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Empezó a sentirse mejor en cuanto el coche empezó a alejarse de la casa. Fue como si estuviera dejando atrás parte de su traumatizado ser.

Cuando subió al avión, se sentía casi humana. Se acomodó en su asiento, sonrió agradecida a la azafata y aceptó un vaso de zumo de naranja.

– Éste es el menú, señorita Hartley.

– No cenaré -dijo Martha-, estoy agotada. ¿A qué hora llegamos a Singapur?

– A las tres, hora local. ¿Va a desembarcar o continúa el viaje?

– Continúo en cuanto llegue -dijo Martha.

Se echó y, como si viera una película, dejó que pensamientos más felices ocuparan su mente. Ed y lo mucho que la quería, su hija y su bonita cara, que con su voz juvenil había dicho que quería conocerla, y por primera vez, por primerísima vez, se preguntó si en lugar de representar una tortura, le gustaría. Se sentía cambiada en cuanto a Kate. Ya no era algo oscuro y temible, que había que negar a toda costa, más bien al contrario, una fuente de felicidad e incluso orgullo. Aunque nunca se conocieran, aunque no se encontraran, aunque nunca pudiera explicarse y Kate nunca pudiera comprender. Aquel día horrible, alguien la había encontrado, la habían cuidado y educado, y habían hecho de ella una persona segura de sí misma y feliz y por eso Martha estaba muy agradecida.

No había nada que ella pudiera hacer por ninguno de los dos, Kate y Ed, y ninguno de los dos podía compartir su vida, pero por un breve instante se situaron en un lugar más cómodo para ella.

Helen miró nerviosa a Nat. Le había invitado a almorzar el domingo. Kate quería marcharse para verle justo después de desayunar y Helen no podía soportarlo. Kate se había puesto muy contenta, la había abrazado y besado.

– ¡Eres un sol, mami!

– A lo mejor no quiere venir -dijo Helen esperanzada, mirando nerviosa a Jim, que había salido al jardín dando un portazo.

– Vendrá -dijo Kate-. Pero no le hables de política o de las noticias, ¿vale, mami? Es un poco tímido.

Y por supuesto Jim se puso a hablar de política mientras trinchaba la carne, dijo que eran todos unos inmorales y que no pensaba votar por ninguno.

– Esa señora Thatcher estaba bien -dijo Nat.

Toda la familia se quedó mirándole como si acabara de anunciar su intención de aprender ballet.

– ¿La señora Thatcher? -exclamó Kate con incredulidad-. Pero si era una mala bestia.

– Ni hablar. Tenía buenas ideas, mi padre dice que se quitó de encima a los sindicatos y todo eso. Dice que había que estar mal de la cabeza para echarla. Ella no habría dejado entrar a toda esa gente.

– ¿Qué gente? -preguntó Juliet.

– Esos extranjeros. Los refugiados esos. Que nos quitan las casas y los hospitales, todo. Y el parque de Alton Towers -añadió como si ése fuera el delito definitivo, metiéndose un buen pedazo de rosbif en la boca.

– ¿Alton Towers? -exclamaron Helen y Kate al unísono.

– Sí. La semana pasada mandaron a un cargamento de ellos gratis. Lo ponía el periódico.

– Dios del cielo -dijo Helen-. No tenía ni idea.

Martha salió del lujo mas bien inglés del Observatory Hotel al sol de Sidney. Todo estaba precioso, era un día soleado y fresco. Sonrió al cielo azul y pidió un taxi al portero.

Iría a las Rocks, de compras, a pasear por Darling Harbour, volvería a cenar temprano y se prepararía para las reuniones del día siguiente. Qué tontería que le hubiera preocupado ir, por los fantasmas. Aquel sitio tan bonito no tenía nada que ver con el otro Sidney, el Sidney donde la preocupación se había vuelto miedo y el miedo, pánico. Este Sidney era elegante y lujoso, ajetreado y hermoso. Dio la espalda al otro, a la habitación lúgubre, al olor a fritanga, al calor insoportable. También era otra Martha la que había vivido allí, una Martha insegura, asustada y sola; la de ese momento, vestida con pantalones de hilo, suéter de seda y tres personas esperándola para cenar, no tenía nada que ver con aquélla, ya no existía. Nadie la conocía; estaba a salvo de ella, se había escapado.

