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– Estoy seguro de que podían esperar a que hablaras conmigo.

– Sí, claro, pero… -Tuvo una inspiración. Una inspiración algo deshonesta-. Te llamé. Josie te lo habrá dicho. Pero estabas en el quirófano. Y tenía que tomar la decisión. No entiendo por qué te molesta tanto. Sabes que he hecho el curso de médico de familia, estuvimos de acuerdo en que sería ideal…

– Esto no tiene nada que ver con que trabajes a jornada completa o no. Y si no eres capaz de comprenderlo, diría que tenemos un problema. Un problema gordo.

Por un momento Clio sintió pánico, un pánico ciego y avasallador.

– ¡Jeremy! ¡No digas eso! Por Dios, es ridículo. -Ya se había recuperado-. No me echo a la calle. Voy a ser médico de familia. Y muy cerca de la casa donde vamos a vivir. Necesitamos el dinero, lo sabes perfectamente…

– Clio, ser médico de familia es muy absorbente.

– Tú trabajas todo el día -le dijo Clio, mirándolo a los ojos desafiante-. ¿Qué crees que voy a hacer yo mientras tú operas seis días a la semana? ¿Sacar brillo a los muebles que no tenemos? Soy médico, Jeremy. Me gusta lo que hago. Es una oportunidad estupenda. Alégrate por mí.

– El que yo trabaje tanto es una razón más para que estés en casa cuando vuelva -dijo él-. Necesito apoyo y no quiero llegar a casa agotado y encontrarme con que tú estás o que igual no estás.

– Mira -dijo ella, sabiendo que en realidad, al menos hasta cierto punto, pisaba terreno poco firme-, lo siento, tendría que habértelo consultado antes, pero he pedido un presupuesto para arreglar el techo hoy mismo. Para ponerle las tejas nuevas. Diez mil libras, Jeremy. Sólo por el techo. No creo que con tu consulta privada de los sábados consigas ese dinero. Al menos por ahora. Dentro de unos años puede ser.

– ¿Y hasta entonces tendré que pasar sin tu presencia?

– Oh, Jeremy, no seas tan tonto. -Clio estaba perdiendo la paciencia. Mejor, era la única manera de tener valor para decirle las cosas a la cara-. Lo estás tergiversando todo. Claro que te apoyaré. Y el dinero que gane podemos utilizarlo para la casa, y así la acabaremos antes.

– Empiezo a pensar que no deberíamos haber comprado esa casa -dijo él, mirando con malhumor su copa-. Si va a ser una carga tan pesada para nosotros.

– Jeremy, sabíamos perfectamente que iba a ser una carga. Pero estuvimos de acuerdo en que valía la pena.

Así era, se habían enamorado de ella: una preciosa casa de campo victoriana, en un pueblecito muy bonito, cerca de Godalming. Había estado abandonada durante varias décadas, y a pesar de tener toda clase de podredumbres y humedades, seguía siendo la casa de sus sueños.

– Podemos vivir aquí siempre -había dicho Clio, mirando el techo podrido y manchado de humedad, por el que aún se filtraba la luz del sol.

– Y esa habitación al lado de la cocina será fantástica para celebrar fiestas -dijo Jeremy.

– En cuanto al jardín -dijo Clio, cruzando la podrida puerta trasera para salir a la jungla descuidada que parecía inacabable- es fantástico. Todos esos árboles. Me gustan tanto los árboles…

Así que habían ofrecido el precio absurdamente bajo que pedían por ella y después se habían enfrentado a la realidad cuando los presupuestos de las obras habían empezado a llegar. Era otra de las razones por las que la había tentado tanto la oferta de trabajar a jornada completa. Una de ellas…

Jeremy y Clio se habían conocido cuando ella era interna en el hospital y él un médico adjunto. Ella no podía creer que fuera capaz de atraer a un hombre tan guapo y tan carismático.

Se había enamorado perdidamente de él y había sufrido muchísimo cuando Jeremy le había dejado muy claro que pasarían muchos años antes de que considerara la posibilidad de un compromiso. Humillada en lo más hondo, había tenido una relación con uno de sus compañeros internos, pero tras dos años de vivir casi juntos, había llegado a su piso una noche y le había encontrado en la cama con otra.

