista y voy viendo los nombres y números de teléfono de todos los que llamaron. Nada que no pueda esperar. Ansioso por volver a Nora, echo un vistazo a la tostadora, un pequeño aparato electrónico que tiene una extraña semejanza con su nombre y que dejó aquí mi antecesor en el despacho. Una pequeña pantalla muestra lo siguiente con letras verdes digitales:

Potus: Despacho Oval

Flotus: EAOE

Vpotus: Ala Oeste

Nora: Residencia Segunda Planta

Christopher: Academia Milton

Aquí están: los cinco grandes. El Presidente, el vicepresidente y la Primera Familia. Los principales. Como el Gran Hermano, compruebo por instinto todas las ubicaciones. La tostadora está ahí para casos de emergencia, y el Servicio Secreto la actualiza a cada movimiento de los principales. Jamás he oído que nadie la haya usado, pero eso no significa que no sea el juguete favorito de todos. La cuestión es que no me intereso por el Presidente de los Estados Unidos ni por la Primera Dama ni por el Vicepresidente. Lo que realmente miro es Nora. Cojo el teléfono y marco su número. Contesta al primer timbrazo.

– ¿Has dormido bien esta noche?

Está claro que tiene el mismo identificador de llamadas que nosotros.

– Bastante bien. ¿Por qué?

– Por ninguna razón… sólo quería comprobar que estabas bien. Te pido perdón otra vez por haberte puesto en aquella situación.

Aunque sea triste admitirlo, me encanta notar la preocupación en su voz.-Te agradezco que lo digas. -Me vuelvo hacia la tostadora y añado-: Por cierto, ¿dónde te estoy llamando?

– Dímelo tú, tú eres el que está mirando la tostadora.

– No, no la miro -digo, sonriendo para mis adentros.

– Ya te lo dije anoche, no sabes mentir, Michael.

– ¿Por eso tenías tanto interés en limpiarme la boca?

– Si de lo que hablas es de que te metiera la lengua en la garganta, sólo era para que tuvieras algo excitante en lo que pensar.

– ¿Ésa es tu idea de lo excitante?

– No, excitación sería si ese aparatito que estás mirando te enseñase exactamente lo que estoy haciendo con las manos.

Esta mujer es una bruta.

– ¿Así que este chisme funciona?

– No lo sé. Sólo se lo dan a los funcionarios.

– ¿Conque ésas tenemos, eh? ¿Ahora no soy más que un funcionario?

– Ya sabes lo que quiero decir. Normalmente… funciona como… Yo nunca he tenido oportunidad de verlo -tartamudea.

No puedo creerlo: ¡está realmente incómoda!

– Está bien -le digo-. Es una broma.

– No, ya sé que… sólo… no quiero que pienses que soy una esnob caprichosa.

Hago una pausa, perdido en la curiosidad casi científica por saber qué encuentra ella importante.

– Quítatelo de la cabeza -acabo diciendo-. Si pensara que eres una esnob, no habría salido contigo, en primer lugar.

– Eso no es verdad -me provoca.

Tiene razón. Pero su tono juguetón me dice que le ha gustado el intento. Como es Nora, su recuperación es inmediata-. ¿Dónde dice que estoy, pues? -añade, devolviendo mi atención a la tostadora.

– Residencia segunda planta.

– ¿Y qué te dice eso?

– No tengo ni idea… nunca he estado ahí.

– ¿Nunca has estado aquí? Pues tendrías que venir.

– Entonces tendrías que invitarme -me siento satisfecho de ésta. La invitación tiene que estar a la vuelta de la esquina.

– Ya veremos -dice.

– Oh, ¿todavía no he pasado el examen? ¿Qué tengo que hacer? ¿Fingir interés? ¿Mostrar un interés permanente? ¿Ir a alguna cena en grupo para que me examinen tus amigas?

– ¿Eh?- No te hagas la tímida, ya sé cómo sois las mujeres, hoy en día todo son decisiones en equipo.

– Las mías, no.

– ¿Y esperas que me crea eso? -le pregunto con una carcajada-. Venga, Nora, tú tienes amigas, ¿o no?

Por primera vez, no responde. No hay más que aire quieto. Mi sonrisa cae hasta ser una línea plana.

– Yo no… no quería decir…

– Naturalmente que tengo amigas -tartamudea finalmente-. Por cierto, ¿has visto ya a Simon?

Estoy tentado de volver a lo de antes, pero esto es más importante.

– En la reunión de esta mañana. Entré y el mundo entero empezó a moverse en cámara lenta. La cuestión es que, observando su reacción, no creo que nos viera. Lo hubiera notado en sus ojos.

– ¿De repente eres el arbitro de la verdad?

– Recuerda mis palabras, no se enteró de que estábamos allí.

– ¿Y has decidido lo que vamos a hacer?

– ¿Qué hay que decidir? Tengo que informar.

– Pero ve con cuidado en lo de… -dice después de pensar un momento.

– No te preocupes, no voy a decirle a nadie que tú estabas allí.

– Eso no es lo que me preocupa -me replica, molesta-. Iba a decir que tuvieras cuidado a quién se lo dices. Teniendo en cuenta el tiempo y la persona involucrada, este asunto irá a Hindenburg.

– ¿Crees que debería esperar hasta después de las elecciones?

Al otro lado de la línea se produce una larga pausa. Sigue siendo su padre. Finalmente dice:

– A eso no puedo responderte. Estoy demasiado cerca -lo noto en su voz. La ventaja es sólo de doce puntos, y ella sabe qué podría pasar-. ¿Hay alguna manera de mantenerlo al margen de la prensa? -me pregunta.

– No pienso darle esto a la prensa de ninguna de las maneras, créeme. Nos comerían vivos para almorzar.

– ¿Entonces a quién acudirás?

– No estoy seguro, pero creo que debería ser alguien de aquí.

– Si quieres, puedes decírselo a papá. Ya estamos otra vez. Papá. Cada vez que lo dice suena mucho más ridículo.

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