Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Gracias -dijo-, muchas gracias. Lo siento.

– Oh, Martha -dijo él, besándole la mano-. Ojalá confiaras en mí. Sea lo que sea, lo comprenderé y te perdonaré. Acabaré por saberlo. No sé cómo, pero lo sabré. No te dejaré en paz hasta que lo sepa y después tampoco. Creo que me necesitas.

– No -dijo Martha haciendo acopio de toda la fuerza de voluntad que le quedaba. Le soltó la mano y se apartó un poco de él-. No. No te necesito, Ed. Y tú me necesitas menos aún a mí.

– En eso te equivocas -dijo Ed-. Yo sí te necesito. Nos necesitamos los dos. Ahora me iré. Pero cuando vuelvas… ¿Cuándo será? ¿La semana que viene?

Ella asintió débilmente.

– Te estaré esperando. No creas que no estaré. No creas que abandonaré. Te quiero demasiado. Vete a la cama y duerme un poco, por Dios. ¿Quieres que me quede? Aquí -añadió, con un tímido esbozo de sonrisa.

– No -dijo Martha-, de ninguna manera. Debes irte. Pero gracias por ofrecerte. Eres muy bueno, Ed. Muy bueno.

– No -dijo Ed-. No soy bueno. Ya te lo he dicho. Te quiero.

Y se marchó.

Martha pasó la noche en vela. Había puesto el despertador a las cinco, pero vio pasar las horas y los cuartos; sentía un miedo abrumador, el corazón le latía acelerado, le dolía el estómago. Volvió a vomitar, más de una vez. Nunca se había sentido tan sola, ni siquiera en aquella horrible habitación con azulejos, con aquel tremendo dolor, pariendo a su bebé con un terror abyecto, mirándolo.

No, Martha, no pienses en eso, nunca más pienses en eso. No pienses en esa carita arrugada y llorosa, tan pacífica cuando la dejaste profundamente dormida. No lo recuerdes, no, no.

Cuando al fin sonó el despertador, estaba sentada en la cama, con la cabeza apoyada en los brazos, intentando no recordar.

Era la primera vez que le fallaba la fuerza de voluntad. No podía ponerse de pie, no podía caminar, ni para cruzar la habitación. Temblaba, todo su cuerpo temblaba con violencia. Primero tenía frío, después calor. Le dolía la cabeza, no veía bien. Se echó en la cama, se tapó y cerró los ojos. Se quedaría en la cama una hora más. No tenía que ir al gimnasio, podía ir al despacho a las siete. O a las ocho. A las ocho estaba bien, todo estaba preparado.

Pero a las siete, y a las ocho, seguía igual, su cuerpo se negaba a obedecerla. No podía ni sentarse ni ponerse de pie, ni siquiera podía darse la vuelta en la cama. Logró sacar un brazo y poner la radio, y oyó la tranquilizadora y maravillosa voz de John Humphry, como una presencia consoladora en la habitación. De repente se adormeció; entraba y salía de sueños, de sueños horribles de criaturas monstruosas detrás de puertas entornadas, de ella que se escondía y caía, de oscuridad y sangre. Después se despertó y oyó la voz de su hija.

Capítulo 26

Bien, se había acabado. Lo había logrado. Era verdad lo que decían todos de que Jenni Murray te hacía sentir relajada, tanto que casi había olvidado que había millones de personas escuchándolas. Kate, por supuesto, lo había hecho de maravilla, había hablado con naturalidad, sin perder la compostura. De dónde habría sacado, pensó Helen, cansada, sentada en el coche que la BBC les había proporcionado amablemente, esa seguridad en sí misma, esa capacidad para afrontar situaciones desconocidas, y después pensó, qué pregunta más tonta, de uno de sus padres, por supuesto.

Lo peor de todo para ella era que se había visto relegada a una especie de segunda división, ya no era exactamente la madre de Kate, ya no era responsable de su vida. Kate ya no parecía su niña, en realidad no parecía una niña en absoluto, sino un ser nuevo, que tomaba sus propias decisiones, que construía su futuro.

Al día siguiente iba a ir con Nat Tucker a un club de Brixton: se lo había dicho de una forma educada, pero con firmeza; él se lo había pedido y a ella le gustaría ir. Con todo lo que le había sucedido, parecía un poco inútil intentar impedírselo. Habían negociado que volviera a las dos como muy tarde. Esperaba que Nat pusiera objeciones y la salida se anulara, pero por lo visto él había dicho que era una pasada.

