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ЛитМир: бестселлеры месяца
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Unos días después tropezó con Clio, que estaba alojada unas cabañas más abajo; era fácil encontrar a la gente, sólo tenías que preguntar por la playa y en los bares, si los había, y encontrabas a quien querías. Jocasta ya se había ido al norte.

– Pero dijo que regresaría -dijo Clio de manera vaga.

Aquella vida fomentaba la vaguedad: era atemporal, sin rumbo y maravillosamente irresponsable.

El lugar era inmensamente hermoso. Tras la porquería y la miseria de Bangkok parecía un paraíso, con aquella agua cristalina, las palmeras ondulando encima y la arena blanca infinita. El gran Buda estaba al final de la playa, en lo alto de un tramo de enormes escaleras ornamentadas, pintado de un dorado ya descascarillado. Sus ojos severos te seguían a todas partes. Y como estaban en la estación lluviosa, los atardeceres eran maravillosos: naranja, rojo y negro, increíbles y espectaculares. Todo el mundo se sentaba y los contemplaba como si fuera un espectáculo, mejor que ir al cine, decía Martha…

Pasaron muchas horas sentadas en el porche, hablando y hablando mientras oscurecía y después anochecía, no sólo ellas, sino cualquiera que pasara por allí. La facilidad con la que se iniciaban las relaciones fascinaba a Martha, que había crecido en una sociedad tan estricta como Binsmow. Una de las cosas que más le gustaban era que se aceptaba a todos, tal como eran, para formar parte de aquella tribu grande y sencilla. No importaba nada más, no había ninguna clase de esnobismo. No había que tener montones de dinero, ni la ropa correcta. Eras un mochilero, nada más y nada menos que eso.

Martha se encariñó mucho con Clio. Tenía ganas de caer bien, era muy buena. Y le faltaba seguridad en sí misma, que era muy raro, en opinión de Martha, porque era muy bonita. Tal vez un poco gordita, sí, pero con el complejo que tenía, cualquiera diría que usaba una talla cincuenta. Sus hermanas sin duda eran bastante responsables de eso.

Había desventajas: Martha sufrió diarreas continuas.

– Y la regla parece que se haya vuelto loca -dijo una mañana a Clio-. Me vino en Bangkok, me duró dos días y después me volvió a venir ayer, y ahora parece que haya desaparecido.

Clio, en su papel de asesora médica, la había tranquilizado, y le había dicho que era culpa del cambio radical de comida, de clima y de hábitos. Martha había intentado no preocuparse por eso, y al cabo de unas semanas lo consiguió. Todo formaba parte de aquella nueva persona desconocida en quien se había convertido, relajada, tranquila, despreocupada. Y muy, muy feliz.

Qué suerte, qué suerte tenía Ed con todo aquello por delante.

Capítulo 4

De la habitación salían unos sollozos terribles, sollozos terribles que delataban un dolor inmenso. Era la tercera vez que Helen los oía en los últimos meses.

Las dos primeras veces habían sido consecuencia de la búsqueda de Kate, hasta el momento infructuosa, de su madre biológica. Le había contado a Helen lo que pretendía hacer la primera vez, y Helen había escuchado, con el corazón en un puño por lo poco práctico de los planes, sin osar criticarla o hacer ninguna sugerencia. Se había limitado a sonreírle alegremente, abrazarla y decirle adiós al marcharse y esperar, enferma de angustia, a que volviera.

Había vuelto unas horas más tarde. Abrió la puerta de casa, la cerró de un portazo y subió la escalera corriendo. Cerró la puerta de su habitación, y los sollozos comenzaron.

Helen había esperado quince minutos, y después había subido y había llamado a su puerta.

– Kate, mi vida, ¿puedo pasar?

– Sí, pasa.

Estaba echada en la cama, con los ojos rojos, furiosa, enfadada con Helen.

– ¿Por qué no me lo has dicho?

– ¿Decirte qué?

– ¿Que no quedaría nadie en el hospital? Nadie de los que estaban allí cuando me encontraron. ¿Por qué no me lo dijiste?

– No lo sabía. ¿Cómo iba a saberlo? -Helen intentó no perder la paciencia-. A ver, ¿por qué no me cuentas lo que ha ocurrido?

Había ido al hospital, al South Middlesex, a la Unidad de Pacientes Externos. La habían tratado, según ella, como si estuviera loca.