– ¿Adónde le gustaría ir en un día tan hermoso?

El taxista era amable, simpático, deseoso de ayudar, y por supuesto Martha quería ir al puerto, a comprar camisetas en Ken Done, y después sentarse al sol en la bahía. No pensó en la posibilidad de visitar las playas del norte de Collaroy, Mona Vale y Avalon, eso sería volver atrás, no ir hacia delante, y hacia delante era a donde tenía que ir, el único lugar y…

– ¿Tiene tiempo? -le preguntó.

– Todo el tiempo del mundo -dijo él con una sonrisa deslumbrante.

– ¿Podríamos ir a Avalon, por favor? -preguntó.

Bajó del autobús en Barenjoey Road, pestañeando bajo el feroz resplandor del sol. Había visto las playas, camino hacia Sidney, acalorada en su asiento, deseosa de probar la frescura del agua. Los dos chicos que la acompañaban eran surfistas, y se jactaban de las olas que cogerían, de las tablas a las que se subirían. Martha les escuchaba dudando de que sus lecciones inglesas de natación les ayudaran a sobrevivir en la realidad de las olas y las corrientes.

Les había recomendado Avalon un chico que habían conocido en el aeropuerto, que había hecho el viaje en el otro sentido:

– Es el único albergue para surfistas cerca de Sidney, y es un sitio brutal.

Así que habían subido las mochilas al autobús y habían hecho un trayecto de dos horas cruzando los suburbios de la ciudad hasta el otro extremo, atravesando los grandes puentes, contemplando atónitos el deslumbrante puerto, los elegantes barrios de Northern Sydney, de Mossman y Clontarf, y después la interminable y aburrida autopista, repleta de concesionarios de coches y restaurantes baratos y tiendas de surf, muchas tiendas de surf.

Se paró en lo alto de los precipicios vertiginosos de Avalon, a contemplar la playa. Ahí estaba, no sólo la vista, sino también el sonido del mar, rugiendo, subiendo y bajando, y el olor también, fresco, salado y hermoso. Se quedó un buen rato mirando, y entonces cogió otra vez la mochila y bajó la pronunciada pendiente hacia Avalon, pensando en lo inapropiado del nombre, una parte tan importante del mito inglés de Camelot en un lugar tan infinitamente australiano.

Avalon estaba situado en un cruce de caminos, y era poco más que un pueblo, y el Avalon Beach Hostel estaba en una de las carreteras que formaban el cruce. Era bastante grande, tenía capacidad para noventa y seis personas y era el primero de su clase en la zona de Sidney, según el portero.

– Se hizo a imagen de los de Cape Tribulation, un emplazamiento de surfistas de verdad.

Martha lo miró un poco nerviosa mientras cruzaba las grandes verjas y el patio asfaltado. En aquella época se dejaba intimidar con facilidad, y los chicos bronceados sentados en el largo porche que daba al patio parecían estar en su casa.

Se registró y le dieron una habitación: o más bien una sexta parte de una habitación, una litera dura fijada a la pared con cuerdas y una taquilla. Era muy primitivo, el suelo era de cemento pintado, pero estaba limpio, y el baño de chicas, igual de espartano y limpio, estaba frente a su puerta.

– La cocina está aquí -dijo el portero, que parecía tener la misma edad que ella, guiándola hacia una sala grande, detrás del porche, medio llena de mesas largas y bancos, y las paredes cubiertas de carteles de surfistas-. Las neveras están allí, sólo tienes que coger uno de los compartimentos vacíos y poner tu nombre hasta que te marches. Todo el mundo come aquí.

Martha sonrió insegura a los chicos del porche. Ellos le sonrieron y le preguntaron de dónde era y adónde iba. De repente se sintió muy feliz; le gustaría el sitio.

Le gustó, era estupendo. Le encantó Avalon, el ambiente de pueblo, las tiendecitas y el restaurante francés, con manteles de cuadros rojos y blancos, donde comían muy de vez en cuando. Había una librería llamada Boocaccino, una charcutería, donde no podían permitirse comprar (pero también un excelente supermercado, donde sí podían hacerlo), y asombrosamente, un cine, que por lo visto pertenecía a alguien que tenía un programa de mediodía en la tele. Fuera quien fuera, se tomaba en serio la vida cultural de Avalon y pasaba películas extranjeras los domingos.

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