Una pasada. Helen pensaba a menudo que gritaría si volvía a oír esa palabra.

El viernes por la mañana, mientras estaba echada con desgana en la cama intentando hacer acopio de fuerzas para levantarse e ir a trabajar -¿cuándo era la última vez que no iba a trabajar una mañana? Ni se acordaba-, Martha se despertó al oír una voz joven y simpática que decía: «Sí, claro que me gustaría conocer a mi madre biológica». Y después: «Sí, sí, mucho».

– ¿Cómo crees que te sentirías? -preguntó Jenni Murray como si le importara realmente.

– Pues, no lo sé. Rara, supongo. Puede que furiosa. Pero me interesaría mucho saber cómo es. Qué clase de persona es.

– ¿Y qué le dirías? ¿Lo has pensado?

– Le preguntaría por qué lo hizo. Eso es lo primero que quiero saber.

– Por supuesto. Bien, Kate, Helen, muchas gracias por hablar con nosotros. Espero que recibas noticias de tu madre biológica, si es lo que quieres.

– Sí -dijo Kate con sencillez-. Me gustaría.

Para Martha, eso fue aún más conmovedor y angustioso que ver su fotografía en los periódicos.

Beatrice también oyó La hora de las mujeres aquella mañana por primera vez en muchos años. Y también desde una cama que nunca la había visto pasadas las siete de la mañana, ni siquiera los domingos. Suerte que no tenía que ir al juzgado. Sin embargo, tenía que ir a trabajar, se habían tomado muy mal su llamada para decir que estaba enferma. No estaba exactamente enferma: tenía una jaqueca espantosa, de las que sólo la atacaban cuando la vida estaba a punto de derrotarla de forma clamorosa. No la derrotaba a menudo, pero la noche anterior su niñera se había despedido y, a pesar de que le había asegurado que trabajaría los tres meses acordados, Beatrice se había tomado la noticia muy mal.

Mientras Beatrice se agitaba y daba vueltas sin parar en la cama, sonó su móvil. Vio que era su madre. Decidió contarle sus problemas; su madre fue algo brusca y poco comprensiva.

– Cariño, tienes tres meses. Es suficiente para encontrar a otra. Y ya no son bebés.

– No es sólo eso -dijo Beatrice-. Es que, ahora que Josh no está, no tengo a nadie que me ayude en casa.

– Ya sabes lo que pienso de eso. Le echaste. Fue decisión tuya.

– ¡Mamá! Tenía una aventura.

– Beatrice, ninguno de los líos de Josh merece ser llamado aventura. Todos han sido ligues de una noche. No significaban nada. Te entiendo perfectamente, pero los sentimientos no tenían nada que ver. Josh te adora y tú lo sabes.

– Tiene una forma curiosa de demostrarlo -comentó Beatrice con amargura.

– Beatrice, es un hombre. No pueden resistirse al sexo, si se les ofrece. Es más fuerte que ellos, que cualquiera de ellos. Hay cosas peores que ésa, en mi opinión. Josh es un buen marido, en muchos sentidos. Es fantástico con las niñas, paga las facturas, incluida la niñera, cuando muchos hombres lo considerarían tu responsabilidad. Tiene buen carácter. Y conmigo siempre se ha portado bien -añadió.

– Sí, ya lo sé, pero no creo que eso sea relevante.

Su madre no hizo caso del comentario.

– ¿Quiere volver?

– Creo que sí -dijo Beatrice, pensando en las súplicas incesantes de perdón de Josh, su presunto remordimiento y sus quejas de que se sentía solo.

– Creo que deberías pensártelo -dijo su madre-. En serio. Necesitas un marido. ¿Crees que les va a hacer algún bien a esas niñas crecer sin su padre? Piénsatelo, Beatrice.

Beatrice se pasó una hora pensando en lo que le había dicho su madre. Y decidió que hasta cierto punto tenía razón. Necesitaba un marido. Con desesperación.

De algún modo Martha logró levantarse y ducharse.

Era la una. Su vuelo salía a las siete y media. Llamó a un taxi, y pidió que subiera a recogerle las maletas. No estaba segura de poder siquiera arrastrarlas hasta el ascensor. Cerrar las maletas ya le había costado bastante.

70
{"b":"115155","o":1}