– No. Los domingos intento no leer ningún periódico.
– Han sacado un feo comentario sobre Eliot, diciendo que le vieron en la cripta de la Cámara de los Comunes con una chica atractiva que no era su bonita y rubia esposa. Y una explicación bastante tonta del propio Eliot. Son unos buitres, los mataría.
Janet escuchaba en silencio mientras pensaba en que ningún hombre podía agitar la salsa con un niño en brazos y concentrarse en una conversación importante; todo al mismo tiempo.
– ¿Qué opinas? -preguntó Jack.
– ¿Qué? -Estaba persiguiendo un grumo de harina en la salsa-. Oh, Jack, no sé qué decirte. No creo que Eliot hiciera eso. Al menos en este momento. Todos conocemos su pasado, pero…
– Pero es verdad, ¿no? Lo de que fue a verte con esa mujer.
– Sí, es verdad. Me pareció simpática. Muy lista, es abogada…
– Sí, sí, Eliot me lo dijo.
– Me gustó. Y a Eliot por lo visto más. Perdona, no debería haber dicho eso. Sólo quería decir que se notaba que le caía bien.
– ¿Es guapa?
– Mucho.
– Eliot dice que está divorciada.
– ¿Ah, sí? Eso no ayuda mucho. Eso lo explica, me dijo que la había ayudado a colgar unas persianas. Me pareció un detalle por su parte.
– ¿Ah, sí? -dijo Kirkland con tristeza-. Yo lo diría de otra manera. ¿Había alguien más?
– Pues no, estaba bastante tranquilo. Jack, creo que la estaba paseando por obligación.
– Acabas de decir que le gustaba.
– ¿Ah, sí? Lo siento. Milly, para, no. Oye, Jack, tengo que dejarte. No creo que pueda aportar nada a esta conversación. Por fin tengo un rato para estar con mi familia y quiero aprovecharlo. Mañana estaré a punto para iniciar otra ofensiva de encanto con el partido. No te preocupes tanto, pasará.
– ¡Menos mal que tengo un miembro moralmente sólido en el partido! -exclamo Kirkland, y colgó.
Kate volvió a la una, sonrojada y casi contenta. Juliet la acompañó a su habitación.
– ¡Kate! Está llamando gente, bueno, mujeres, diciendo que son tu madre. ¿No es increíble?
– ¿Cómo lo sabes?
– Lo he oído. En el contestador. Mamá les dice a todas que llamen al Sketch. Ellos se encargan.
– ¿Se encargan? -gritó Kate-. ¿Qué significa que se encargan?
– Que se deshacen de ellas, supongo.
Kate la miró fijamente.
– Pero, Juliet, ¡una de ellas podría ser mi madre! ¿Cómo pueden hacer eso? ¿Cómo pueden hacer eso, joder?
– Baja la voz -dijo Juliet.
Clio estaba atónita con el comportamiento de Jocasta.
La había mandado a dar un paseo. Ella tenía guardia el domingo por la mañana, pero por la tarde irían a Londres juntas y se quedarían en la casa de Jocasta en Clapham.
El día siguiente era importante para Clio. Almorzaría con su querido profesor Bryan. Piquito. Aunque le disgustara engañarle, le había dicho a Mark que tenía que ver al abogado por su divorcio, lo cual era cierto, también había quedado con él. No tenía muchas esperanzas puestas en el empleo de Bayswater, pero estaba decidida a intentarlo. Ser médico de familia en una ciudad pequeña estaba bien, si tenías una vida personal aparte. Pero ella no la tenía y ya empezaba a notar la soledad.
A los dieciocho años, los que tenía la irresponsable y alegre Jocasta que había conocido, era comprensible dar la espalda a la vida real y huir con un hombre rico, sí. Pero a los treinta y cinco, con una carrera en pleno auge y una relación sólida en marcha, ¡era increíble! A Clio, que comenzaba a recuperarse de su propia ruptura matrimonial, le parecía que Jocasta se encontraba al borde de un gran abismo, al cual estaba arrojando todos los tesoros que poseía.
Gideon Keeble podía ser muy carismático y encantador. Jocasta podía estar harta de esperar a que Nick se decidiera a casarse con ella, y la vida de periodista del corazón podía estar perdiendo su atractivo, pero ¿de verdad creía que iba a ser feliz con una forma de vida por completo desconocida para ella?
