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– Josh, ¿cuándo fue exactamente? ¿Te acuerdas?

– No lo sé -dijo-. ¿Es importante?

– Sí, podría serlo.

– ¿Por qué?

– Bueno…

– Clio -dijo Jocasta-. ¿De qué va esto?

– Es que… se me ha ocurrido una cosa. Estaba pensando en Martha. Sólo eso.

– ¿En qué? Aparte de que era más lanzada de lo que creíamos. ¡Vaya, con Josh! Y no nos lo había dicho. Y…, ¡oh, Dios mío! No pensarás que… No… Josh… Dios mío.

– ¿Qué? -dijo él irritado-. ¿Qué os pasa a las dos?

– Dinos exactamente cuando tuviste tu pequeño lio con Martha. -Jocasta hablaba muy despacio-. Es muy importante.

– Lo intentaré. Pero no entiendo…

– ¡Josh! ¡Piensa!

– Bueno, fue antes de Navidad, eso seguro, porque para entonces ya estaba en Malasia. En octubre o noviembre, supongo. Acordaos de lo poco que significaba el tiempo allí, las semanas parecían meses, y al revés.

– Josh, tienes que afinar un poco más. Lo siento.

– Ya lo intento. Qué pesadas. A ver, de hecho tuvo que ser en octubre, sí, seguro, porque iba en dirección a Bangkok, a ver a mi novia, bueno, no es que fuera mi novia, pero estábamos bastante enrollados, y ella estaba en el hospital, había tenido un accidente de moto en Koh Pha Ngan, y allí celebré mi cumpleaños, los dieciocho, de eso me acuerdo.

– Y por el camino llevaste a Martha a un hotel. Josh, Josh, lo tuyo no tiene nombre -exclamó Jocasta.

– Sí, ya lo pillo. Creía que querías saber cuándo estuve con Martha.

Jocasta miró a Clio.

– Su cumpleaños es el 26 de octubre. Y Kate nació a mediados de agosto, de modo que habría tenido que ser en noviembre, ¿no? -preguntó.

– Lo siento -dijo Clio-. Kate se retrasó casi tres semanas. Me lo dijo Martha. Esa fue la razón de que diera a luz aquí. Finales de octubre casa perfectamente.

– ¿De qué estáis hablando? -preguntó Josh-. No me entero de nada.

– Josh -dijo Jocasta, llenándole la copa hasta el borde-, bebe. Vas a necesitarlo. Tú eres…

Capítulo 42

Josh apenas había podido dormir. Tenía la sensación de que no volvería a dormir nunca más. Se había pasado la noche dando vueltas frenéticamente en la cama de la habitación de invitados. Le había dicho a Beatrice que tenía indigestión, que no quería molestarla.

Le parecía que era imposible hacer lo correcto. O se lo decía a Beatrice, que se llevaría un disgusto, por no hablar de que se sentiría muy ofendida y probablemente lo echaría de casa -¿y qué pensarían las niñas de tener de repente una hermana mayor?-, o podía no decir palabra y vivir el resto de su vida con aquella certeza terrible y opresiva.

Además no era una chica cualquiera: era famosa. Bueno, bastante famosa. ¿Qué decía siempre Jocasta? Una vez sales en los periódicos, está ahí para siempre. Sería como una bomba de relojería, esperando a explotar. Se imaginó que así debía de sentirse exactamente Martha, y no llegaba a comprender cómo lo había soportado. Había sido muy valiente, por Dios. Valiente y dura.

Y después estaba Kate. Kate, su hija. Tuvo su imagen en la cabeza toda la noche. La chica del funeral, tan bonita, tan divertida, tan lista, hablando con él de su futuro, era su hija. Tenía una hija adolescente. No parecía ni remotamente posible. Pensó en Charlie y Harry, todavía tan niñas, que se le subían a las rodillas, le tiraban del pelo, le retorcían la nariz, se reían, le hacían muecas, le salpicaban con el agua de la bañera, se dormían encima de él, se chupaban el pulgar mientras él les leía cuentos. Eran las hijas que quería. Las que podía afrontar. No una de dieciséis años peligrosamente atractiva. Se había sentido atraído por ella, pensó, y se le heló la sangre.