– No entiendo, ¿es mucho pedir? Sólo quería saber quién estaba en la unidad de bebés en 1986. Me han preguntado si tenía una carta de alguien. He dicho que no, y me han dicho que no podían ayudarme, que tenía que escribir una carta para que mi solicitud siguiera los canales previstos. ¡Por favor! Bueno, entonces he seguido las flechas hasta la Unidad de Maternidad. Estaba en la tercera planta y, cuando he llegado, había una especie de sala de espera llena de mujeres embarazadas horribles y más mujeres estúpidas en recepción. Me han dicho que no habría nadie de aquellos años trabajando allí y yo he preguntado cómo lo sabían. Y me han dicho que porque nadie llevaba allí más de siete años. Entonces he preguntado por el personal de limpieza. Y me han dicho que la limpieza la hacía ahora una empresa, antes la hacía personal del hospital. He visto que se miraban arqueando las cejas y me he marchado. Mientras caminaba por uno de esos interminables pasillos, he visto un rótulo que indicaba la Oficina de Administración y he ido.

– ¿Y?

– Y allí sólo había un hombre muy borde que me ha dicho que los sábados no había nadie, y yo he dicho que quién era él, y ha dicho que sólo había ido un momento. He dicho que no le veía la diferencia. Que sólo quería saber los nombres de gente que trabajaba allí hace quince años, y me ha dicho que esa información era confidencial y que no se podía facilitar a cualquiera. Me ha dicho que escribiera una solicitud y que la tendría en cuenta. Y ya está.

– Bueno -dijo Helen con cautela-, ¿por qué no escribes?

– Mamá, son unos idiotas. No saben nada de nada. Y no quieren ayudar.

– ¿Le has contado a alguien por qué querías saberlo?

– Por supuesto que no. No pienso ir por ahí en plan penoso buscando a mi madre. No quiero que me tengan lástima.

– Kate, cariño -dijo Helen-. Creo que tendrás que hacerlo. De otro modo tus razones podrían considerarse dudosas. Piénsalo un momento.

Kate la miró y luego dijo:

– No, mamá, ni hablar. Lo haré a mi manera. Sé lo que me hago.

– Está bien -dijo Helen.

No hizo nada más durante unos meses. Después se fue a Heathrow y se acercó al mostrador de información y preguntó cómo podía ponerse en contacto con una de las personas que limpiaban.

– ¿Tienes algún nombre? -dijo la rubia teñida, dejando de teclear el ordenador un momento.

– No.

Kate suspiró.

– Entonces no sé cómo podemos ayudarte.

– Tendrá una lista de personas.

– Aunque la tuviera, si no me das un nombre, ¿de qué te serviría la lista? ¿Es una queja o qué?

– No -dijo Kate.

– ¿Entonces qué?

– No… no puedo decírselo.

– En ese caso -dijo, volviendo a teclear-, no creo que pueda ayudarte. Puedes escribir al departamento de RH si quieres.

– ¿Qué es RH?

– Recursos Humanos. Si me disculpas, hay gente que espera. Diga, señor.

Indicó a Kate que se apartara para poder hablar con el hombre que estaba detrás de ella.

Kate sintió la misma desesperación que la primera vez. Fue a una cafetería, pidió una coca-cola y se sentó buscando con la mirada al personal de limpieza. Algunos eran muy mayores. Seguro que estaban allí hacía quince años. Seguro que se conocían todos. Seguro. Acabó la coca-cola y se acercó a una asiática de mediana edad que limpiaba mesas. Le preguntó cuánto tiempo llevaba trabajando allí.

– Demasiado tiempo, guapa, demasiado. -Le sonrió cansadamente.

– ¿Quince años?

– Oh, no.

– ¿Conoce a alguien que sí?

– Puedo preguntarlo. ¿Por qué quieres saberlo?

– No se lo puedo explicar. Lo siento. Pero no es nada… malo.

– Lo intentaré.

Kate esperó un buen rato, observándola. Preguntó a algunos compañeros de la mujer; algunos sonreían, otros arqueaban las cejas como las enfermeras, y todos menearon la cabeza. Finalmente un hombre con aspecto oficial fue hacia la mujer asiática y le preguntó algo. Ella dejó de sonreír y señaló en la dirección de Kate. El hombre se acercó a ella.

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