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Sasha Berkeley era la ayudante del director del News on Sunday, el hermano del Daily News. Era bonita, descarada y una fiera, y estaba empujando al News hacia el siglo XXI.

– Los políticos son lo que se lleva ahora -dijo a su director-. Sería mucho más interesante que Tony Blair engañara a su mujer que David Beckham, para que me entiendas. Piénsatelo.

En consecuencia, a Sasha le intrigó mucho cuando Euan Gregory, el cronista político del News, llamó con un tema que podía interesarle. Se había visto a Eliot Griers, uno de los fundadores del nuevo Partido Progresista de Centro, que libraba una cruzada moral en todos los frentes, entrando en la cripta de la Cámara de los Comunes hacía un par de noches, acompañado de una chica muy atractiva, y habían tardado bastante en salir.

– Por lo visto, la temperatura subió de una manera muy agradable.

– ¿Quieres decir que se estaban sobando?

– Qué bruta eres, Sasha. Habría preferido algo como «abrazando».

– Pero no echando un polvo.

– ¡Por supuesto que no!

– Vaya por Dios -exclamó Sasha-, gracias, Euan. ¿Estás seguro de que era Eliot Griers?

– Parece ser que sí. Una fuente impecable.

Eliot estaba zampándose un sándwich gigante en la habitación, regado con una cerveza bien fría, y trabajando en el discurso del día siguiente, cuando sonó el teléfono. Suspiró. Seguro que era Caroline.

No era Caroline. Era Sasha Berkeley. Quería saber si deseaba hacer algún comentario sobre la historia de que se le había visto con una mujer entrando en la capilla subterránea de la Cámara de los Comunes el martes anterior por la noche. Y que se les había observado además…

– Según me han dicho, en contacto bastante directo.

El sándwich se quedó a medio acabar.

Clio se despertó al oír sollozos en la sala, donde Jocasta estaba durmiendo en el futón. Fue a verla.

– ¡Jocasta! ¿Qué te pasa? ¿Es por Kate? Porque…

– No -dijo Jocasta, secándose los ojos-. He tenido una pesadilla y entonces…

– ¿Tienes pesadillas a menudo?

– Sí, muy a menudo.

– ¿De qué? ¿Sobre qué? Venga, Jocasta, parece grave. Confía en mí, soy médico -añadió sonriendo. Jocasta le sonrió a su pesar-. Además no hay nada por qué avergonzarse de tener pesadillas.

– Está bien, te lo contaré. Es penoso, la verdad. Nick es la única persona que lo sabe. Se portaba muy bien conmigo -añadió, con cierta renuencia.

– ¿Con qué sueñas? -preguntó Clio.

– Con… -respiró hondo-… de partos.

– ¡Partos! -Clio la miró sorprendida-. ¿Por qué partos, Jocasta, por Dios?

– Supongo que es por todo lo de Kate -dijo Jocasta-. Me lo ha hecho revivir.

Capítulo 24

Nick estaba hojeando los periódicos del domingo, sin dejar de pensar en Jocasta y en cuánto la echaba de menos. Abrió el News on Sunday, y pasó páginas buscando la sección de política, y entonces lo vio.

– Oh, no -exclamó en voz alta-. Será idiota. Esto no hará ningún bien a su causa.

Sacó el móvil y buscó el número de teléfono de Eliot. Le llamó y, como era de esperar, salió el contestador.

Caroline Griers estaba exprimiendo naranjas para el desayuno cuando la llamó Eliot.

– Hola, Eliot. ¿Qué tal?

– Bien, bien. ¿Y tú?

– Todo bien. ¿Vas a venir temprano esta noche? Me dijiste que podrías.

– La verdad, Caroline, es que llegaré mucho antes. Seguramente a la hora del almuerzo.

– Oh, qué bien. Pondré más patatas para ti.

– Estupendo. Hasta luego.

– Sí. Adiós, Eliot.

Eliot apagó el teléfono sudando ligeramente. Bien, por el momento no lo había visto. Pero sin duda alguien la llamaría… Dios mío, qué idiota era. Era un idiota sin remedio. Justo en ese momento, cuando uno de los principios del Partido Progresista de Centro era su cruzada contra cualquier clase de inmoralidad. Aunque aquel asunto no había tenido nada que ver con eso. Él sólo quería consolarla por su divorcio, que al parecer la había dejado muy deprimida. El hecho de estar en la Cripta le había hecho revivirlo todo. Le había parecido oír la puerta, pero cuando miró no vio a nadie.

