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Mira por la ventanilla como ausente, apoyando la barbilla en la palma de la mano. Por el modo en que se alzan sus hombros, comprendo que los ojos del mundo nunca la abandonan. Nunca se rinden. Finalmente, el policía vuelve con un papelito rosa con el rótulo «Confirmación de recibo».

– ¿Dónde está mi dinero? -pregunto.

– Si es dinero limpio, le devolverán hasta el último centavo -y al observar mi expresión, añade-: Si nuestros chicos de la patrulla no consiguen identificar a alguien, podemos retener legalmente su dinero como procedente de un presunto acto delictivo. -No sonríe, pero podría asegurar que está disfrutando de esto al máximo-. ¿Le basta a usted con esto, señor abogado perdido, o quiere hablar personalmente con mi sargento?Niego con la cabeza mientras calculo las consecuencias.

– ¿Cuándo me lo devolverán?

– Llámenos la semana que viene. -Sabe que no vendemos drogas, sólo hace aquello para bajarme los humos. Se inclina hacia la ventanilla y añade-: Y sólo para que quede claro… -Hace un gesto hacia Nora, que sigue sentada junto a mí-. No estoy ciego, muchacho. Simplemente, no quiero todos los dolores de cabeza que me daría esto.

Enervado por la seguridad que noto en su voz, me refugio en mi asiento. Sabía quién era Nora todo el tiempo.

– Y una última cosa… -Mete la mano por la ventanilla y me golpea en el pecho con una hoja de papel-. Aquí tiene su multa.

Diez minutos más tarde, Nora y yo hemos regresado al centro de Washington D. C. y vamos directos a la Casa Blanca. El baño de adrenalina con todas las espitas abiertas ha terminado por fin. Me duele el corte de la frente y se me retuerce el estómago, pero lo que realmente me siento, sobre todo, es mareado. Mareo y falta de control. Tengo los ojos enganchados a la carretera, y me tiemblan los pulgares repiqueteando sobre el volante. El ritmo como casual es un vano intento por combatir el miedo, pero no engaña a nadie. Ni siquiera a mí. Habiéndome pillado con el dinero, no sólo me conocen en la policía, estoy en un papel oficial ligado a ese dinero y a lo que fueran a pagar con él.

Ninguno de los dos ha dicho una palabra desde que se marcharon los polis. Nora me observa y ve cómo el ritmo de mis golpes de pulgar se incrementa rápidamente. Por fin rompe el silencio.

– ¿Todo va bien? -pregunta.

Me limito a asentir con la cabeza.

– Te agradezco lo que has hecho por mí -tiende un puente.

Mis ojos continúan pegados al asfalto.

– No tiene importancia -digo con frialdad.

– Lo digo en serio.

– Ya te he dicho que no tiene importancia. No es nada tan…

– Buen asunto, de verdad… Esas cosas no me pasan todos los días.

– Confío en que no -replico, enfadado.

Hace una breve pausa porque nota que estoy a punto de explotar.-Ya sabes lo que quiero decir, Michael. Te has portado… y no era sólo por ti. Lo hacías por… -Se para una vez más, esto no es algo que le salga fácilmente-. Gracias, Michael. Para mí significa mucho.

Una hora antes, hubiera dado cualquier cosa por oír esas palabras. Ahora mismo, sin embargo, no podrían importarme menos.

– Di lo que estás pensando -dice ella.

Me paro de un frenazo ante un semáforo en rojo. Giro a la derecha mientras le lanzo una mirada larga y dura.

– ¿Qué crees tú que estoy pensando? ¿Por qué demonios cogiste el dinero?

Nora se cruza de brazos y suelta esa risita suya de niña pequeña.

– ¿Crees que es una broma? -bramo.

– En absoluto -responde, repentinamente seria-. No, después de lo que hiciste.

No me siento de humor para cumplidos.

– Dime simplemente por qué lo cogiste.

– ¿La verdad? No estoy muy segura. Subí corriendo, agarré la linterna y vi el sobre. Una parte de mí pensó que debería cogerlo como prueba, de modo que fui a por él. Pensé que sería una manera fácil de demostrar que Simon estaba allí… pero después de coger el primer fajo, me entró miedo y eché a correr.

No es una mala explicación, pero demasiado fácil. Demasiado racional para Nora.

– ¿Así que todo lo que querías era alguna prueba?

– Ya te lo he dicho… así fue.

Continúo mirándola.

