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Capítulo 28

A veces los correos electrónicos la hacían sentir espantosamente acosada, la seguían fuera donde fuera. Esa mañana estaba mirándolos en su suite del Observatory. Una larga lista, como siempre. La mayoría cuestiones administrativas, y después una lista de las personas que habían llamado.

Le echó un vistazo y casi todas eran de personas no relacionadas con el trabajo, de comisiones y juntas de beneficencia en las que había aceptado participar, funciones a las que estaba invitada, y un nombre que le encogió el corazón: Clio Scott. Le gustaría que Martha la llamara para quedar.

Martha se quedó mirando la pantalla fijamente, sintiendo que su mente se dividía en dos; Mackenzie, Paul Quenell, Sayers Wesley, Jack Kirkland, el Partido Progresista de Centro estaban en una parte, un lugar controlado y bien gobernado, y Clio estaba en otra. ¿Qué quería? ¿Por qué la había llamado de repente? ¿Qué podía querer de ella? ¿Qué podía saber? ¿Qué podía hacer?

Frena, Martha, frena, te estás dejando llevar por el pánico. El pánico es peligroso. Es lo único peligroso. La calma lo es todo, la calma y el control: eso es lo que nos da seguridad. A lo mejor Clio sólo quería que quedaran las tres para salir. Jocasta ya había mencionado algo así. Sí, era lo más probable. Lo más probable.

Un resquicio de frescor estaba abriéndose paso entre el pánico feroz, apartándolo. No tenía por qué quedar con Clio, ni siquiera tenía que hablar con ella. Le diría a su secretaria que le dijera que estaba demasiado ocupada y que ya la llamaría cuando su agenda se despejara un poco. Era lo que decía siempre a las invitaciones no deseadas y siempre funcionaba. Después, no les llamaba nunca y normalmente ellos no insistían.

De modo que no pasaba nada. Podía alejar a Clio otra vez, no tenía por qué volver a aceptarla en su vida. Se desharía de ella limpiamente, y se acabó.

Iría al gimnasio media hora, antes de ir a la oficina de Wesley a aguantar otra reunión tediosa, pero infinitamente controlable, con Donald Mackenzie.

«Las sábanas limpias y la lavandería china…

El partido de Chad Lawrence, el carismático diputado, cuyo pelo rubio, aspecto atractivo y buenos modales de escuela privada le hacían destacar entre su viejo partido conservador, se ha comportado con increíble despreocupación con los fondos de la fundación de su nuevo partido. O eso ha afirmado Theodore Buchanan, en un punto del orden del día de esta tarde.

Preguntó a la Cámara si era apropiado «que el Partido Progresista de Centro recibiera fondos procedentes de la República Popular China. ¿No es cierto que los partidos políticos británicos, en esta Cámara, tienen prohibido recibir financiación procedente de intereses extranjeros? Señor portavoz, ¿no debería la Comisión de Normas y Privilegios investigar este asunto con urgencia?»

Entonces el señor Buchanan se ha sentado entre grandes ovaciones y abucheos.

Cuando un compañero de escuela (de Eton, ¿de dónde si no?), Jonathan Farquarson, ofreció al nuevo partido un millón de libras para sus fondos el otoño pasado, Lawrence (Ullswater North) no se molestó en asegurarse de que la empresa de tecnología del señor Farquarson, Farjon, tuviera su sede en el Reino Unido. Tras declararse en quiebra hace dos años, la adquirió una empresa china que opera desde el norte de Hong Kong. No sólo va contra la ley que un partido político británico reciba financiación de intereses extranjeros, también es posible que el señor Lawrence se vea sometido a presiones para que conceda tarifas de importación favorables para la empresa. El un día señalado como posible futuro primer ministro conservador, fue uno de los miembros fundadores del Partido Progresista de Centro, el grupo de centro izquierda escindido de los conservadores.

El partido afirma estar limpio, y que en él no hay corrupción ni amiguismo. Lamentablemente para el señor Lawrence, se encuentra en medio de una disputa que levanta sospechas de ambas cosas.