¿Cómo se puede empezar a ser padre de alguien a quien ves por primera vez a esa edad? Era mayor, educada, acabada. No tenía nada de ella, no tenía nada que ver con él, otro hombre había hecho todo eso, la había bañado, había jugado con ella, había elegido su escuela, le había marcado las normas, no había nada de él en ella.

Pero sí lo había, evidentemente, pensó, sentándose de golpe, había la mitad de él en ella. Una noche con alguien, una muy buena noche de hecho, por lo que podía recordar, a los diecisiete años, o casi dieciocho; sólo tenía dieciocho años, un año y poco más que la propia Kate. Estás despreocupado, feliz, disfrutando de la vida, divirtiéndote y…, vaya por dónde, de repente eres padre. Era un mal sistema, ése, muy peligroso. No tenía ni idea de cómo había podido ocurrir. Siempre había sido muy cuidadoso, siempre había usado preservativos, ya se sabe que pueden fallar, romperse. Seguramente era eso lo que había sucedido.

¿Por qué no había abortado, maldita sea? No era tan difícil, ¿por qué la había tenido? ¿Por qué no había intentado encontrarle, al menos? La habría ayudado, la habría ayudado a decidir qué hacer, le habría dado dinero. En ese momento, Josh se vio claramente a los diecisiete años, un egoísta redomado, del todo inmaduro, y pensó que entendía perfectamente por qué Martha no había intentado encontrarle. No debió de parecerle una buena alternativa.

También era posible que no estuviera segura de que era él el padre. Podía haber sido promiscua, podía haberse acostado con todos los tíos que se cruzaban en su camino. Con él había estado muy dispuesta, no había hecho falta mucha persuasión. Pero estaba claro que era él. Kate era su hija. Era clavada a él. O para ser más exactos, a Jocasta.

¿Qué querría ella? Esa nueva hija problemática. Jocasta y Clio habían dicho que estaba muy dolida por lo que le había ocurrido, que había buscado a su madre toda su vida, cada vez más confusa y angustiada.

– Sólo quiere encontrar su lugar -había dicho Clio-, saber de dónde viene, se podría decir. Tienes que entender que todo esto es muy desconcertante para ella. Quiere a sus padres muchísimo, pero ellos no pueden darle respuestas. La muerte de Martha no ha sido más que otro golpe. Ella tampoco le proporcionó ninguna.

Decidieron que, hicieran lo que hicieran, debían proteger a Beatrice.

– Es tan maravillosa, seguro que se porta de maravilla -dijo Josh tristemente-, seguro que le ofrece un hogar a Kate y…

– Kate no necesita un hogar -dijo Jocasta con brusquedad-, está muy bien donde está. No le falta amor ni atención y sus padres adoptivos son estupendos. Sólo quiere saber cómo y por qué pasó lo que pasó. Tiene un novio encantador -añadió.

– No sé ni cómo enfrentarme a ella -gimió Josh-, imaginaos a un novio.

Cuando dieron las cuatro, Josh bajó a prepararse un ponche caliente.

Peter Hartley estaba en la iglesia desde primera hora. Había pasado un rato de rodillas, solo, recordando a Martha, y mucho rato en la sacristía ordenando, colgando las sotanas de los niños del coro y barriendo. Cuando se encontró recogiendo los libros de oraciones e himnos, una tarea que siempre hacían el sacristán y su esposa, y que él hacía muy a gusto, se dio cuenta de lo que estaba haciendo en realidad: retrasar la vuelta a la vicaría y ver a Grace.

Se sentía fatal, hacía unas pocas semanas que Martha había muerto y la echaba de menos, la luz brillante que proyectaba en su vida más bien monótona, la echaba de menos terriblemente. Nadie sabía que fuera monótona, claro, o mejor dicho que a él se lo pareciera. Su inquebrantable fe ayudaba mucho, y el saber que lo hacía todo por Dios. También había momentos maravillosos, en las bodas y las confirmaciones sobre todo, pero también cuando daba la comunión, o daba un sermón que le parecía bueno y no sólo correcto, pero de todos modos el día a día de su vida estaba lleno de tareas desagradecidas y tediosas.

Su otro pilar era su amada Grace, y verse privado de ella, además de Martha, estaba resultándole insoportable. Lo que había empezado como desconcierto, se había convertido en reproche, y empezaba a ser hostilidad, cuyo origen, por lo que adivinaba, era un profundo resentimiento por que él pudiera encontrar consuelo en Dios y ella no.

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