Tremendamente dolida y decepcionada, se había mantenido apartada del todo de los hombres una temporada, y había aceptado empleos muy exigentes en el hospital, hasta que se decidió por la geriatría y una consulta en el Royal Bayswater Hospital.

Fue en una conferencia sobre geriatría donde volvió a encontrarse a Jeremy. Trabajaba en el Duke of Kent Hospital de Guildford y había ido a dar una charla sobre cirugía ortopédica en ancianos. Les pusieron uno junto al otro durante la cena.

– ¿Así que te has casado? -preguntó él, tras media hora de prudente conversación banal.

– No -dijo ella-. Ni hablar. ¿Y tú?

– Yo tampoco. Nunca conocí a nadie que estuviera remotamente a tu altura.

Un año después estaban prometidos y ahora faltaban pocas semanas para la boda. En general ella estaba contenta, pero a veces la asaltaba una curiosa ansiedad. Como en ese momento.

– Mira -dijo, apoyando una mano en la de él-. De verdad que lo siento. No se me ocurrió que te lo tomarías así. -«Embustera, Clio, embustera»; ése era un don inesperado que tenía, mentir-. Deja que lo pruebe seis meses. Si después de ese tiempo sigues descontento, lo dejaré. Te lo prometo. ¿Qué me dices?

Él siguió callado un momento, claramente dolido todavía.

– De acuerdo -dijo al fin-, pero no esperes que me guste. ¿Podemos pedir ya? Tengo un hambre que me muero. He hecho tres caderas y cuatro rodillas esta tarde. Una de ellas muy complicada…

– Cuéntamelo -dijo Clio, llamando al camarero. No había forma más directa de hacer que Jeremy recuperara el buen humor que escucharle con atención cuando hablaba de su trabajo.

– Bueno -dijo él, acomodándose en la silla, después de pedir un filete y una botella de clarete y reírse de ella porque pedía un lenguado a la plancha-, la primera, la primera cadera quiero decir, estaba apolilladísima, o sea que he tenido que…

Clio se acomodó e intentó concentrarse en lo que decía Jeremy. Una pareja se había sentado en la mesa contigua. Eran mochileros y estaban morenos y delgados… como ellas. Aunque Clio no estaba flaca, al principio no, al menos. Pero después… En esa época del año, cuando Londres se llenaba de mochileros, a menudo se encontraba pensando en ellas tres. ¿Qué estarían haciendo las otras dos? ¿Se llevarían bien las tres ahora? Probablemente no, y más probablemente aún nunca lo sabrían.

Capítulo 2

– ¡Ella me habría dejado ir! Estoy segura. Mi madre de verdad. Ella querría que me divirtiera; no me tendría encerrada en casa como una monja. Ojalá se enterara de cómo intentáis estropeármelo todo. Pienso ir de todas maneras y no podréis impedirlo.

Helen miró la cara encendida y furiosa, el odio que desprendían los ojos oscuros, y se sintió fatal. Aquello era lo único que no podía soportar, cuando Kate utilizaba el hecho de que no fuera su auténtica madre contra ella. Sabía que era cosa de la edad; la asistente social, el grupo de Apoyo a la Adopción y la agencia de adopción les habían advertido hacía muchos años que algún día aparecerían los problemas y que seguramente sería cuando Kate llegara a la adolescencia.

– Necesitan algo contra lo que volverse -había dicho Jan-. Idealizará a su madre biológica, la convertirá en lo que tú no eres. No dejes que eso te afecte. No lo hará de forma consciente.

¿Que no dejara que la afectara? ¿Cómo podía no afectarla, cuando alguien a quien querías tanto te flagelaba, queriendo hacerte daño, volviéndose contra ti?

Helen sintió que la sensación de injusticia se le atragantaba en la garganta. El deseo de decir algo infantil tipo: «Tu madre de verdad no ha demostrado mucho interés por ti por ahora», era muy fuerte. Pero con calma dijo:

– No seas tonta, Kate. No te tengo encerrada y no quiero estropearte nada. Lo sabes perfectamente. Sólo creo que eres demasiado joven para ir sola al Clothes Show, nada más.

– No iré sola -dijo Kate-. Iré con Sarah. Y pienso ir. Sé por qué no quieres que vaya: porque no te gusta Sarah. Nunca te ha gustado. No lo niegues, sabes que es verdad. Y no te molestes en llamarme para que baje porque me voy a mi habitación y no pienso cenar. ¿Está claro?

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