Es una desgracia para la reputación del nuevo partido que sólo hace dos semanas Eliot Griers, otro miembro prominente del nuevo partido (junto con Janet Frean, la única diputada destacada que se ha unido al partido por ahora), saliera en las noticias por el ya infame «Abrazo en el caso de la Cripta», en la que estuvieron implicados el señor Griers y una joven abogada de su jurisdicción.

Jack Kirkland, sentado junto a Chad Lawrence en los bancos de la oposición, se levantó para decir que el asunto estaba recibiendo toda su atención, pero que mientras tanto seguía teniendo toda la confianza en su honorable amigo, el diputado de Ullswater North.

Nadie se ha dejado engañar.»

– Lo que quiero saber -dijo Jack Kirkland, alcanzando una copa de vino a Janet Frean- es quién demonios le ha dado el soplo a Buchanan. No es precisamente una lumbrera, alguien ha tenido que echarle una mano. Oh, Dios, menudo desastre. En sólo seis semanas, caídos del reluciente pedestal, de narices al fango, junto con todos los demás. Supongo que fue una ingenuidad por mi parte pensar que nuestro grupito era único, que estaba por encima de ese tipo de cosas.

– No tanto. Yo también lo creía. Es una pena.

– Una pena, no, Janet, una estupidez. Una metedura de pata. -Suspiró-. Creo que no nos recuperaremos de esto.

– No digas tonterías, Jack -dijo ella, y la expresión de su cara atractiva, de mentón poderoso, era comprensiva-. Por supuesto que nos recuperaremos. Mañana habrá otra cosa, algo distinto. ¿Qué te parece un nuevo escándalo Mandelson? Yo apostaría por eso.

Él sonrió de mala gana.

– A lo mejor tienes razón. En fin, suerte que te tenemos a ti. Tú no me vas a hacer nada horrible, ¿verdad, Janet? ¿A ti no te pillarán besuqueándote en la sala de prensa con alguien o intercambiando casas por votos, como la señora Porter?

Janet se rió.

– A Bob no le haría ninguna gracia tu primera propuesta y para la segunda no tengo medios. A veces pienso que debería haberme seguido dedicando a mi profesión original, el derecho, y ganar dinero. Pero no te preocupes, Jack, no te fallaré. Te lo prometo.

Él la miró con gravedad.

– Sé que no me fallarás. Confío en ti plenamente. Siempre he pensado que las mujeres eran mejores para la política. Tienen menos ambición por el poder, son idealistas de un modo más sincero. Había olvidado que eras abogada. Como nuestra querida Margaret. Y como Martha, claro.

– Sí, señor.

Lo dijo en un tono que a él le pasó inadvertido.

– Ésa sí es una socialista. Creo que es estupenda de verdad.

– Estoy de acuerdo. Aunque le falta mucha experiencia.

– Aprenderá rápido.

– Esperemos que sí. La he invitado a una reunión con más gente, para hablar de esa nueva comisión donde me han pedido que participe.

– Bien hecho. Hazla participar en todo lo que puedas, Janet. Creo que valdrá la pena. La considero nuestro futuro. Es muy curioso.

– Muy curioso -dijo Janet, y esa vez Jack percibió el tono-, teniendo en cuenta que sólo tiene dos meses de experiencia.

– Janet, Janet -dijo él, acariciándole la mano-, no vayas a ponerte celosa, ¿eh? Ella puede ser nuestro futuro, pero tú eres nuestro presente. Por cierto, he oído rumores de que Iain Duncan Smith va a hacer presidenta del partido conservador a Theresa May.

– ¿Qué? ¡No me lo puedo creer!

– Pues yo creo que es muy posible. Y diría que es un gesto muy inteligente dar a una mujer ese cargo. Piénsalo, Janet, podrías haber sido tú.

– Ya lo creo -dijo Janet con sequedad.

Él la miró fijamente.

– ¿No te habría gustado, verdad? ¿Con esa pandilla?

– Por supuesto que no -dijo Janet.

Poco después, se disculpo y se marchó. Cuando llegó a casa, se sirvió un buen vaso de whisky y subió a su estudio. Bob Frean la encontró paseando por la habitación, con los puños cerrados, furiosa y en silencio. Con tacto, le preguntó qué ocurría.

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