Su refutación era patética. Él y Chad le habían dado vueltas toda la noche, y era lo mejor que habían podido elaborar. Que era un diputado, que había ido a reunirse con Janet Frean y que se había ofrecido a acompañar en una visita guiada por la Cámara a la chica. Sí, claro, como dirían sus hijas: muy convincente.

Había sido mala suerte: ¿cuánta gente bajaba a la Cripta cada día? Mejor, ¿cada semana? Y que hubiera alguien que se la tuviera jurada. Pero… ¿quién? ¿Quién le odiaba tanto? ¿Ese cerdo conservador? ¿O una de las feministas complacientes de Blair, que parecían creer que los hombres sólo estaban en el Parlamento para una cosa, echar un polvo? ¿O habría sido el policía de guardia? No, ésos eran de una pieza, nunca hablaban.

De acuerdo. Sólo una cosa: tirarse un farol.

Helen estaba poniendo la mesa para el desayuno, sin saber muy bien por qué. No bajaría nadie. Kate seguía más o menos encerrada en su habitación, y desde la discusión con su madre por culpa de Nat, Juliet había cenado en la habitación de Kate y también había dormido allí. En los momentos de aflicción de Kate, se había convertido en su amiga más leal, en la única persona con quien Kate hablaba. Al menos algo bueno había salido de aquel desastre, pensó Helen hastiada. Seguro que Jim no quería desayunar. Seguía fuera de sí de rabia, tan enfadado y disgustado que se había pasado la mitad de la noche levantado con indigestión. En ese momento estaba dormido, tenía un sueño inquieto y ruidoso, pero dormía.

Al menos los periodistas se habían marchado. Jocasta había dicho que acabarían yéndose.

– No es una historia lo bastante importante para que se queden toda la noche. Fusilarán lo que tienen en el archivo.

Jocasta también les había preguntado por los chiflados; por lo visto era normal en esos casos. Se mostró aliviada al saber que Carla les echaría una mano.

– ¿Han recibido muchas llamadas?

– Cinco por ahora -dijo Helen-. Les he dicho que llamaran al periódico. Pero me da tanto miedo que…, bueno…

Se calló.

– Me lo imagino -había dicho Jocasta amablemente-. Que una de ellas sea de la madre de Kate.

– Sí. La tal Giannini me ha dicho que piense en algo que se pueda utilizar como pregunta de prueba, para descartarlas. Y sólo hay una cosa. No llevaba pañal. Eso nunca se publicó.

– Eso servirá -dijo Jocasta. De hecho era perfecto-. Dígaselo a Carla. Mejor aún, ya lo haré yo, ahora mismo. Y creo que debería cambiar el número de teléfono, señora Tarrant, y que no figure en la guía. Si no…, bueno, digamos que con un contestador no es suficiente.

Poco después de eso, se marchó.

De repente, Helen oyó pasos precipitados en la escalera y miró hacia el vestíbulo. Kate salía por la puerta, con los cabellos flotando. Llevaba vaqueros, un top muy escueto y sus botas con más tacón.

– ¡Kate! -gritó, corriendo a abrir la puerta-. Kate, ¿adónde vas…?

Pero todo lo que quedaba de Kate era un rugido de tubo de escape y chirrido de neumáticos. El Sax Bomb acababa de doblar la esquina.

– Lo siento, mamá. -Era Juliet-. No tardará. Dice que quiere hablar con él. La ha vuelto a llamar esta mañana. No podíamos decírtelo, porque sabíamos que no la dejarías ir. Volverá a la hora de comer, prometido. ¿Quieres que lo coja? -preguntó cuando el teléfono empezó a sonar.

– No -comentó Helen rápidamente-. Deja que salte el contestador. Y… -mientras una voz de mujer hablaba-, no escuches, por favor, Juliet.

Pero era demasiado tarde.

Janet Frean estaba cocinando cuando llamó Jack Kirkland.

– Hola, Jack, ¿cómo estás?

– No especialmente bien. ¿Has visto el News?

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