De todos modos Clio se daba cuenta de que para ella, sin conocer a Keeble, era difícil entenderlo. En fin, tarde o temprano le conocería, y entonces le sería más fácil comprenderlo. A lo mejor le caía bien. Aunque le parecía poco probable.
Jocasta aún se sentía muy culpable. No había podido hacer mucho por Kate, pero ¿acaso podía ayudarla alguien? Que Kate se negara a verla le había hecho mucho daño. Era evidente que le echaba la culpa. Era un alivio haberse alejado de todo aquello, de esa capacidad para arruinar la vida de los demás. Y Clio, qué sensible, buena y simpática era. Había sido un consuelo hablar con ella esa noche, enfrentarse a lo que había pasado hacía tantos años. Se lo había contado a Nick, pero siempre alejándose del recuerdo. Con Clio lo había revivido, y había sido curativo, en cierto modo.
Eran los gritos lo que nunca olvidaría, aquellos gritos terroríficos y descarnados, que no cesaron, como oleadas rítmicas, en toda la noche y parte del día siguiente. Ahora, cada vez que oía gritar, evocaba aquel momento, aquella habitación, el calor sofocante y el ruido de los ventiladores…
Jocasta y varios más habían llegado a la isla de Koh Pha Ngan y habían encontrado una cabaña bastante decente en Hat Rin Sunrise, la playa donde iba a celebrarse una fiesta rave. Fueron pasando los días y llegaron barcos llenos de gente al puerto, y la gente alquilaba cobertizos e incluso hamacas colgadas en un patio para dormir. Se esperaba que la noche de luna llena de la fiesta llegaran a la bahía flotas de barcos, que anclarían para pasar la noche. La playa estaba abarrotada de gente durmiendo.
La fiesta rave fue una experiencia increíble: Jocasta participó en todo momento, hasta la madrugada, cuando otro DJ se puso al mando, memorizándolo todo, mientras la multitud bailaba en la arena y en el agua, brillando con pinturas corporales luminosas, y en toda la playa, los chicos tailandeses, algunos de siete u ocho años, hacían malabarismos con anillos de fuego, y si ya habías bebido bastante podías rodar a través de ellos. Jocasta decidió que ella todavía no lo había hecho.
En la oscuridad de la noche conoció a centenares de personas a las que volvió a olvidar enseguida. Todos fumaban hierba y bebían, pero lo que colocaba, para Jocasta, era la sensación de formar parte de una gran tribu por el mero hecho de estar allí. Estaba completamente enamorada de cada una de esas personas.
La fiesta duró toda la noche y la mitad del día siguiente. Por la noche, los barcos extra habían partido de la bahía. Jocasta estaba cansada y un poco indispuesta. Ella y una chica llamada Jan, que se había hecho amiga suya en un viaje en un barco reggae, decidieron acostarse temprano. Se despertó por la noche porque oyó a Jan levantarse a buscar agua.
– Me duele mucho la cabeza -dijo-, y no es resaca. Es mucho peor. Y tengo fiebre. Estoy fría y sudorosa.
Al amanecer Jan se quejaba de dolor de piernas y brazos y no paraba de temblar. Jocasta le dijo que se quedara en la cama y se ofreció a refrescarla con una esponja. Mientras hacía compañía a Jan y le ofrecía agua, un poco preocupada viéndola tan mal, Jocasta se dio cuenta de que empezaba a tener los mismos síntomas que ella, pero cuatro horas después. Las extremidades doloridas, los escalofríos, la fiebre.
Era espantoso, verla y pensar en lo que le esperaba. Jan cada vez tenía más fiebre, un dolor terrible en las articulaciones, vómitos, alucinaciones; antes de empezar a alucinar ella también, Jocasta salió al camino al lado de las cabañas y pidió ayuda a gritos.
– Por favor, que alguien nos ayude -dijo-. Nos estamos muriendo.
El chico que las oyó creyó que era un mal viaje y fue a buscar a su amigo. Ellas le convencieron de que no estaban colocadas.
– Esperad. Vamos a buscar ayuda.
Volvieron con un joven tailandés, que las miró, suspiró y meneó la cabeza con tristeza.