– ¿Qué? ¿No me crees?

– ¿Lo preguntas en serio? Dame una sola buena razón por la que…

– Te lo juro, Michael, si pudiera devolverlo, lo haría. No hay un modo más sencillo de decirlo -se le rompe la voz, y me coge por sorpresa. Ahí justo, se le baja la guardia y la sensación mordiente dentro de mi pecho se relaja-. Lo siento -dice, llorosa, inclinándose sobre mí-. Siento muchísimo haberte puesto en este compromiso. Yo nunca… Tendría que haberlo dejado allí y marcharme.

En el fondo de mi cerebro, sigo viendo el frasquito marrón de aspirinas… Pero delante de mis ojos, sólo puedo ver a Nora. La expresión de su cara… El modo en que sus finas cejas se alzan y bailan mientras se disculpa… Está tan asustada como yo. Y no sólo por sí misma, sino también por mí. Bajo la mirada y me doy cuenta de que su mano aferra la mía con firmeza. A partir de ese momento, las palabras, salen de mi boca casi instantáneas.

__Fue un impulso. No podías saberlo -le digo.

__Aun así, no tenías por qué hacerlo -me señala.

Asiento con la cabeza. Tiene razón.

Avanzamos de nuevo por la avenida de Pennsylvania y se me ofrece una vista perfecta de la Casa Blanca. Cuando giro a la izquierda por la calle H, desaparece. Un movimiento brusco y ya no está. No hace falta más. Para ambos.

– Tal vez deberíamos…

– Nos ocuparemos de todo mañana a primera hora -promete Nora, ya dos pasos por delante-. Descubriremos en qué anda metido, sea lo que sea.

A pesar de su confianza, no puedo dejar de pensar en Simon. Pero Nora, tan pronto como ve su gran mansión blanca, vuelve a su ser de siempre. Dos personas. Un cuerpo. Giro bruscamente a la derecha y me dice:

– Ahora, para aquí.

Detengo el coche en la calle Quince, en la esquina de la Puerta Sureste. A esta hora todo el centro de la ciudad está muerto. No se ve a nadie.

– ¿No quieres que te lleve hasta la verja?

– No, no. Aquí. Tengo que bajarme aquí.

– ¿Seguro?

Al principio se limita a asentir con la cabeza. Luego añade:

– Sólo hay que doblar la esquina. De este modo te ahorro un encuentro con el Servicio Secreto. -Mira su reloj-. Estoy por debajo de las dos horas, pero eso no quiere decir que no me vayan a soltar una buena bronca.

– Por eso yo siempre me dejo los guardaespaldas en casa digo, intentando sonar la mitad de tranquilo que mi pareja. Es todo lo que consigo hacer para estar a la altura.

– Sí, ya, por eso te elegí a ti -dice, riendo-. Tú sabes bien lo que es esto. -Está a punto de decir algo más, pero se calla.

– ¿Todo va bien?

Se acerca a mí y vuelve a poner su mano sobre la mía.

La gente no hace cosas agradables por mí, Michael. A no ser que quieran algo. Esta noche tú has demostrado que eso no es verdad.

– Nora…

– No hace falta que lo digas. Prométeme sólo que me dejarás hacértelo.

– No tienes que…

– En realidad, sí.

Hace resbalar sus uñas cortas por mi brazo. En sus ojos está esa mirada. La misma que me dirigió en el bar.

– No te ofendas, Nora, pero no es el momento ni el lugar para…

Me pasa una mano por la nuca y tira de mí hacia ella. Antes de poder discutir, me agarra del pelo con fuerza y desliza su lengua en mi boca. Probablemente haya diez hombres heterosexuales en el mundo que esquivarían este beso. Pero yo no soy uno de ellos. Su olor… su sabor… se imponen de inmediato. Le toco la mejilla, pero me suelta.

– Esto no me sabe a calabaza -dice.

– Eso es porque todavía me quedan cinco minutos más.

Consciente de la hora, esboza una sonrisa.

– ¿Así que estás dispuesto a pasar del calentamiento?

– ¿Aquí? -Miro por el parabrisas y luego otra vez a Nora, nervioso.

Se inclina hacia adelante y desliza la mano por el interior de mi muslo. Sin pausas, me frota el tiro de los pantalones. Igual que en Rolling Stone. Va a hacerlo aquí mismo. Pero justo cuando nuestros labios están a punto de tocarse, se detiene.

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